España parece abocada a la parálisis perpetua de las grandes reformas necesarias para mejorar nuestro horizonte como comunidad política. De entre ellas sobresalen las referidas al problema territorial, que no se agota en la cuestión catalana, sino que abarca también la falta de una verdadera y decidida política de cohesión y vertebración entre las diferentes regiones del país. La España rural agoniza por la progresiva despoblación y la ausencia de una estrategia decidida que frene o intente revertir la tendencia hacia el abandono y el olvido de la mayor parte del territorio nacional. Las
últimas medidas y propuestas del Gobierno actual, aunque loables y bienvenidas, no sólo son insuficientes, sino que pueden llegar a tener escasos efectos si antes no se abordan con contundencia dos de los grandes problemas que afectan a la Administración pública en el medio rural: el inframunicipalismo y la infrafinanciación municipal.
Sobre el primero,
seguimos contando con la misma planta municipal que a principios del siglo XIX, con más de 8.000 municipios de los cuales casi 7.000 tienen menos de 5.000 habitantes. En la última década,
tres de cada cuatro municipios pierden población, fenómeno que se acelera desproporcionadamente en aquéllos que ya contaban de por sí con pocos vecinos. La excesiva fragmentación del mapa local y la reducidísima magnitud de sus administraciones
impide que éstas puedan ser plenamente autónomas y dispongan de capacidad operativa para actuar en el territorio. La mayoría de ayuntamientos apenas tiene funcionarios, deben compartir habilitados y carecen de una estructura burocrática mínima como para impulsar proyectos que incidan en el reto demográfico y en la calidad de vida de sus habitantes. La autonomía local que proclama la Constitución se queda en una mera formalidad cuando estructuralmente no se tienen medios materiales y personales para hacerla efectiva. Dada la extensión e intensidad de este inframunicipalismo, sólo las grandes poblaciones podrán presentar iniciativas y propuestas para los fondos europeos
Next Generation, ahondándose así la brecha territorial y la desigualdad entre los medios rural y urbano.
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En cuanto al segundo problema, es prácticamente unánime la opinión de que
la Ley de Haciendas Locales y el marco normativo de la financiación local están desfasados y necesitan urgentemente de una reforma total. Los municipios han sido
los grandes olvidados en el proceso de descentralización política que se inició con la Constitución, y no hay mejor ejemplo de ello que su constante carencia de recursos financieros y su dependencia absoluta de otras administraciones. Existe
una clamorosa falta de correspondencia entre las competencias propias, delegadas e impropias que han de ejercer y el sustento financiero que debería respaldarlas; algo que es en sí mismo una paradoja, ya que son los ayuntamientos los que están más cerca de las necesidades de los ciudadanos y quienes mejor conocen las singularidades territoriales, lo que les lleva en ocasiones a asumir forzosamente funciones para las que ni siquiera cuentan con una magra línea de apoyo económico.
Ambas cuestiones, la del inframunicipalismo y la de la infrafinanciación, lastran cualquier posible estrategia de cohesión territorial frente al reto demográfico. Si queremos que los fondos europeos o las medidas del Gobierno central y de las comunidades autónomas se ejecuten en el ámbito local y puedan servir para frenar la despoblación del mundo rural, precisamos urgentemente reformular nuestra planta municipal y garantizar su suficiencia financiera.
En el ámbito del inframunicipalismo se pueden presentar dos alternativas:
o seguir el modelo portugués de municipios grandes de escala comarcal en los que se integren todas las localidades manteniendo su representatividad, pero mejorando la operatividad en un único Ayuntamiento;
o reforzar las competencias de las administraciones intermedias como las comarcas o mancomunidades para que asuman una mayor autonomía y capacidad de actuación. La primera medida, cercana al modelo de fusión municipal que se impulsó en los países del centro y norte de Europa después de la II Guerra Mundial, implicaría un altísimo coste político para las bases locales de los partidos y la necesidad previa de una pedagogía intensa que haga hincapié en que dicha solución, más que contraria al municipalismo, lo reforzaría, al pasar la autonomía local de una mera formalidad a una verdadera realidad. Sea como fuere, deberían ser las comunidades autónomas las que pilotaran y dirigieran el proceso elegido, adecuándolo a las necesidades específicas de sus respectivos territorios.
Por último, en lo que respecta a la infrafinanciación, el debate político debiera girar en torno a la modificación integral del sistema tributario y financiero español. En pleno siglo XXI,
con la libertad de capitales que establece la Unión Europea, es una insensatez permitir la competencia fiscal entre países europeos y entre regiones españolas, por lo que se haría conveniente una mayor armonización y coordinación tributaria. Cuanto mayor sea la escala de la imposición fiscal y de la recaudación, mejor para las posibilidades de supervivencia de nuestro Estado social. Sin embargo,
en materia de gasto público, su determinación puede y debe seguir la lógica contraria y distribuirse más hacia los entes locales e intermedios que hacia los centrales. Si conseguimos reconducir la escala municipal y dotar de verdadera operatividad a los ayuntamientos para que puedan concretar y ejecutar altos porcentajes de gasto, estaremos también preparándolos para afrontar eficazmente, y con decisión, los retos del presente y del mañana, comenzando por su propia supervivencia demográfica.
La acuciante transición ecológica y el imperativo cambio del modelo productivo español no podrán materializarse si abandonamos nuestro propio país y si continuamos con la irracional hiper-concentración en las grandes ciudades. Comenzar por repensar el diseño territorial y administrativo de España, y de la España rural, debe ser el primer paso.