Ya nadie discute que la pandemia global de la Covid-19 es el shock más importante y devastador que ha sufrido el mundo en décadas. A la pérdida de vidas humanas hay que sumar una recesión económica inédita, de la que todavía no se sabe cómo ni cuándo saldremos. Además, si nos guiamos por otras experiencias traumáticas pasadas, no es descabellado aventurar que a la crisis sanitaria y económica le seguirá una crisis política de consecuencias todavía imprevisibles, tanto en los países avanzados como en aquellos con menos recursos.
En este contexto, se está imponiendo la tesis de que nada volverá a ser igual después de la pandemia. Pero, ¿cómo será? Hasta que se consiga una vacuna viviremos en una realidad distópica, caracterizada por el distanciamiento social y las mascarillas, el confinamiento de nuestros mayores, el cierre de fronteras, el uso de apps para geo-localizarnos y luchar así contra rebrotes, el teletrabajo (en la medida de lo posible), la moratoria de los viajes en avión y las tremendas consecuencias económicas de una recesión cuya magnitud todavía nos cuesta imaginar. Sin embargo, bien pudiera suceder que la nueva normalidad post-corona no sea tan diferente a la de 2019.
Lo más probable es que algunas de las tendencias que ya estaban en curso se refuercen, como la plasmación de los límites y riesgos de la hiper-globalización (que llevarán a cierto repliegue del comercio y a la puesta en valor de algunas industrias estratégicas); el descrédito de las políticas neoliberales (que han dejado a los estados mal preparados para afrontar la pandemia y han reforzado el individualismo en detrimento del sentimiento de comunidad); el aumento de la desigualdad (derivado de las distintas capacidades de los ciudadanos para aprovecharse de la internacionalización y la digitalización); o el ensimismamiento de Estados Unidos (que por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial está renunciando a ejercer un papel de liderazgo internacional y se está replegando).
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También sabemos que saldremos de esta crisis con niveles de deuda pública mucho más altos (sólo vistos en tiempos de guerra) y con una ciudadanía que reivindicará mayor protección (en términos sanitarios y económicos) a las autoridades públicas y, por tanto, con un re-equilibrio entre el mercado y el Estado a favor del segundo, que seguramente vendrá acompañado de más impuestos, regulaciones y de un auge del soberanismo en detrimento del internacionalismo. También es esperable que aprovechemos lo aprendido sobre las posibilidades que ofrece la tecnología para cambiar algunas de nuestras prácticas laborales, desplazarnos menos y así contribuir, algo, a la lucha contra el cambio climático.
Sin embargo, todos estos cambios, aun sumados, no darían lugar por sí mismos a una transformación radical ni en las relaciones internacionales ni en los equilibrios sociales y políticos dentro de los países. Serían cambios incrementales o aceleradores de tendencias ya existentes, como la des-occidentalización del mundo y el auge de Asia, el aumento de la desigualdad, los problemas para la cooperación multilateral derivados de la rivalidad geoestratégica entre China y Estados Unidos, las dificultades de la Unión Europea para actuar de forma concertada o el profundo impacto que la digitalización ya está teniendo sobre el mercado laboral.
Los cambios que sí podrían suponer un punto de inflexión y la aparición de un nuevo paradigma son precisamente los más difíciles de aventurar. Y, a día de hoy, como todavía estamos caminando entre la niebla de la incertidumbre radical, son imposibles de anticipar. Sin embargo, sí que se pueden intentar definir algunas preguntas.
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La primera es si China aprovechará la situación para ocupar el vacío de poder que está dejando Estados Unidos y logra proyectarse hacia el exterior y convertirse en una auténtica potencia global con vocación de liderazgo, legitimidad y recursos para desplegar más allá de sus fronteras. Es poco probable que pueda conseguirlo. La pandemia se originó en Wuhan y, aunque el Gobierno chino está intentando reescribir la historia sobre la base de su éxito en controlar los contagios y su apoyo sanitario a otros países (sumados a la desinformación), tendrá muchas dificultades. Además, conforme avance la recesión global se verá obligada a centrarse en el frente doméstico. De hecho, si la ciudadanía china deja de vincular el actual régimen político con el progreso material y la prosperidad, podría tener problemas políticos internos.
La segunda es si la Unión Europea, que ha mostrado una clamorosa falta de unidad en su reacción inicial a la pandemia (igual que Estados Unidos, dicho sea de paso), es capaz de rectificar y salir fortalecida mediante una mayor integración y solidaridad. La otra alternativa sería que se dividiera aún más y fuera percibida como parte del problema por la ciudadanía en los países del sur (sobre todo, Italia), lo que podría derivar en gobiernos nacionalistas de extrema derecha que nos condujeran lentamente a la desintegración del proyecto. Lo más probable es que la Unión continúe dando patadas hacia delante, consiga mínimos avances en la integración y refuerce (de modo insuficiente) la Unión Monetaria. En definitiva, evitará seguramente su colapso, pero seguirá sin lograr un fortalecimiento interno suficiente como para desempeñar un papel internacional activo, que sería muy necesario si aspira a liderar un reforzamiento de la cooperación internacional en los ámbitos sanitario y económico.
La tercera es en qué medida la crisis sanitaria golpeará económicamente a los países emergentes y en desarrollo, y qué apoyos internacionales se establecen para evitar que la caída de la actividad y los impagos den lugar a conflictos sociales y crisis políticas, sobre todo en América Latina y en África.
La última, centrada más en el ámbito interno y de los países avanzados, es en qué medida saldremos de esta crisis con un auge de un tecno-autoritarismo que restrinja nuestras libertades individuales y nos vuelva más asiáticos. Si, como parece, la crisis pone en valor de nuevo el papel de los expertos (sobre todo sanitarios) y deslegitima los liderazgos de charlatanes e incompetentes, pero nos obliga a aceptar un nivel de interferencia en nuestras vidas sin precedentes en forma de control estatal sobre nuestra salud y nuestros movimientos, podríamos caminar hacia un modelo socio-político más intrusivo y con menos protección de los derechos. Sin embargo, si nos guiamos por el impacto a largo plazo de las medidas adoptadas tras los atentados del 11-S de 2001, que redujeron la libertad para aumentar la seguridad pero que no llevaron a un cambio de paradigma, tampoco deberíamos aventurar cambios tan radicales.
En definitiva, la crisis de la Covid-19 traerá cambios. Muchos, a corto plazo y hasta que se distribuya una vacuna, son imaginables. Otros, como que la crisis económica derive en crisis política, empiezan a intuirse. Sin embargo, es difícil aventurar qué magnitud tendrán, aunque se puede argumentar que reforzarán tendencias preexistentes en vez de a suponer puntos de inflexión. En todo caso, estemos atentos a la magnitud de la recesión global y su impacto social, a cuándo (y quién) descubre la vacuna y si la pone al servicio de la humanidad sin intentar hacer negocio con ella, y a si cambia el inquilino de la Casa Blanca en noviembre. De estos tres asuntos dependerá, en parte, el rumbo que tome el mundo.
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