El Consejo de Ministros español acaba de anunciar el inicio de la tramitación parlamentaria de un nuevo impuesto a los servicios digitales. La conocida como tasa Google gravará con un 3% las actividades de publicidad online, intermediación y venta de datos realizadas en el país por compañías con una cifra de negocios por encima de los 750 millones de euros a nivel global y un importe de ingresos en España superior a los tres millones. A pesar de que su devengo será trimestral, en 2020 la liquidación no se realizará hasta finales de año. Ello debiera dar tiempo a que las tecnológicas puedan planificar su pago y, esto es clave, a que avancen las negociaciones internacionales en la OCDE sobre esta misma materia.
Frente a las idas y venidas de las últimas semanas, se alcanza así una solución de consenso entre dos sensibilidades evidentes en el Ejecutivo: la que exige que las tecnológicas cumplan con una parte de un contrato social aún por definir, representada por la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, y la que no quiere entorpecer demasiado la creación de riqueza por parte de las grandes tecnológicas en el mercado global, liderada por la más business-friendly Nadia Calviño. En otras palabras, la enésima manifestación del dilema de nuestra época y una de las líneas de fractura más evidentes de este Gobierno de progreso: soberanía fiscal nacional frente a los beneficios globales de la tecnología y la globalización.
En tiempos tumultuosos, acogerse a los tópicos para darles el valor de brújula es casi sonrojante. Pero lo cierto es que la historia de la tasa Google española lleva camino de repetirse: la primera como tragedia, la segunda quizá como farsa. Para algunos, las razones para la tragedia eran evidentes cuando, hace más de un año, el anterior Gobierno socialista ya envió este mismo proyecto de ley al Parlamento: además de que la propia Autoridad Independente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) cuestionase como demasiado optimistas las previsiones de ingresos, informes de PwC y las patronales digitales pusieron de manifiesto el riesgo de que esta carga impositiva se trasladase al consumidor final, lastrando la competitividad de muchas pymes.
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Fue, sin embargo, el Gobierno el que sobre todo vio frustrados sus planes fiscales: las turbulencias parlamentarias dieron al traste con los Presupuestos y, con ello, generaron un Congreso incapaz de sacar adelante la tasa. Un año después, vuelven a estar ahí la tozuda aritmética parlamentaria y una difícil tramitación de los Presupuestos Generales.
Ahora, el nuevo Gobierno insiste y nos sitúa a los ciudadanos ante un déjà-vu fiscal. ¿El tiempo de la farsa? Quizá no del todo. Es cierto que la ambigua decisión del Ejecutivo pudiera leerse como una medida destinada simplemente a honrar el compromiso con un electorado progresista aun a sabiendas de que la implementación efectiva del impuesto nacional se verá finalmente superada por los tiempos internacionales.
Sin embargo, en apenas un año el contexto global ha mutado lo suficiente como para entender la decisión de este martes desde coordenadas no electoralistas. Huérfana de un impuesto digital comunitario, al que la UE se comprometió en la primavera del año pasado, la proliferación de medidas unilaterales (en Francia, Italia, Reino Unido o Austria, entre otros) es una forma de meter presión en los foros internacionales para que se afronte de manera directa la ingeniería fiscal de las empresas multinacionales. O la OCDE, o el caos.
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Que este segundo tiempo de la tasa Google española no quede en farsa, esto es, que pueda verse implementada algún día en beneficio de las arcas de la Seguridad Social, dependerá mucho de la posición de Washington. La firma de un acuerdo internacional hacia finales de este año podría dejar sin efecto los impuestos nacionales anunciados hasta la fecha. Hace apenas unos días, la OCDE consiguió avances significativos en el diseño de una propuesta de impuesto internacional. Frente un modelo de fiscalidad societaria obsoleto, el papel de los usuarios como una fuente de creación de valor quedaría ahora reconocido. A cambio, Washington ha logrado que el impuesto no sólo afecte a sus tecnológicas, sino a todo grupo multinacional relevante. En las próximas semanas Trump buscará, además, debilitar la obligatoriedad de este régimen fiscal. Será el resultado de este tira y afloja multilateral el que nos demuestre si seguir abusando de los tópicos tiene todavía utilidad en tiempos tan inciertos como éstos.