Los líderes autoritarios, cuanto más tiempo están en el poder, más represivos se vuelven y Recep Tayyip Erdoğan no es una excepción. Pocos recuerdan ya a aquel líder que formó parte del proyecto de la Alianza de Civilizaciones y, sin embargo, su nombre se asocia cada vez más a represión y vulneración de derechos.
Erdoğan forma parte del grupo de políticos que, de manera progresiva, durante la última década han ido minando poco a poco las bases sobre las que se sostienen la democracia liberal y el Estado de derecho. Concentración de poder, quiebra de la libertad de expresión, persecución a los miembros de la oposición y un afán inconmensurable de permanecer en el poder son rasgos que comparte con todos ellos.
El fallido golpe de estado de 2016 aceleró la deriva política autoritaria de Erdoğan; una deriva que nunca se ha visto perjudicada gracias a la extremada importancia geopolítica que tiene para sus socios principales, la UE y la OTAN. Y todo ello a pesar de que las tensiones han ido en aumento en los últimos años.
El 'sillóngate', la utilización de los refugiados como mecanismo de presión contra la UE o la más reciente crisis en el Mediterráneo oriental, en la que se vieron involucrados Chipre, Grecia y Francia son sólo algunos de los hitos más recientes. A todos ellos se suma la que ha tenido lugar durante estos días, con la declaración de
persona non grata emitida por el presidente turco a los embajadores de 10 países que habían pedido la liberación del activista Oman Kavala, en prisión sin condena firme desde 2017, solicitud respaldada por varios llamamientos en este sentido por parte del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo.
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Así, no parece que una decisión tan drástica se haya producido de manera aislada de otras cuestiones. Por un lado,
el deterioro de su popularidad, ya que, según las encuestas, de cara a las elecciones de 2023 estaría en la cuarta posición tras los alcaldes de las principales ciudades del país. Habría perdido el voto joven y el voto urbano a manos de la unión de toda la oposición. Por otro lado, la galopante crisis económica ha llevado a la devaluación de la lira turca hasta sus mínimos históricos y el incremento del desempleo preocupa al líder turco. La tensión en el país se ha disparado durante las últimas semanas y
son constantes las movilizaciones y su represión, signos inequívocos de que el régimen se siente débil.
Con esta situación, hay quien no ha dudado en vincular este hecho con
la crisis diplomática, abierta con la intención de desviar la atención de estos problemas domésticos poniendo el foco en el exterior; una maniobra de manual ya observada en otros regímenes de naturaleza similar: visibilizar un conflicto externo para unificar voluntades en el interior y reforzar el poder.
Erdoğan confía ciegamente en su capacidad de presión y negociación. Sabe que es un aliado estratégico y cómplice necesario de la
externalización migratoria para la Unión Europea; y también, que los estados miembros de la UE siempre han orientado sus relaciones con Turquía sobre la base de sus intereses nacionales y, por tanto, su capacidad de presión es muy limitada.
Si
Bruselas no ha sido capaz de responder de manera contundente a órdagos internos como el polaco, no parece probable una reacción diferente ante un país del que se ha hecho extremadamente dependiente en términos geopolíticos, no en vano la seguridad de sus fronteras ahora depende de Ankara. Poco importa si el régimen que gobierna es o no una democracia.
Como se esperaba,
hubo tensión, pero todo se ha resuelto sin consecuencias destacables. Las embajadas concernidas manifestaron que acatan las convenciones internacionales sobre no injerencia y así esquivaron una crisis diplomática sin precedentes. Una vez más,
Turquía sale incólume y el régimen obtiene un resultado favorable a sus intereses, algo que le va muy bien a Erdogan en un momento en el que su popularidad se ha derrumbado.