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El impacto del 'Covid-19' en los campos de refugiados

Gemma Pinyol

7 de Abril de 2020, 20:02

La crisis del Covid-19 ha cambiado los parámetros de los movimientos humanos. En estos momentos, el 93% de la población mundial vive en países con algún tipo de restricción sobre la movilidad de las personas, lo que es una anomalía en términos históricos. Pero la expansión de la pandemia no sólo ha impactado en el movimiento de las personas, sino también en las poblaciones en movimiento. De entre ellas, este análisis quiere prestar atención a los que habían salido de sus territorios de origen buscando protección internacional ante las vulneraciones de seguridad, derechos y libertades que sufrían, y se han encontrado bloqueadas en los asentamientos de refugiados en Grecia.

Antes de entrar en este momento de restricciones, la frontera greco-turca se había convertido en un polvorín en el que las fuerzas policiales de ambos lados disparaban, azuzaban y perseguían a las personas refugiadas, que se habían convertido en un peón prescindible de una lamentable operación de chantaje político. Ahora, aunque no aparezcan en las noticias, su situación no ha dejado de empeorar; y la expansión del Covid-19 en estos espacios de confinamiento, con graves carencias en términos de salubridad y condiciones de vida, no parece que vaya a mejorarla.

Durante la segunda quincena de marzo, se detectó en el campo de Moria en Lesbos, el primer caso de persona con la enfermedad, lo que generó el pánico y la tensión en una instalación precaria en la que viven cerca de 20.000 personas (la mitad de ellas, menores), que vino a sumarse a las carencias de comida y de atención médica provocadas por los violentos ataques xenófobos que habían tenido lugar cerca del campo los días anteriores. En el asentamiento de Ritsona se detectó el primer caso en una mujer de 19 años ingresada para dar a luz, y el 2 de abril se decretó el confinamiento completo del asentamiento, situado en el nordeste de Ática y en el que malviven cerca de 3.000 personas refugiadas. El campo de Malaka, a 40 kilómetros de Atenas, también se puso en cuarentena desde el 5 de abril por la detección de otro caso. Las nuevas medidas impiden la entrada y salida de estos espacios de confinamiento, en los que tan solo pueden entrar personal médico y las personas que trabajan en los mismos. En estos momentos, unas 40.000 personas solicitantes de protección internacional viven en alguno de los asentamientos de refugiados que existen en Grecia, en unas condiciones que ya se habían denunciado como pésimas desde hacía tiempo.

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Dichas condiciones dificultan la aplicación de cualquiera de las medidas de prevención recomendadas por la Organización Mundial de la Salud. En campos sobre-ocupados, donde el agua potable es un bien escaso y los recursos materiales son reducidos, la higiene personal o el mantenimiento de la distancia social son imposibles. El acceso a los recursos médicos es también limitado, y aunque las autoridades griegas se han comprometido a hacer tests a todas las personas residentes en los asentamientos se hace difícil pensar cómo serán tratadas médicamente las que estén enfermas (en toda la isla de Lesbos hay disponibles seis camas UCI) o cómo se evitará que el contagio se expanda en estos espacios. En algunos campos, la iniciativa la han tenido que tomar las propias personas refugiadas (con las limitaciones evidentes en recursos y materiales) ante la inacción de las autoridades.

A finales de marzo, el Parlamento Europeo mandó una carta al comisario Janez Lenar?i?, responsable del Comité de Coordinación de Crisis, para pedir una "respuesta inmediata" de los estados miembros y evitar, así, una crisis humanitaria (mayor) en las islas griegas debido al coronavirus. En la misma se pedía que se llevara a cabo una evacuación preventiva de las personas mayores de 60 años o con enfermedades respiratorias o crónicas; que se dotaran de recursos extra las unidades de hospitalización y curas intensivas, o que se mantuvieran los programas de reubicación, especialmente de menores no acompañados.

Hasta la fecha, Luxemburgo se ha comprometido a atender a 11 menores, Alemania y Francia hablan de acoger entre 300 y 350, Bulgaria a 50, Irlanda a 36 y Lituania a dos. Finlandia también ha anunciado que participará en la reubicación de 175 menores desde Grecia, Chipre, Italia y Malta, y Croacia, Portugal y Bélgica también se han mostrado dispuestos, sin dar cifras ni calendario.

De nuevo, la voz europea se fragmenta en las decisiones nacionales, reforzándose la lógica de que, también en tiempos de crisis, la gestión de las cuestiones de inmigración y asilo avanza más por la vía intergubernamental que por la comunitaria. La falta de una respuesta común y coordinada pone de relieve que, en tiempos de coronavirus, la Unión Europea sigue sin avanzar, tampoco en materia migratoria, en soluciones compartidas basadas en la solidaridad y el apoyo mutuo. La inacción de los países miembros en dar respuesta a la existencia de los asentamientos de personas refugiadas en Grecia no es nueva, y la emergencia sanitaria viene a sumarse a una serie de decisiones fallidas (cuando no ausentes) que cronifican las duras condiciones que se dan en estos espacios desde 2015.

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Más allá del territorio europeo, lo que está sucediendo en Grecia puede extenderse a otros campos de personas refugiadas de todo el mundo. Ésta es ahora la preocupación de muchas organizaciones que trabajan en la protección de estas personas, y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) ha asegurado que está trabajando ya en operaciones globales para anticiparse a la aparición del virus en los campos. Por su parte, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) está también preparándose ante la eventual implosión del virus en los campos, aunque ya ha advertido de las dificultades económicas en las que se encuentran para preparar, prevenir y responder a las necesidades de salud pública de las personas refugiadas ante el coronavirus.

En estos momentos, hay casi 26 millones de refugiados fuera de sus países de origen (sin olvidar los 41,3 millones de personas desplazadas internamente), aunque la cifra de quienes viven en campos son en torno a 2,4 millones de personas.

El embajador turco en Estados Unidos ya anunció hace unos días que controlar la expansión del coronavirus en los campos de refugiados sirios en su país era una "misión imposible", y que Turquía estaba al límite de sus capacidades. Apuntaba que su Gobierno no podía seguir acogiendo a más personas, por lo que si querían irse no podrían impedírselo. Parece que se da por hecho que algunos campos en territorio kurdo, como los de Al-Hawl y el de Rukban, van a desaparecer ante la amenaza del Covid-19 y la imposibilidad de atender a las personas que allí malviven.

Por su parte, en Jordania se han aislado los campos de Za’atari, en el que viven 120.000 personas, y el de la zona de Azraq. Pero aunque de momento no se han dado en ellos casos de Covid-19, se teme la llegada de la pandemia en contextos en los que las instalaciones de salud son básicas y las sanitarias, mínimas. Las limitaciones en la movilidad, además, afectan a la supervivencia de muchas familias, que han encontrado trabajos (en su mayoría de carácter irregular) en los pueblos y ciudades vecinos, y que ahora no podrán acceder a los mismos.

En los campos de Kakuma (Kenya), donde residen 200.000 personas refugiadas, los centros médicos ya están saturados, aunque de momento no se haya declarado ningún caso. Y en el de Cox’Bazar, donde malviven unas 900.000 roghingyas, se declaró el confinamiento a finales de marzo, después de detectarse un caso. Las duras condiciones y la imposibilidad de movilidad hicieron crecer el pánico en el campo, del que marcharon algunas personas para intentar volver a Myanmar, con el riesgo que ello supone.

Fuente: gzeromedia.com.

La imposibilidad de distancia social o aislamiento, el limitado acceso al agua potable o productos sanitarios, las débiles estructuras sanitarias, la falta de información o las duras condiciones de vida, especialmente complejas para grupos especialmente vulnerables como personas mayores, con enfermedades crónicas o menores, convierten a los campos de refugiados en un escenario dramático ante la llegada del Covid-19. La mayoría de ellos depende, además, de una cadena humanitaria que en estos momentos, y dadas las limitaciones de movilidad y la situación parálisis de muchos países, se ha roto por diferentes puntos. La falta de información (o la desinformación interesada que genera miedos contra las personas refugiadas) se convierte también en un problema de calado. Aunque las emergencias sanitarias no son nuevas en las crisis humanitarias, el carácter pandémico de esta última ha afectado no sólo a espacios vulnerables como los campos de refugiados, sino a toda la red de apoyo internacional y local, ya con limitaciones, de la que disponen.

Organismos internacionales y entidades sociales están desarrollando acciones preventivas en algunos campos, pero el alcance es limitado por la escasez de recursos y las condiciones ya complejas de los mismos. Por ahora, la salud en estos lugares depende básicamente de la no-expansión del coronavirus: el director general de la OIM, António Vitorino, ya avanzaba que la llegada del Covid-19 a los mismos no era tanto un hecho posible como inevitable. Dar respuesta al estado de salud de ellos parece imprescindible para garantizar la salud global; seguramente, uno de los (altamente costosos) aprendizajes que está dejado esta pandemia.

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