24 de Marzo de 2020, 21:21
La notable falta de liderazgo del presidente Andrés Manuel López Obrador ante a la crisis causada por la pandemia de coronavirus está creando no sólo un vacío de gobernabilidad, sino también una crisis de legitimidad de un Gobierno que apenas empieza su gestión. A lo largo de este año, el presidente ha demostrado su desconexión de la realidad política, económica y social que vive el país. En rápida sucesión, López Obrador ha mostrado su incomprensión sobre las demandas del movimiento feminista, su incapacidad para atender la violencia y la crisis de los desaparecidos y ahora, de manera patente, la ausencia de reacción oportuna frente a una crisis que pone en riesgo la vida de los mexicanos.
Las explicaciones ofrecidas por el vocero oficial del Gobierno, el doctor Hugo López Gatell, son claramente insuficientes dada la experiencia acumulada a nivel internacional y la evidente falta de preparación del sistema nacional de salud para atender la crisis que viene. Es, a la vez, sorprendente y escandalosa la carencia de previsión gubernamental en relación a las consecuencias de sus actos en los campos más delicados para la vida colectiva: la salud, la educación y el bienestar social.
En materia de salud, se ha buscado eliminar la corrupción masiva, ciertamente existente en el sector, pero sin reparar en las consecuencias disruptivas que un cambio súbito traería sobre la operatividad del sistema. Especialmente evidentes han sido las consecuencias de las decisiones tomadas respecto a las compras de medicinas y a la precipitada implantación de un supuesto Instituto Nacional de Salud para el Bienestar, sin fondos ni infraestructura, cuyos efectos negativos a corto plazo no fueron previstos.
Cambios necesarios, pero implementados sin planeación ni orden, condujeron a fallas sistémicas en la atención médica, cuyas víctimas han sido, desde meses atrás, los más pobres de este país. Ante la pandemia inevitable que viene no hemos visto aún la decisión política de restablecer las condiciones operativas mínimas del sistema de salud, como tampoco acciones preventivas coherentes. No se han comprado las medicinas, reactivos y equipos indispensables, ni se ha contratado el personal extraordinario necesario para afrontar la pandemia. No se han tomado medidas preventivas impopulares, aunque necesarias, para evitar la propagación del virus, como el aislamiento de la población. Tampoco se han planteado las medidas de política económica indispensables para paliar el gigantesco desempleo que acarreará la paralización de la economía. En suma, no existe un Gobierno que tenga el mínimo estándar de responsabilidad institucional que la nación y el momento exigen.
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No sólo el vacío de liderazgo del presidente en este momento crítico ha dado lugar a que los gobernadores, líderes empresariales, rectores de universidades y hasta alcaldes asuman las responsabilidades políticas a que obliga a la crisis, sino que además se está produciendo una ruptura en las relaciones de confianza construidas entre el Gobierno y la sociedad. López Obrador es un político con amplia popularidad y una legitimidad electoral extraordinaria. Pero en la democracia la legitimidad tiene que mantenerse y reconstruirse a cada momento. Ganar una elección no es suficiente para mantenerla en los tiempos de las redes sociales y de la información inmediata. La legitimidad está siempre en vilo y su reproducción depende de las acciones y decisiones que tomen los gobernantes.
Los oídos sordos del presidente ante el movimiento feminista, sus esfuerzos por administrar y minimizar la crisis de violencia criminal y de desapariciones forzadas y su negación patente a reconocer la gravedad de la pandemia que hoy sufrimos son errores que conducen a un punto de inflexión para el Gobierno actual. Este año puede ser para López Obrador el 2014 de Enrique Peña Nieto: el momento en el que la sociedad rompe con el mito creado por un poderoso aparato propagandístico.
Las gigantescas carencias de capacidades del Ejecutivo han salido a flote todas juntas. El problema es que esta crisis llega en el principio de su mandato. La pérdida de credibilidad en proceso se produce en ausencia de liderazgos políticos y civiles alternativos. El vacío de poder efectivo que hay en México es, a la vez, una falta de liderazgo y una crisis de legitimidad en potencia. En esta circunstancia, los riesgos son muy grandes. En su desesperación, el Gobierno puede tomar medidas autoritarias y profundizar su propia crisis.
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Consideremos tan sólo las consecuencias que ya empiezan a notarse dado el parón económico que se está produciendo frente a nuestros ojos. Hay un desempleo creciente, las remesas de las que vive casi un 20% de la población van a disminuir muy pronto drásticamente y es altamente probable el regreso masivo de muchos mexicanos que perderán su empleo en Estados Unidos. No hay en México un régimen de bienestar que permita dar la atención médica a todos los ciudadanos ni mecanismos de transferencia de subsidios que alcancen a toda la población carente. Los subsidios a jóvenes, ancianos y a algunos campesinos no son ni mucho menos universales y no atienden a las madres jefas de familia, a los trabajadores informales y a la inmensa mayoría de los campesinos.
Sería el momento de estar planeando cómo llevar comida a los pobres de las periferias urbanas y de las zonas campesinas más empobrecidas, así como de garantizar un ingreso mínimo a quienes trabajan en la economía informal, que son casi la mitad de los mexicanos. Es la hora de calcular el tamaño del déficit en que habrá que incurrir, de detener las obras públicas faraónicas y poco útiles que se están impulsando, y de fortalecer las capacidades institucionales de las policías locales y estatales ante el previsible incremento en la delincuencia común que vendrá como consecuencia del empobrecimiento generalizado. Es hora de que se apele a la sociedad, a la solidaridad y a la responsabilidad colectivas, y se controle la necedad paternalista de un Gobierno que nos ve a todos como menores de edad.