El cierre obligado de muchas empresas de bienes y servicios no esenciales para evitar contagios del coronavirus ha provocado una parálisis económica sin precedentes desde la Guerra Civil. Este shock se traslada de forma inmediata al mercado laboral, pues un gran número de personas trabajadoras se ven suspendidas de empleo de un día para otro. Por primera vez, se ha recurrido de forma masiva a Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (Ertes), de forma que las empresas afectadas por la parálisis suspenden temporalmente de empleo a sus trabajadores, pero éstos siguen vinculados a la empresa y, por tanto, de alta en Seguridad Social. Los trabajadores reciben la prestación por desempleo, independientemente de que tuvieran o no derecho a ella, y además sus derechos futuros de prestación no se ven afectados.
Este instrumento ha afectado a más de cuatro millones de personas en España, una de cada cinco personas empleadas. Sobre el papel, el instrumento es sin duda el adecuado, y debiera extenderse en el tiempo lo que sea necesario para que las personas hoy suspendidas de empleo por el coronavirus no se vean despedidas dentro de unos meses porque la empresa no ha podido superar las condiciones adversas
. En la práctica, estamos asistiendo a un colapso administrativo para el cobro de las prestaciones, del cual deberán tomar nota las administraciones y emprender, de una vez por todas, la tan necesaria modernización y digitalización propia del siglo XXI.
Sin embargo, si bien el uso masivo de los Ertes ha de entenderse como una buena noticia ante momentos económicos adversos como éste, no todos los trabajadores quedan cubiertos por prestaciones por desempleo u otras ayudas sociales. Por ejemplo, han quedado fuera de cobertura pública personas que estaban en periodo de prueba y que fueron despedidas sin derecho a prestación poco antes de dictarse el estado de alarma, así como colectivos que trabajaban en empleos irregulares, y en consecuencia, fuera de los registros de los Servicios Públicos de Empleo. Para éstos, el confinamiento y cierre de empresas ha frenado por completo sus ingresos y, al estar fuera del sistema, no reciben ningún tipo de ayuda social. Por último, el colectivo de personas que, incluso antes de la llegada de la Covid-19, se encontraba ya en una situación de enorme vulnerabilidad económica y social, siguen también sin cobertura.
[Recibe los análisis de más actualidad en tu correo electrónico o en tu teléfono a través de nuestro canal de Telegram]
La pregunta que está sobre la mesa en un momento tan delicado como éste es, sin duda, cómo llegar al colectivo más vulnerable, que se encuentra en situación de pobreza extrema y que hoy en día no está bajo el paraguas de la ayuda social. Sin duda, los sistemas de rentas mínimas o de renta básica universal son algunas de las propuestas que están sobre la mesa. Sin embargo, queremos dejar constancia de que en numerosas ocasiones se hace referencia a este tipo de herramientas cuando, en realidad, las ayudas que se plantean no se corresponden con los sistemas de renta mencionados.
De hecho, se están proponiendo ayudas temporales mientras dure el colapso económico y que, en algunos casos, exigen su devolución. Éstas no se corresponden ni a un sistema de renta básica universal ni a uno de rentas mínimas. El primero se define como una ayuda que se otorga a todas las personas de manera indefinida e independientemente de su renta. Un sistema de renta mínima, por el contrario, consiste en una ayuda social de último recurso que tiene como objetivo la erradicación de la pobreza.
El Ingreso Mínimo Vital que plantea el Gobierno actual es, de hecho, un sistema de rentas mínimas. Las de referencia en nuestro país las encontramos en el País Vasco y en Navarra. Son transferencias mensuales dirigidas a hogares con bajos ingresos que cumplen ciertos requisitos y que se otorgan mientras persista la situación de pobreza. La cantidad dependerá, fundamentalmente, del tamaño del hogar. Estos sistemas de rentas mínimas suelen ir acompañados de una serie de estímulos al empleo para evitar que las personas perceptoras caigan en la trampa de la pobreza y se cronifiquen en una situación de desempleo.
El requisito fundamental para recibir una renta mínima es que los ingresos totales del hogar estén por debajo de un umbral determinado. Es decir, se tienen en cuenta los ingresos de cada una de las personas que forman parte de la misma unidad de convivencia y se establece un umbral determinado en función del número de personas que convivan en el hogar. Debido a las economías de escala dentro del hogar, los gastos no se duplican cuando viven dos personas en lugar de una, ya que algunos costes, como el de la calefacción, alquiler u otros no aumentan proporcionalmente. Por este motivo, el umbral de pobreza de un hogar varía según sea el tamaño del mismo, pero no de manera proporcional. Además del requisito de bajos ingresos, para ser perceptor de una renta mínima hay otros requisitos que cumplir, que hacen referencia al patrimonio de las personas perceptoras (segundas viviendas, valor de los vehículos en propiedad, etc.), así como la exigencia de un periodo mínimo desde que se formó la unidad de convivencia o de empadronamiento.
A nivel administrativo, acreditar que un determinado hogar cumple todos los requisitos en cada momento para recibir la prestación no es una tarea trivial, especialmente para una Administración que necesita modernizarse facilitando que la información de diferente índole sea compartida por quienes deben acreditar la situación de pobreza de un determinado hogar. En la actualidad, el periodo de espera entre la solicitud de la percepción y la resolución de una renta mínima oscila entre los dos y los cuatro meses, dependiendo de la comunidad autónoma.
Si bien es cierto que la renta mínima es una política que, bien diseñada, es muy eficaz para reducir la pobreza, como así han demostrado ser tanto la del País Vasco como la de Navarra,
no parece que ésta sea la política que pueda adaptarse ágilmente a las urgentes necesidades actuales. En una circunstancia como ésta hace falta una ayuda de último recurso, sí, pero su objetivo debe ser diferente al de una renta mínima y, por lo tanto, también su diseño. Ahora, el objetivo principal para paliar la situación temporal de extrema vulnerabilidad de esos hogares que carecen de suficientes recursos para sobrevivir es llegar a ellos de una manera
rápida, ágil y, a ser posible, telemática (telefónica o virtualmente).
Para que la administración no se colapse, como parece haber ocurrido con la resolución de los Ertes, es importante que la comprobación sea rápida y sencilla. Una posibilidad es crear una ayuda que se asigne automáticamente a todos los hogares que la soliciten, únicamente cotejando que las personas empadronadas en él no están dadas de alta en la Seguridad Social, ni reciben ningún tipo de prestación o la cantidad percibida no alcanza un determinado umbral.
A posteriori, cuando la Administración esté menos saturada, se podrán hacer comprobaciones relacionadas con otros tipos de ingresos (alquiler de viviendas, etc.) o ahorros disponibles y, si fuera necesario, solicitar su devolución; por ejemplo, en la declaración de la renta del año siguiente. Esto evita que haya personas que soliciten la prestación sin estar en situación de necesidad y permite a los colectivos realmente necesitados tener hoy la liquidez suficiente a cambio de devolverlo, si es necesario, en el futuro.
Un asunto que también ha de considerarse al diseñar este tipo de ayudas es que determinados colectivos en situación de extrema vulnerabilidad pueden tener dificultades para solicitar esta prestación. A ellos habría que facilitarles el acceso recurriendo a instituciones con quienes, por una u otra razón, estos colectivos están en contacto.
Esta ayuda a colectivos de extrema vulnerabilidad conseguiría, en primer lugar, un ingreso de subsistencia exigible a toda sociedad comprometida con los derechos humanos más básicos, que salen a la luz especialmente en momentos críticos como el que estamos viviendo. Además, aumentaría el consumo y, con ello, aceleraría la recuperación de la actividad económica. Su diseño debería ser de carácter temporal, hasta que la sociedad recupere al menos una relativa normalidad. Idealmente, debería concatenarse con un Ingreso Mínimo Vital bien diseñado, que no puede implementarse con excesivas prisas, pues para su gestión se ha de contar con una Administración preparada que actúe con la necesaria justicia y agilidad, y pueda abordar el objetivo de erradicación de la pobreza de manera permanente en nuestro país. Por lo tanto,
es necesario diseñar e implementar ayudas urgentes para colectivos que están fuera del paraguas de la protección social, pero no conviene confundir esta ayuda de último recurso con un sistema de rentas mínimas que debe llegar para quedarse.