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Políticas económicas para grandes crisis: una mirada desde la historia

Miguel Laborda Pemán

10 mins - 29 de Abril de 2020, 19:55

Apenas cuatro años antes del crac de 1929, T. S. Elliot dejó escrito que "así es como termina el mundo: no con una explosión, sino con un lamento". Otra cita: "Acéptelo, Fouché, el futuro está hoy en el pasado", le dice Talleyrand al ministro de Napoleón en el inquietante diálogo recreado por Brisville. Aunque sepamos que, en la generosa perspectiva del muy largo plazo, la actual crisis es más un lamento que una explosión, algunos de los análisis más solventes (como éste o éste) dibujan un escenario económico inmediato desconocido por su devastación. Es tal la novedad del impacto que los únicos puntos de referencia con los que contamos para ponerlo en perspectiva y, sobre todo, pensar en soluciones están en el pasado. 

Una mirada a los datos revela por qué la guerra es una metáfora tan acertada para describir la situación actual. La figura de abajo muestra la tasa de crecimiento económico en Europa occidental y en nuestro país durante los últimos 150 años. Si nos fijamos en España, una caída del Producto Interior Bruto (PIB) per cápita en el entorno del 8% para 2020 sólo sería comparable con las debacles económicas de la Guerra de Cuba, la Guerra Civil y la posguerra más dura. En Europa, un impacto semejante sólo se observa durante las guerras mundiales. Ni siquiera durante la Gran Depresión vivieron los europeos un 'shock' económico comparable. Sólo una cifra: por cada semana de confinamiento, se reduce en un 1% la creación de riqueza.
 

Pero más relevante que la propia magnitud de la caída es su naturaleza y su rapidez. Al igual que en la fase inicial de una guerra, y a diferencia de lo que ocurrió en 1929 y 2008, nos encontramos ante un shock de oferta (cadenas de suministro paralizadas, empresas cerradas) que ha sido capaz de provocar en unas pocas semanas una espiral de empobrecimiento que anteriores crisis históricas tardaron años en crear. Un agente microscópico llamado SAR-Cov-2 genera daños en nuestras economías mucho más rápidamente que los ejércitos más potentes de la historia. Quédense con esto: la simetría en la infección (todos podemos infectarnos) y la asimetría en el impacto económico (algunos sufrimos más las consecuencias); ahí radica una de las claves para pensar las soluciones.
 
El objetivo central de toda política económica pasa ahora por evitar que lo que es una caída de oferta y demanda temporal se convierta en quiebras de empresas, desempleo a largo plazo e impagos al sector financiero. Que el principal responsable de impulsar la recuperación sea el Estado es, hasta cierto punto, algo natural. Resulta difícil imaginar que, en un entorno tan incierto en el que las señales habituales se ven tan distorsionadas, no sea la capacidad de coordinación pública la que asuma de manera principal la respuesta a semejante debacle. Si la historia europea nos dice algo es precisamente esto: han sido shocks como las guerras los catalizadores principales del Estado y su papel en la vida cotidiana. El debate real no parece ser, por tanto, Estado sí o Estado no, sino cuánto y hasta cuándo. A pesar de algunas voces críticas, análisis solventes coinciden en señalar que, en situaciones de crisis extremas, las políticas públicas funcionan; y que, de hecho, son ellas las que explican por qué la Gran Recesión no se convirtió en una nueva Gran Depresión, y las que podrían marcar la diferencia en esta Gran Reclusión.

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Es la política fiscal la que tiene todas las papeletas para asumir ese papel. Que, bajo ciertas condiciones, un activismo monetario intenso (préstamos directos al sector privado por parte del banco central, incremento de la oferta de dinero) funciona lo demuestran episodios como las guerras napoleónicas, la Gran Depresión o la Gran Recesión. Pero si hay alguna política económica sobre la que la historia proyecte su amenazadora sombra es ésta: fue tal el trauma alemán derivado de la muy laxa política monetaria del Reichsbank hace un siglo que sería casi milagroso que prosperasen algunas llamadas recientes a que el Banco Central Europeo (BCE) ayude a fondo perdido en la reconstrucción post-Covid. De forma similar a lo que ocurría con el patrón oro hace 100 años, los compromisos internacionales asumidos (en nuestro caso, la independencia de un BCE modelado a imagen y semejanza del Bundesbank) cierran esa vía en el corto plazo, al menos en la UE

Será, pues, el gasto público quien asuma las riendas de la recuperación, aunque de forma desigual en los distintos países de nuestro entorno (asimetría en el impacto, recuerden). Como muestra la figura de abajo, las medidas que tome el Gobierno para mitigar el impacto de la Covid-19 (mucho gasto directo por caída del empleo en un mercado laboral tan disfuncional como el nuestro) aproximarán el peso del gasto público a niveles (casi) nunca vistos. De hecho, shocks similares a éste (especialmente, las guerras mundiales) han supuesto habitualmente un incremento brutal del gasto público en Europa. Quédense también con esto otro: en última instancia, fue sólo la voluntad y el consenso políticos de la segunda posguerra lo que reamente puso al continente en un nuevo equilibrio (el Estado del Bienestar). La política importa, y mucho. 
 

Aunque, con frecuencia, los shocks han supuesto revoluciones en los impuestos, en España, con un sistema fiscal tan ineficiente, ese ingente gasto público se financiará fundamentalmente pidiendo prestado en los mercados. Tenemos pruebas históricas de sobra de que una excesiva deuda pública no es buena: cuando los países deben mucho dinero, suelen crecer menos. Y cuando esa deuda pública coincide con un sector financiero en apuros, como a partir de 2008, es aún peor. Si a finales de este año la deuda pública en nuestro país ronda, como se espera, el 120% del PIB, nos encontraremos en una situación inédita en los últimos 150 años. Miren la figura de abajo. Sólo en la tumultuosa España del Sexenio Democrático y los inicios de la Restauración fue tan elevado el endeudamiento, lo que con frecuencia supuso la retirada de los inversores extranjeros, renegociaciones continuas y gastos en intereses del 30% del PIB (!).
 

De todos modos, la historia nos enseña que la clave aquí no es tanto un volumen elevado de la deuda (miren si no a Reino Unido), sino cómo de sostenible es. Aun cuando el endeudamiento europeo alcanzó cifras récord en Europa tras la Segunda Guerra Mundial, lo pujante del crecimiento económico y lo reducido de los tipos de interés evitó las dinámicas explosivas. Lo que ocurre es que ahora tenemos tipos de intereses bajos (gracias, Mario), pero no crecimiento. En cierto modo, hemos vuelto al 'mundo de ayer', el de antes de 1914, donde era el esfuerzo fiscal de los países endeudados (impuestos elevados y gasto público reducido, con un enorme impacto social) el que aseguraba la reducción de la deuda. ¿El problema? Que ahora tenemos también votantes. 

Ante este escenario, la duda no es tanto si Europa ayudará, sino cómo lo hará. Con una política monetaria tan constreñida y una hacienda europea inexistente, el papel más inmediato de la Union Europea sólo pasa por aliviar algo la carga de los miembros más endeudados del club. Pero las medidas adoptadas hasta la fecha (relajación de estándares fiscales, avales y créditos, alivio en el coste de la deuda) van más dirigidas a masajear los hombros cansados que a ofrecer otros brazos más frescos. Mientras que las voces más altas de Alemania y Holanda rechazan una transferencia de riesgos explícita, España e Italia son las principales interesadas en que sea la propia Unión la que asuma más directamente la factura del virus. Un nuevo Plan Marshall financiado directa o indirectamente por todos los contribuyentes europeos reduciría el inevitable incremento de la deuda pública.



En la superficie, el conflicto que se está dirimiendo estos días es por mover más acá o más allá la divisoria de esta factura tan cara: cuanto más estén dispuestos a colaborar los defensores de la disciplina fiscal desde Bruselas, menos tendrán que pagar de su propio bolsillo los países del sur. De un lado, quienes advierten de las consecuencias catástróficas que, para la estabilidad económica, tendrían los incentivos perversos de una factura compartida; de otro, quienes agitan el fantasma nacionalista como la consecuencia más evidente de un ajuste estructural permanente. Perdidos en ese juego de culpas nos vamos aproximando al precipicio

Mientras que en 2012 había más motivos para que la imagen de las hormigas laboriosas y las cigarras disfrutonas calase en buena parte del votante europeo, ahora ese discurso es menos creíble. Acuérdense: aun a pesar de un asimétrico impacto económico entre los vecinos europeos, el hecho de que ahora todos podamos infectarnos desbarata cualquier intento por delimitar de forma precisa las responsabilidades de esta debacle. En 2012, los buenos (el muy virtuoso contribuyente alemán) y los malos (los muy pródigos bancos mediterráneos) estaban claros. Y eso explica quién terminó pagando la factura.

Pero ahora es distinto, y es por eso por lo que sólo será la política, y no los tecnócratas, la única capaz de sacarnos realmente del embrollo. En el fondo, el conflicto real de estos días no es sobre cifras: es sobre creencias y valores. De un lado, aquellos que piensan en términos de una comunidad europea en la que no hay buenos ni malos: de otro, quienes, no sin alguna razón, siguen haciendo de la ética protestante la principal explicación de sus virtudes y nuestras taras. En el sur, de hacerse bien algo, sólo es el amor. Sólo pueden ser los liderazgos políticos quienes jueguen la batalla de las creencias.

Desde las Ciencias Sociales sabemos que solamente cooperan quienes se sienten amenazados de forma similar. Es sólo si nos sabemos en un mismo bote que se hunde cuando nos ponemos a remar en la misma dirección. De forma algo paradójica, la misión de los líderes políticos que apuestan estos días por la implicación definitiva de la Unión Europea pasa por ser capaces de proyectar la imagen de una barca compartida en la mente del votante europeo. Si apelar a los ideales de una comunidad política europea no es suficiente, habrá que recurrir a argumentos más terrenales: la interdependencia económica en un mercado único irrenunciable. Pero eso ya no es economía, ni siquiera historia: es liderazgo político, casi magia. Ni el mejor manual de historia económica nos daría las pistas sobre cómo hacerlo.
 
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