Pocos sucesos han tenido un efecto mayor en la sociedad europea tras la caída del muro de Berlín que el que ya tiene el Covid-19, tanto por el coste humano y económico como por su capacidad para capturar el ideario colectivo. Europa se ha convertido en el foco principal del coronavirus, en palabras de la Organización Mundial de la Salud (OMS), y esto ha desencadenado una crisis en la economía real difícil de gestionar. Al fin y al cabo, la evolución del nivel de contagio marcará los tiempos, incrementando el nivel de incertidumbre al que deben hacer frente aquellos llamados a confeccionar nuestra respuesta económica.
En la UE nos encontramos ante un problema adicional: si la coordinación de la respuesta global entre Estados es deseable, en Europa es imprescindible. El libre flujo de personas y una Unión Monetaria que condiciona nuestra política fiscal reducen notablemente la efectividad de las medidas unilaterales. Sin embargo, todo apunta a que, una vez más, se está intentando combatir un problema europeo con políticas nacionales (tanto fiscales como sanitarias). El reciente comunicado de la Comisión Europea (CE), aunque propone soluciones en todas las áreas necesitadas, también evidencia el insuficiente poder de las instituciones para liderar la respuesta de los estados miembros y las limitaciones de un Presupuesto europeo raquítico. Mario Centeno, presidente del Eurogrupo, ha incidido tras la reunión de hoy en que se tomarán todas las acciones que sean necesarias, mientras Regling ha buscado tranquilizar a los mercados al recordar que, a diferencia de la crisis de deuda soberana, los Estados no están teniendo problemas de acceso a los mercados de deuda. Aún así, es dudoso que sin enunciar acciones concretas vayan a lograr tranquilizar a los mercados. Los defectos y carencias en el diseño institucional persisten.
El reciente comunicado de la CE resume hábilmente las principales dinámicas a través de las cuales el coronavirus está teniendo un efecto nocivo en nuestra economía: el frenazo inicial de la economía china, la disrupción temporal en las cadenas de suministro, la caída también temporal de la demanda y la estrechez de liquidez. También hace hincapié en la necesidad de medidas decisivas para evitar la evolución hacia una recesión de más larga duración. Aquí yace uno de los principales problemas de gestionar la dimensión económica de una crisis de estas características. Muchos estados miembros permanecen reticentes, incapaces de reaccionar agresivamente al shock temporal por miedo a que el desenlace sea la recesión (que requiere de otras medidas y amplios recursos). Esta aparente pasividad no hace sino incrementar las posibilidades de dicha recesión.
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Actualmente, y aunque a duras penas, todavía podemos referirnos a la crisis actual como un 'shock' temporal. Tanto los enfermos hospitalizados o y en cuarentena como las medidas preventivas que mantienen a la gente alejada de su puesto de trabajo reducen la renta nacional. La falta de productos intermedios o piezas desde China ya empezó a afectar a las cadenas de valor antes de que el primer enfermo fuese identificado en España. A esto se le puede añadir una reducción temporal de la demanda, dado que la incertidumbre y la reducción de ingresos de los que se quedan en casa hacen que el gasto se postergue. Hay numerosas medidas disponibles para lidiar con un shock puramente temporal apoyando a los sectores afectados, y muchas de ellas ya las enumera el comunicado de la Comisión.
Principalmente, el Estado debe garantizar que las pymes y otras empresas puedan aguantar, y que los ciudadanos no vean sus ingresos mermados por el cese temporal de actividad. En ese sentido, el Estado puede implementar medidas que facilitan liquidez a pequeñas y medianas empresas y autónomos para evitar la quiebra por una reducción temporal de ingresos y retrasar ciertos pagos en la medida de lo posible. También debe complementar el sueldo de los empleados que no puedan ejercer sus funciones. Para lograrlo, una opción sería el Kurzarbeitergeld (modelo alemán de prestación que fomenta la reducción de la jornada laboral, evitando los despidos, y que ha recibido grandes elogios).
Sin embargo, las medidas anteriormente descritas serán indudablemente insuficientes si la crisis actual trasciende las características de un shock temporal y desencadena en una recesión a medio plazo. La economía europea ya estaba en fase de ralentización antes de la aparición del coronavirus, y caben pocas dudas de que su impacto está siendo sustancial. Aunque el apoyo a los afectados puede hacer mucho para evitar las quiebras y los despidos, hay ciertas limitaciones. Las medidas concretas del Gobierno pueden cubrir algunas de las pérdidas, pero no compensar enteramente a aquellas entidades que han visto un cese absoluto de su actividad, especialmente si éste se prolonga. Los efectos del pesimismo y la incertidumbre se incrementarán si la situación médica sigue empeorando y las disrupción social continúa. Por último, una propagación al sistema financiero podría desencadenar en una auténtica crisis financiera. Nuestros bancos aún tienen unos balances relativamente sanos (aunque los italianos no tanto, y el cese del pago de las hipotecas solo ha podido complicar su situación.
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En el caso de una recesión a medio plazo, el empleo de amplios recursos en medidas concretas que no consigan evitarla complicaría aún más la lucha contra ella cuando se produjese. Muchos estados miembros, incluido España, cuentan ya con altos niveles de deuda soberana en términos de PIB. Aunque aún cuenten con la confianza de los mercados (en cierta medida), esto podría cambiar rápidamente ante un estímulo que no consiga frenar el deterioro económico y abra la puerta a incrementos posteriores del déficit e, incluso, a otra posible crisis en la deuda soberana. Entonces, con poco margen monetario y fiscal, nuestras herramientas para combatir la recesión se verían aún más mermadas.
La segunda limitación grave en la gestión de esta crisis nace de la falta de centralización o, al menos, coordinación de la respuesta europea. A pesar de los esfuerzos de las instituciones, éstas cuentan con un Presupuesto muy limitado (alrededor de un 1% del PIB de la Unión, cosa que reduce en gran medida su capacidad de hacer frente al impacto) que debe financiarse con los ingresos del mismo año (pues la emisión de deuda queda prohibida). Incrementar el gasto para lidiar con situaciones de emergencia pasa, en consecuencia, por la generosidad inmediata de los estados miembros y la creación de un instrumento ad hoc, si bien aún nos hallamos muy lejos de ese escenario.
Finalmente, Ursula von der Leyen sí ha asegurado que los estados miembros tendrán libertad para utilizar las respuestas fiscales a su disposición, aun si éstas violan las normas europeas de deuda y déficit; un gesto importante, pero que no hace más que eliminar las restricciones a una respuesta nacional.
Si hay algo que debimos de aprender de la crisis de 2008 y la recesión posterior es la falta de efectividad de las respuestas fiscales nacionales al desenfreno colectivo. Actualmente, los grandes programas nacionales de estímulo fiscal pueden ser contraproducentes, especialmente en los estados miembros con altos niveles de deuda. Gran parte del efecto deseado del apoyo estatal a ciertos sectores e, incluso, al grueso de la economía, pasa por restaurar la confianza de los ciudadanos, empresas y entidades de crédito y así evitar una ola de quiebras y despidos que desencadenen una recesión mayor; y esto es difícil para un Gobierno que no la inspire en los mercados de deuda.
Resulta muy ilustrativo, en ese sentido, el bazooka alemán anunciado por Olaf Scholz, ministro de Economía, como una fuente ilimitada de recursos para las empresas afectadas y que transmite una confianza casi absoluta a los mercados. Como los bonos alemanes a 30 años tienen un precio de mercado por encima de 100 (el valor a la par), Alemania cobra un interés al mercado por pedir prestado dinero. Por eso, cuando Scholz promete una cantidad ilimitada nadie duda de que vaya a cumplir, lo que reduce en gran medida la necesidad de emplear dicha cifra, pues es mucho menos probable que una empresa se acerque a la quiebra si el mercado no cree que pueda quebrar.
La situación es muy distinta en otros países de la UE, incluido el nuestro. Aunque la deuda italiana parecía seguir relativamente estable, en parte por la confianza en el apoyo final del Banco Central Europeo, la desafortunada rueda de prensa de su presidenta, Christine Lagarde, ha complicado aún más la situación italiana y encarecido la emisión de nueva deuda. No basta con que la Comisión rebaje los límites de deuda y déficit sin la confianza del mercado. Poco puede ayudar un estímulo fiscal que desate una crisis de deuda.
En este sentido, la UE sí cuenta con la capacidad de actuar de distintas maneras a nivel comunitario. Algunas instituciones como el Banco Europeo de Inversiones pueden ser útiles para medidas puntuales. El Mede tiene bastante limitado su margen de maniobra en su configuración actual, pero podría complementar y gestionar nuevos fondos acordados (y financiados) por los estados miembros. Por desgracia, no parece ser que estén fructificando éstas o las otras muchas propuestas de coordinación de fondos a nivel europeo. En el ámbito fiscal, una vez más, la actual parece ser una crisis con dimensiones nacionales.
Finalmente, queda la cuestión del mercado único. Francia y Alemania habrían restringido las exportaciones de ciertos productos médicos fuera del territorio nacional, para intentar evitar la falta de suministros en la medida de lo posible. Aunque esto toca más la respuesta médica que la económica, las implicaciones para el mercado único son indudables y verdaderamente tristes. La Comisión ha criticado estas acciones, y también ha hecho hincapié en su propuesta en la necesidad de mantener la integridad del mercado único. Por ahora, parecen haber cambiado poco las cosas. Ello tiene graves implicaciones políticas, pone en cuestión el principio de solidaridad e, indudablemente, reduce nuestros niveles de confianza mutua.
Da la impresión de que los estados miembros (y las instituciones europeas con ellos) aún no se hubieran atrevido a tomar la decisión que necesariamente ha de condicionar las políticas que pongan en marcha: si consideran que han de hacer frente a un shock temporal de la demanda y las cadenas de suministros, o a una crisis económica (posibilidad más probable a día de hoy). La de 2008 nos enseñó que los errores de diagnóstico en este sentido son frecuentes; y su impacto, desastroso. Por ello, para ajustar las medidas al escenario en el que nos encontramos, y para garantizar que los mecanismos europeos tengan la financiación suficiente para hacer frente a un empeoramiento severo de la situación económica, hay que definir qué es a lo que nos enfrentamos. La hora de tratar a la crisis del coronavirus como un mero shock temporal ha pasado. Es hora de que nuestros líderes le pongan el cascabel al gato.