5 de Mayo de 2020, 16:34
Las consecuencias económicas de la pandemia han estado presentes desde el primer momento y, al menos para España, con una premisa política evidente: el Estado no podrá superar por sus propios medios, a corto y medio plazo, los efectos devastadores del confinamiento. En gran medida, porque la devaluación interna (recorte del gasto público y los salarios) con la que se afrontó la crisis de 2008 había dejado al país en grave debilidad; una fragilidad que incluía un perfil político, pues desde 2015 nuestros dirigentes no hallan la fórmula para gobernar de manera efectiva en un sistema post bipartidista. Se entiende así que el Ejecutivo español rápidamente fomentase en la Unión Europea el debate sobre dos técnicas hasta ahora inéditas: la deuda pública respaldada por la Unión, o por todos sus estados solidariamente, y fondos no finalistas e incondicionados; es decir, sin más austeridad.
Antes de situar la sentencia del Tribunal Constitucional alemán, conviene hacer un poco de historia. La crisis económica de 2008 implicó dos grandes novedades en la Unión. De un lado, fuera de ella pero con su patrocinio, se creó el Mecanismo Europeo de Estabilidad (Mede). Ante la incapacidad de un Estado para financiarse en los mercados privados, el Mede le presta dinero no sólo bajo condiciones financieras, sino también bajo criterios político-económicos (sinónimo de austeridad). La otra novedad fue una serie de acciones no convencionales adoptada por el Banco Central Europeo (BCE), destacando la compra de deuda pública en los mercados secundarios para aliviar así a los estados con problemas de solvencia y liquidez.
Comprender la decisión del Constitucional alemán obliga a detenernos mínimamente en la actuación del BCE. A diferencia de un banco central tipo, el europeo (y con él, los de cada Estado miembro) no puede adquirir deuda pública directamente a esos estados. Pesa sobre ellos una prohibición recogida en los Tratados que fue clave para que Alemania aceptase la Unión Monetaria, dada su aversión histórica a la inflación como síntoma de la pérdida adquisitiva de los ciudadanos. Para circunvalar ese impedimento, desde 2008 el BCE compra la deuda en los mercados secundarios, es decir, a todo tipo de particulares, logrando así acercarse a la la función propia de un banco central, la de último pagador, dispuesto a tomar títulos públicos sin límite para reactivar la economía y robustecer la financiación de los países miembros, algo que estamos viendo de nuevo en estos días.
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En Alemania, algunos parlamentarios consideraron que estas medidas eran un fraude de ley y el asunto acabó llegando al Constitucional, que planteó una cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia de la Unión. Fue un momento de alta tensión, en el que el tribunal germano amagó, pero al final pareció reconducir las aguas pro futuro, al declarar que sólo corregiría al Tribunal de Justicia cuando el juicio de éste fuese irrazonable. Los más optimistas entonces (2014) pensamos, que aunque el Constitucional se guardaba una carta, era difícil imaginar que en alguna ocasión tachase de arbitraria una sentencia del Tribunal de Justicia.
Ese momento ha llegado. En su decisión de hoy, el Tribunal Constitucional considera que el Tribunal de Justicia de la Unión no ha valorado suficientemente la proporcionalidad de las medidas adoptadas por el BCE. El Tribunal de Justicia enjuició en 2018 esas medidas y se limitó a verificar que la actuación del BCE estaba razonablemente motivada; posición bien comprensible cuando se quiere ser deferente con quien posee la competencia técnica para definir un mecanismo nada sencillo. Pero el Constitucional entiende que el Tribunal de Justicia tendría que haber sancionado la falta de ponderación por parte del BCE de las consecuencias político-económicas de un programa que, dado su volumen, por encima de dos billones de euros, va más allá de la mera refinanciación.
En concreto, reprocha al BCE y al Tribunal de Justicia que no hayan tenido en cuenta los siguientes factores: los efectos sobre los estados receptores, que se abandonarán a una deuda pública masiva; impulsar los créditos bancarios pese al bajo tipo de interés; mantener vivas empresas inviables; generar una burbuja inmobiliaria, y perjudicar a los inversores prudentes y propietarios, sobre todo en referencia a los fondos de jubilación.
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¿Qué consecuencias tiene la decisión? En términos jurídicos, son limitadas. Vincula sólo a las instituciones alemanas, en especial al Bundesbank, que no podrá colaborar en la compra de deuda. No afecta, sin embargo, a la validez del programa del BCE, que seguirá en marcha a través de los restantes bancos centrales nacionales. Y, lo que es más importante, el Tribunal Constitucional muestra algo de piedad al señalar que los programas lanzados por el BCE para la pandemia no eran objeto de control (lo que no excluye que lo sean en el futuro), por lo que mantienen su operatividad; también para el Bundesbank.
Las consecuencias políticas son dobles. Por un lado, el Tribunal Constitucional pone bajo estricta vigilancia los futuros planes de compra del BCE; a este respecto, nadie debe olvidar que éste era el único ámbito de la Unión donde Alemania no tenía un peso dominante. Por otro lado, delimita el campo de actuación del Gobierno alemán en las futuras negociaciones de reconstrucción. El Tribunal Constitucional le ha recordado en el momento justo la gran línea roja: no aceptará ningún tipo de medida que evoque un Estado federal. Queda así poco margen para los eurobonos o para cualquier otra acción que implique una redistribución de riqueza más allá del Presupuesto ordinario de la Unión.
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