Ante la crisis sanitaria, a la que se prevé que siga una gran crisis económica, se ha planteado con fuerza un debate que lleva tiempo entre nosotros, pero que ahora cobra un especial interés: ¿es legítimo garantizar un ingreso mínimo vital a todas las personas para evitar la pobreza extrema que amenaza a una parte importante de nuestras sociedades?
Se ha intentado, en la doctrina jurídica y en la jurisprudencia, argumentar sobre la necesidad de reconocer un
derecho a un mínimo vital a todos los/las ciudadanos/as de un país, como justificación y legitimación de este ingreso mínimo garantizado por parte de los poderes públicos.
Aunque podemos encontrar el reconocimiento de este derecho en algunas declaraciones internacionales de derechos humanos, esto no es común en las constituciones nacionales. Entre los derechos sociales de prestación que reconocen las constituciones democráticas de los países de nuestro entorno no es habitual encontrar el reconocimiento expreso del derecho a un mínimo vital o a unos recursos mínimos garantizados, del mismo modo que, con distinta
justiciabilidad, sí se reconocen el derecho a la educación, al trabajo, a la seguridad social, a la protección de la salud, a la vivienda, etcétera.
Sin embargo, algunos tribunales han reconocido en su jurisprudencia el derecho a un mínimo vital. Así, por ejemplo, el Tribunal Constitucional Federal alemán ha afirmado en la existencia de un derecho fundamental a un mínimo de subsistencia o mínimo vital derivado del artículo 1.1 (respeto de la dignidad humana) y del artículo 20 (principio de Estado social) de la
Constitución alemana de 1949.
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A pesar de esta falta de reconocimiento constitucional, desde distintos foros se viene reivindicando, como objetivo central de cualquier sistema de protección social en las sociedades avanzadas, la garantía de unos recursos mínimos de subsistencia para toda persona. Ahora bien, ¿qué es el derecho a un mínimo vital? Es preciso concretar el concepto para distinguirlo de otros derechos sociales. Cuando hablamos de él, nos referimos al derecho de todas las personas que forman una comunidad a contar con una cantidad mínima de recursos para hacer frente a sus necesidades más básicas (como la alimentación, la energía y el vestido).
Muchas personas tienen asegurado ese mínimo vital, bien porque cuentan con un trabajo remunerado o una pensión pública o privada, o bien porque poseen bienes económicos suficientes para no preocuparse por la subsistencia. El derecho citado trataría de dar respuesta a la necesidad de las personas que no se encuentran en esa situación. Frente a esto, se plantea un primer interrogante: ¿es legítimo y/o conveniente garantizar el derecho a un mínimo vital para las personas que no disponen de medios propios de subsistencia?
Para responder a la primera cuestión, la de la legitimidad del aseguramiento de un mínimo vital, se han esgrimido algunos argumentos. El primero de ellos tiene que ver con la libertad real. Uno de los pilares básicos del Estado de derecho es la garantía de la libertad. Pero, para que los individuos puedan disfrutar realmente de ella, es preciso que dispongan de un mínimo de seguridad económica.
Si no cuentan con recursos materiales mínimos, su derecho a la libertad será ficticio.
Una segunda justificación es el principio de igualdad, reconocido también en las declaraciones de derechos humanos y en la mayor parte de las constituciones democráticas actuales.
Para conseguir la igualdad real de todos los individuos de una comunidad, es necesario asegurar las condiciones materiales mínimas de existencia.
Como un medio para hacer efectivo el derecho a un mínimo vital con carácter universal, existe un movimiento doctrinal que propugna la concesión de un derecho a una
renta básica, y entiende éste como derivado de la ciudadanía, con independencia de cualesquiera otras consideraciones económicas, laborales, familiares, etcétera. Uno de sus representantes más importantes es el filósofo belga Phillippe Van Parijs. En España, Raventós Pañella define la renta básica como "un ingreso pagado por el Estado a cada miembro de pleno derecho de la sociedad, incluso si no quiere trabajar de forma remunerada, sin tomar en consideración si es rico o pobre o, dicho de otra forma, independientemente de cuáles puedan ser las otras posibles fuentes de renta y sin importar con quién conviva. Más escuetamente: es un pago por el mero hecho de poseer la condición de ciudadanía". A los ciudadanos deberían añadirse los extranjeros con permiso de trabajo y residencia.
Esta renta básica no debiera ser muy cuantiosa, para no desincentivar la realización de un trabajo remunerado, pero la propuesta de Raventós es que se sitúe por encima del umbral de la pobreza. Afirma que abonarla es económicamente posible: no es algo muy diferente a lo que hoy se dedica entre pensiones contributivas y no contributivas, subsidios de desempleo y rentas mínimas de inserción.
La diferencia es que también la percibirían los trabajadores asalariados, incluso los ricos. No sería preciso comprobar la situación económica de ninguna persona para abonarle la renta básica. Eso reduciría el fraude que se produce para evitar perder una prestación de desempleo o una prestación asistencial. La financiación sería a través de los impuestos, pero los trabajadores con salarios más bajos se verían favorecidos al percibir más como renta básica que la cantidad que tienen que pagar en concepto de tributos. Las personas con mayor capacidad económica pagarían más en impuestos de lo que percibirían como renta básica.
La renta básica podría garantizar el que hemos denominado
derecho a un mínimo vital, puesto que la percibirían todos los ciudadanos, con independencia de su situación económica. A través de los impuestos, el Estado recuperaría la parte que han recibido las personas que poseen suficientes medios de subsistencia.
Otra posibilidad es asegurar el mínimo vital solamente a las personas que no cuentan con medios económicos suficientes. Se trataría de generalizar las llamadas en España
rentas mínimas o
rentas mínimas de inserción, otorgándolas a todas las personas que no puedan acceder a un puesto de trabajo o a una pensión. Son otorgadas por las comunidades autónomas, en ejercicio de sus competencias en materia de asistencia social; pero no son rentas universales ni incondicionadas. Debe cumplirse una serie de requisitos (residencia en la comunidad autónoma, situación de desempleo, edad mínima, necesidades familiares, compromiso de formación para el empleo, etc.). La cobertura real varía de unas administraciones a otras, pero en ningún caso es total.
A la hora de garantizar a toda la población el derecho a un mínimo vital, existen varios mecanismos posibles, pero se puede hablar de dos grandes sistemas: 1) abonar una renta básica universal a todos los ciudadanos, incluso a la población extranjera con permiso de residencia, y 2) extender la cobertura de las rentas mínimas de inserción hasta alcanzar a toda la población en situación de necesidad.
La primera opción presenta ventajas: la gestión es más fácil, pues no hay que comprobar el nivel de ingresos de los beneficiarios y, además, no 'estigmatiza' a nadie, puesto que no es necesario demostrar que se carece de ingresos para recibir la renta. Económicamente sería viable, puesto que la renta que perciban las personas que disponen de medios económicos retornaría al Estado por vía de impuestos. Sin embargo, la sociedad ofrece resistencias a una renta de este tipo. Por ejemplo, en Suiza se realizó un referéndum en 2016 para implantar una renta básica y fue rechazado por una mayoría de los ciudadanos.
Aunque el sistema de renta básica universal es, posiblemente, el más justo y el más fácil de gestionar a largo plazo, es posible que nuestras sociedades no estén aún preparadas para su implantación. Entretanto, la situación actual urge a actuar para evitar la extensión de la pobreza hasta límites insoportables. El Gobierno ha anunciado que en mayo comenzará a otorgarse un ingreso mínimo vital. Todavía no ha presentado su propuesta detallada de cómo lo llevará a cabo, aunque parece que se inclina por completar, con prestaciones de la Seguridad Social, las rentas que actualmente abonan las comunidades autónomas. Este sistema plantea algunos problemas, pues el hecho de que coexistan las prestaciones autonómicas y estatales puede ser difícil de gestionar. Es posible que existan familias que reciban varias rentas y familias que queden fuera de toda cobertura.
En el ordenamiento jurídico español, la protección social es una competencia compartida por el Estado y las comunidades autónomas y las determinaciones constitucionales, no demasiado claras, han provocado una cierta conflictividad en este reparto competencial. Según la Constitución, el Estado tiene, en materia de Seguridad Social, competencia sobre la legislación básica y régimen económico (artículo 149.1.17ª CE), mientras que a las comunidades autónomas les correspondería la legislación de desarrollo de las leyes estatales y la ejecución. La asistencia social, sin embargo, es competencia exclusiva de éstas últimas (art. 148.1.20ª CE), y así ha sido asumida en los estatutos autonómicos.
Un posible sistema alternativo sería que
las comunidades autónomas ampliasen la cobertura de las rentas mínimas de inserción, intentando cubrir a todas las personas necesitadas de su territorio. Unas bases estatales intentarían homogeneizar un mínimo de protección en todo el territorio nacional. La Seguridad Social, como competencia compartida entre el Estado y las autonomías, daría cobertura a una regulación de este tipo, pues, como ha afirmado el Tribunal Constitucional, la Seguridad Social hoy también incluye hoy lo que se ha denominado
asistencia social interna (
sentencia 239/2002), que realiza prestaciones asistenciales de carácter complementario, para cuyo otorgamiento se tienen en cuenta criterios no contributivos, sino característicos de las prestaciones de la asistencia social denominada
externa, como son la insuficiencia de recursos disponibles del beneficiario.