Reconociendo el inmenso daño humano que el coronavirus ha causado en el Viejo Continente, y con un mensaje personal de afecto al primer ministro británico, Michel Barnier comenzó su rueda de prensa tras la segunda ronda de negociaciones para la relación futura con el Reino Unido. Apenas han pasado dos meses desde el final de la primera, pero examinando el clima político y las prioridades de cada parte podría llegar a pensarse que han pasado años. Empezando por los propios líderes: Barnier se ha reincorporado a las negociaciones tras dar positivo y guardar el preceptivo aislamiento. Y Boris Johnson, flamante primer ministro británico tras su
aplastante victoria de diciembre, ha padecido la enfermedad de forma especialmente virulenta, llegando a ingresar en cuidados intensivos y requerir ventilación mecánica. Esta misma semana, ya recuperado totalmente, ha sido padre por
¿sexta? vez. Ahí es nada.
Y, para la opinión pública europea y británica, que ha asistido estupefacta al desarrollo incontrolado de la peor pandemia del último siglo y a un confinamiento propio de tiempos pretéritos, puede resultar sorprendente que, al salir de casa, el
Brexit siga estando ahí. Que, en un momento en el que los estados europeos se ven obligados a confrontar todos los traumas y heridas que dejó la Gran Recesión, la negociación para una relación futura entre la Unión Europea y el Reino Unido siga siendo algo que requiera de nuestra atención.
Y lo sigue siendo, qué duda cabe; aunque hablar de ello parezca anacrónico. El 31 de enero de este año (hace tres meses), el Reino Unido salió de la Unión Europea. Pero, aunque oficialmente saliese,
no cambiaron los elementos sustanciales de la arquitectura normativa que sostiene los flujos de bienes, capitales, servicios y personas entre el Reino Unido y el continente, por existir un periodo de transición hasta el 31 de diciembre de 2020 (la fecha del "
economic Brexit", en palabras de Barnier). La relación futura, que regirá esos flujos a lo largo del Canal, es lo que está en juego en las actuales negociaciones.
Si existe un momento que pueda dar lugar a una disrupción severa, es éste.
[Recibe los análisis de más actualidad en tu correo electrónico o en tu teléfono a través de nuestro canal de Telegram]
En su rueda de prensa de la semana pasada, además de reconocer que el contacto telemático dificultaba las negociaciones, insistió en que si se quiere llegar al 30 de junio (fecha en la que decidir si se prorroga el periodo de transición) con los deberes hechos es necesario ir más allá de las clarificaciones sobre las respectivas posiciones negociadoras. Barnier había incidido en su última rueda de prensa previa al confinamiento en que
hay cuatro áreas en las que existen serias divergencias entre la posición negociadora europea y la británica. Y no parece que hayan cambiado en las últimas semanas:
- En primer lugar, fijar el 'level playing field' (al que Nacho Alarcón comparó, muy acertadamente, con un futbolín), consistente en establecer una base regulatoria que no favorezca desproporcionadamente a ninguna de las partes (con estándares laborales, de salud, medio ambiente, etc) cuando compitan en el futuro. La UE teme, y con razón, que el Reino Unido quiera convertirse en un territorio desregulado, haciendo competencia desleal a las empresas europeas (mediante impuestos bajos o ayudas de Estado, entre otros). El level playing field sería la garantía de que eso no pase.
- Por otro lado, existen grandes desacuerdos en torno a la seguridad, centrados en el rol del Tribunal de Justicia de la UE en el futuro (uno de los caballos de batalla del movimiento 'brexiter') y en el deseo británico de abandonar la Convención Europea de los Derechos Humanos, lo que tendría graves implicaciones en materia antiterrorista.
- A eso se suma la política pesquera, que el Reino Unido pretende negociar periódicamente al margen del resto de la relación futura.
- Y, por último, la llamada 'estructura', esto es, el formato del acuerdo. Mientras Reino Unido quiere basar la relación futura en una pléyade de acuerdos sectoriales (tal y como sucede con Suiza, que tiene numerosos acuerdos bilaterales con la UE, lo que genera innumerables problemas prácticos), la Unión apuesta por un acuerdo global que no replique esos problemas.
Lo cierto es que se ha avanzado poco desde la apertura de las negociaciones, algo que no deja de ser lógico: si algo nos ha enseñado el tortuoso proceso de salida es que las cosas se mueven despacio hasta que los plazos apremian. Para quienes, ufanos, sostenían que la crisis de la
Covid-19 iba a desembocar en un mayor pragmatismo por parte de los británicos y a diluir algunas líneas rojas, esta segunda ronda ha sido un jarro de agua fría.
Y ese bloqueo no es algo que pueda enmascarar la cordialidad esgrimida por la parte europea. La estrategia de Johnson (a la que me referí en un
artículo anterior, y que básicamente buscaba poder fragmentar la negociación por áreas para que sea así más ventajosa para el Reino Unido; la famosa
estructura) demuestra que el Gobierno británico se halla más condicionado por sus propias líneas rojas de lo que cabría esperar. A pesar de contar con una cómoda mayoría absoluta, el primer ministro no parece dispuesto a pagar el precio de un acuerdo con concesiones en las cuatro áreas de fricción. La opción de que Reino Unido
tire por la calle de en medio, tal y como ha dejado caer Johnson en numerosas ocasiones, sigue abierta.
El problema es que este tipo de retórica en boca de una de las partes negociadoras no hace sino incrementar las probabilidades de que un error de cálculo saque al Reino Unido del periodo transitorio (que no es sino un marco regulatorio provisional), toda vez que los líderes europeos han aprendido la lección y no quieren que vuelvan a producirse las prórrogas encadenadas. Para la Unión, la cuestión mollar ha sido en todo momento la relación futura (esto es, cómo mantener los flujos con el Reino Unido sin desbaratar el mercado único) y no tanto las cuestiones de la soberanía (esenciales para el liderazgo
tory, que había de contentar a su base electoral). A pesar de todo lo acaecido en los últimos años, parece que esto es algo que sigue sin entenderse en Londres.
Así las cosas, tras el parón del confinamiento nos hallamos más cerca de la fecha límite para decidir la ampliación del periodo de transición (30 de junio), y parece cada vez menos factible concluir las negociaciones a tiempo a final de año. De no haber acuerdo, se produciría el
economic Brexit y, esta vez sí, habría disrupciones generalizadas en las cadenas de suministro y un perjuicio económico severo. Johnson ha reiterado que no pedirá una prórroga, por lo que es previsible que siga creciendo la inquietud con respecto a una salida no negociada y sus implicaciones sobre la economía.
No deja de ser paradójico que una eventualidad como la crisis de la
Covid-19 (todo un
easter egg de la globalización) haya puesto el foco precisamente en la principal vulnerabilidad de nuestro sistema: la fragilidad de la infraestructura que sustenta aquello que hemos dado en llamar desarrollo económico. La infección no deja de ser un reflejo del tiempo en que nos ha tocado vivir, desplegando su efecto destructivo también sobre la economía y, más concretamente, sobre cadenas de suministro e índices bursátiles, al menos en un estadio temprano.
Los riesgos que lleva aparejada la salida del Reino Unido son también hijos de su tiempo. Negociar la relación futura consiste, haciendo uso de una metáfora muy acertada del presidente
Adolfo Suárez, en "cambiar las cañerías sin cortar el agua". Y, en un continente tan dependiente del comercio, la perspectiva de pararlo todo durante unos meses, aunque fuese para crear una infraestructura mejor, nos resulta francamente aterradora. Por eso las bravuconadas de Johnson, en los episodios tempranos de la negociación, sólo podían interpretarse como una toma de posición, y no como una verdadera voluntad de salir sin una infraestructura adecuada. Pero el confinamiento ha hecho correr el reloj y no parece que, a pesar de todo, nada sustancial haya cambiado en su aproximación a la negociación.
Si algo hemos aprendido de la historia de Europa es que los errores de cálculo pueden llevarnos precisamente a aquellos lugares que buscábamos evitar. La era de la disrupción, con todo lo que comporta, ya está aquí.