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La Ley Europea del Clima

Fernando López Ramón

25 de Marzo de 2020, 21:00

La Comisión liderada por Ursula von der Leyen dio a conocer a principios de este mes de marzo el borrador de la llamada Ley Europea del Clima, un texto que habría de ser aprobado próximamente por el Consejo y el Parlamento europeos como reglamento de directa aplicación en todos los estados miembros.

El gran objetivo de la norma es lograr la neutralidad climática en el año 2050, de manera que para entonces los gases de efecto invernadero emitidos a la atmósfera queden compensados con los capturados en los bosques y otros sumideros. Para ello, se pretende poner en marcha un calendario de actuaciones que, en el periodo 2021-2030, garantizaría la reducción entre un 50% y un 55% de las emisiones.

Con esa finalidad, se prevé que la Comisión fortalezca sus capacidades de actuación al beneficiarse de una amplia delegación legislativa y de la asunción de nuevos poderes de evaluación, inspección y control. De esta manera, la intervención comunitaria se insertaría en un marco enérgico, dotando al Ejecutivo de la presidenta Von der Leyen de instrumentos adecuados para hacer frente a las incertidumbres que rodean toda la operación.

[Con la colaboración de Red Eléctrica de España]

Conviene resaltar que se está intentando diseñar ese marco con arreglo a Derecho, es decir, definiendo legítima y lícitamente las amplias potestades comunitarias en la materia. En esta ocasión, las autoridades, quizá aleccionadas por la experiencia de la crisis bancaria, rehúsan el manejo de mecanismos de presión situados en la frontera del ámbito de competencias cedido por los estados a la Unión. Lo cual es importante y, sin duda, una baza de la Comisión Europea.

El proceso de aprobación de la norma se perfila complejo, debido a las fuertes tensiones subyacentes a la general aceptación de una Ley Europea del Clima. Los sectores económicos afectados presionarán, directa e indirectamente, con su tupida red de contactos académicos, periodísticos, financieros y políticos, para ver mejoradas sus posiciones competitivas en unos mercados fuertemente intervenidos. Las organizaciones ecologistas, a su vez, fortalecidas por el creciente apoyo de los movimientos juveniles, sin duda presentarán batalla para ver incrementados los compromisos comunitarios: ya se extiende la petición de incrementar al 65% la reducción de emisiones en 2030. Los grupos negacionistas o reduccionistas, aunque últimamente no parecen combatir la existencia misma del cambio climático, aprovecharán, con toda probabilidad, la ocasión para lamentar la pérdida o disminución de libertades económicas y derechos patrimoniales.

Los mismos estados miembros, si bien inicialmente han mostrado de forma mayoritaria su apoyo a la iniciativa, no dejan de presentar sus propias tendencias en la materia. La ministra española Teresa Ribera, por ejemplo, ya ha manifestado que aspira a ver reflejados en la nueva regulación no sólo los objetivos comunitarios, sino también los correspondientes a cada Estado, planteamiento que habría de obligar a nuevas negociaciones en el seno del Consejo y a inciertas componendas territoriales en el Parlamento Europeo.

Vemos, pues, que las medidas relacionadas con el cambio climático no resultan fáciles de adoptar ni siquiera en el contexto legitimador de las democracias europeas. Añádanse las difíciles relaciones internacionales que, desde la misma creación del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC, en sus siglas en inglés) en 1988 y la adopción del Convenio de Río en 1992, vienen condicionando las respuestas globales a un problema planetario.

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En tal sentido, la pronta adopción de un texto normativo que defina con precisión y ambición los objetivos, las actuaciones y los poderes de la Unión ha de ser la mejor carta de presentación en la próxima COP-26 (Glasgow, noviembre de 2020). Desde una posición interna sólida, coherente y eficaz, la Unión Europea podrá liderar la adopción de los compromisos mundiales que resultan necesarios. Un liderazgo que, por otra parte, sólo cabe reclamar desde el compromiso que, en estos momentos, únicamente las instituciones comunitarias parecen estar en condiciones de ofrecer.

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