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Sentido y sensatez en las restricciones a la movilidad humana

Luicy Pedroza

29 de Abril de 2020, 19:48

En tiempos de pandemia las fronteras son más palpables que nunca, incluso en espacios supranacionales que se había deshecho de ellas, como el espacio Schengen en Europa. En aras de la contención del virus, líderes estatales en todo el mundo han asumido poderes extraordinarios, y algunos, como Donald Trump y Viktor Orbán, aprovechan para recurrir al lugar común de atribuir a los inmigrantes amenazas para la seguridad y el bienestar de sus nacionales.

Claramente, la reciente decisión del presidente estadounidense de impedir temporalmente toda inmigración no obedece a la necesidad de contener la pandemia, pues las fronteras de ese país están cerradas desde marzo. Su política migratoria está cimentada simbólicamente en el recurso retórico de la construcción de un muro que proteja a Estados Unidos de los inmigrantes. Ya desde que asumió su cargo, declaró prohibida la entrada a nacionalidades enteras. Aunque la decisión no sorprenda a nadie, pues, el que un país como Estados Unidos frene toda inmigración preocupa por lo que significa para un orden mundial basado en la globalización, y llega en un momento en el que los países democráticos deberían estarse preguntado no cómo cerrar fronteras, sino cómo reabrirlas.

Como sociedades abiertas y democráticas, ¿hasta dónde podemos aceptar la restricción de la movilidad, y cuáles son las consecuencias de aceptar que se imponga a los migrantes un régimen de movilidad diferente del que rige para los nacionales?

Fronteras internas y externas, movilidad de los propios y extranjeros

El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el grueso de las constituciones de la mayoría de los Estados-nación del mundo garantizan la libertad de los nacionales para moverse dentro de su territorio. Por el contrario, la movilidad entre fronteras estatales es un ámbito en el que los Estados-nación ejercen celosamente su soberanía para determinar quién entra o no y cómo.

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Aun así, la distinción entre una y otra movilidades es un instrumento de los estados y sus fronteras. Algunas migraciones interiores superan la internacional en términos de la distancia física y cultural que los migrantes deben recorrer, por no hablar de la distancia en términos de clase social, que en muchos países suele separar tajantemente el ámbito rural del urbano. Por ello, cuando examinamos las restricciones de movilidad, es crucial no dar por sentado que sólo incumbe a los migrantes internacionales.

De hecho, estas semanas estamos observando restricciones a la movilidad que se aplican tanto a los migrantes internos como a los internacionales: aunque los primeros se ven menos afectados, las autoridades sub-nacionales de varios estados-nación han limitado su movilidad con medidas que van desde prohibir el funcionamiento de servicios de transporte hasta controlar sus fronteras.

Esto es palpable en los desgarradores informes sobre las consecuencias de las decisiones de los gobiernos provinciales de la India, que bloquearon la movilidad de unos 300 millones de trabajadores informales que se desplazan diariamente dentro del país. Estas restricciones no sólo eliminaron sus únicas fuentes de ingresos, sino que condenaron a miles de ellos a quedar atrapados, hambrientos y sin techo, en una especie de tierra de nadie dentro de su propio país, incapaces de sostenerse en las ciudades donde viven o de conseguir transporte para volver a sus lugares de origen. Un elocuente artículo de Arundhati Roy reveló que muchos han muerto al embarcarse en viajes a pie por desesperación, mucho antes de que el número de personas enfermas de Covid-19 comenzara a subir. Cuando el derecho a la vida depende de la movilidad, restringir el derecho a la movilidad puede ser una condena a muerte.

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Con todo, para millones de personas en todo el mundo es hoy más necesario que nunca tener un pasaporte y no otro, un estatus migratorio y no otro, porque muchos derechos están siendo filtrados a través de los papeles que portamos: el derecho de movernos de donde estamos, de permanecer donde hemos construido nuestras vidas, de regresar a nuestro lugar de origen.

Las restricciones a corto y largo plazo

Cuando los gobiernos de varios niveles tratan de contener la propagación del virus, es sensato restringir drásticamente el movimiento de poblaciones. Sin embargo, algunas restricciones que tienen sentido a corto plazo adquieren ángulos discriminatorios que, de no re-evaluarse, carecen de justificación y pueden afianzar una nociva jerarquización de derechos a largo plazo.

En las primeras semanas de la pandemia, las políticas de muchos estados ante el enemigo invisible se asemejaron a un protocolo de guerra: cerrar fronteras y retornar a sus nacionales en el extranjero. En menos de siete días, a mediados de marzo de 2020, 93 países cerraron sus fronteras. Los gobiernos de países como Alemania, Canadá y Estados Unidos enviaron aviones a recoger a sus nacionales de distintos países. En muchos casos, estaban importando el virus en los cuerpos de sus ciudadanos, y creando incertidumbre en migrantes temporalmente fuera que no sabían si les dejarían entrar con sus diferentes visados o los rechazarían por no ser nacionales.

Los estados discriminan por papeles; el virus, no

Aunque carezcan de sentido desde el punto de vista de la contención de un virus, algunas de estas decisiones tempranas, que se tomaron marcadas por el pánico, son comprensibles a la luz de la responsabilidad de los estados en la protección de sus nacionales. Ante la falta de coordinación internacional, los gobiernos desconfían del trato que sus homólogos de otros países puedan dar a sus compatriotas, por lo que gestionan su vuelta a casa para que no tengan que afrontar la pandemia en territorio extranjero.

No es la única vía. El Gobierno colombiano cerró sus fronteras tanto a los extranjeros como a los nacionales, una medida dura, pero razonable, dada la crisis agravada del sistema de salud de Venezuela, donde residen muchos colombianos con doble nacionalidad.

En un punto intermedio, los gobiernos mexicano y portugués adoptaron un enfoque diferenciado, ayudando a regresar a los turistas y estudiantes, pero pidiendo a sus cuantiosas comunidades de emigrantes que no volvieran a corto plazo. En el caso de México, cuyos migrantes se concentran en un 98% en Estados Unidos, la extensa red consular comenzó muy pronto a informar sobre los servicios locales de emergencia al alcance de sus ciudadanos. La disposición de los consulados a actuar, incluso en ausencia de un protocolo claro de las autoridades centrales mexicanas al inicio de la pandemia, deriva de la experiencia de dos décadas con las ventanillas de salud, que incorporan servicios sanitarios básicos e información sobre su acceso a ellos entre las funciones consulares estándares.

Los estados de origen pueden responder de forma diferenciada a las necesidades de protección de sus ciudadanos en el extranjero.

El diferente valor de las vidas de las personas migrantes

Más allá de las respuestas, a veces irracionales, de los estados en relación con la movilidad, el desdén ante la situación de confinamiento que viven los migrantes internacionales dentro de los campos y centros de detención revela algo más profundo y preocupante sobre al diferente valor que se da a la vida de las personas, dependiendo de su condición migratoria. La etiqueta #LeaveNoOneBehind intenta corregir esto y denuncia que la detención de migrantes ha aumentado en los últimos años en todo el mundo. Desde Lipa, en Bosnia, a Moria, en Grecia; desde Tenosique, en México, a Cox's Bazar, en Bangladesh, el confinamiento de los migrantes en lugares que impiden el distanciamiento físico y carecen de servicios higiénicos básicos los pone (y a los trabajadores de esas instalaciones) en riesgo de muerte. Estos centros de detención suelen hallarse en áreas donde los sistemas sanitarios locales no pueden ni siquiera tratar a los nacionales. Las restricciones de movilidad ante la pandemia han paralizado incluso los escasos, y penosamente acordados, re-asentamientos de solicitantes de asilo y refugiados; pocos estados están dispuestos a hacer (minúsculas) excepciones.

Estas restricciones afectan a la mayoría de las personas en el mundo pero más, sin duda, a quienes estaban huyendo de catástrofes y necesitaban más protección humanitaria.

Por ahora, la elogiable decisión del Gobierno portugués de conceder permiso de residencia temporal a todos los inmigrantes y solicitantes de asilo en su territorio que tenían procesos en curso, así pleno acceso a los servicios de salud, sigue siendo la única medida de este tipo adoptada por un Ejecutivo nacional. Otros países europeos han dado respuestas mucho más tímidas, como períodos de gracia para la renovación de permisos mientras duren las medidas de confinamiento.

Algunos sostienen que, a medio plazo, la pandemia puede ampliar los derechos de los migrantes que suelen estar en desventaja, en los sectores agrícola y de cuidados, ya que los estados se darán cuenta de lo necesarios que son y, probablemente, compitan por una provisión regulada y previsible de trabajadores en estas actividades. Parece que los gobiernos de Alemania y Canadá se perfilan en esa dirección, al adoptar medidas extraordinarias para traer migrantes temporales para cosechar cultivos al tiempo que, en pleno pico de la pandemia, procuran que sus propios ciudadanos estén físicamente distanciados. Tristemente, la realidad es que los trabajadores rumanos y mexicanos (respectivamente) están dispuestos a utilizar transportes atiborrados para llegar a su destino laboral. Si no las atacamos, se impondrán las asimetrías en el derecho a la vida y a la salud.

Por qué proteger los derechos de todos los migrantes

La movilidad incontrolada puede generar y magnificar una pandemia. Sin embargo, cuando ésta ya es una realidad, es más productivo que los estados de origen y los de acogida desplieguen políticas sensatas, teniendo en cuenta que todos los seres humanos somos potenciales portadores de la enfermedad. El criterio es simple: para contener un virus, los gobiernos deben ser capaces de alcanzar las poblaciones (nacional, extranjera, inmigrante, emigrante) que pueden propagar ese virus y generar en ellas confianza en sus medidas, sin importar los papeles. A medio y largo plazo, los estados tendrán que explorar políticas más realistas y productivas que cerrar las fronteras a los otros y recluir a los propios: es necesario un marco de cooperación para elaborar protocolos sanitarios comunes que se apliquen a cualquier persona móvil.

Regular la movilidad en tiempos de una pandemia mundial puede parecer complejo, pero cuando toca el acceso a la salud no hay dilema político: cuidar la de las personas migrantes (internas e internacionales, emigrantes e inmigrantes) con el mismo empeño que la de los nacionales es un requisito indispensable para el bienestar de la sociedad entera.

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