13 de Febrero de 2020, 20:47
El pasado 21 de enero, el Consejo de Ministros español declaró oficialmente la emergencia climática y ambiental, en respuesta a la necesidad de una acción urgente para salvaguardar el medio ambiente y seguir avanzando en la consecución de los objetivos de neutralidad climática. La declaración viene precedida de otras resoluciones similares en ayuntamientos como Barcelona o Madrid.
En este documento, el Ejecutivo destaca 30 líneas de acción prioritaria, cinco de las cuales se pondrán en marcha en los primeros 100 días de Gobierno. Por una parte, se iniciará la tramitación parlamentaria de la Ley de Cambio Climático y Transición Energética y, además, se definirá una senda de descarbonización que vaya más allá del 2030, que es el horizonte temporal del Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC). En estos primeros 100 días también está previsto que se presente el segundo Plan Nacional de Adaptación al Cambio Climático y se constituya la Asamblea Ciudadana del Cambio Climático, como institución participativa y de representación del conjunto de la sociedad. Por último, la declaración refleja el compromiso de impulsar la transformación del tejido productivo e incorporar el concepto de sostenibilidad en el modelo de crecimiento económico.
Así pues, la agenda política española pone el acento en la lucha contra el cambio climático y se da a conocer pocas semanas después de que la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, presentara el Pacto Verde Europeo; una propuesta ambiciosa que pretende transformar radicalmente la economía europea para luchar contra el cambio climático, sin dejar de combatir la desigualdad creciente que nos ha dejado la crisis económica.
[Con la colaboración de Red Eléctrica de España]
Durante la celebración de la COP25, en Madrid, la Organización Meteorológica Mundial (OMM) puso de manifiesto que 2019 fue, con toda seguridad, uno de los tres años más calurosos desde que se dispone de registros históricos, con un incremento en la temperatura media en la superficie del planeta de aproximadamente 1,1?C en comparación al período pre-industrial (1880-1900). Uno de los factores que ha influido en este crecimiento son las concentraciones de gases de efecto invernadero (GEI) a nivel global, que han ido aumentando en estos últimos años, en especial de dióxido de carbono (CO2). Las concentraciones de CO2 en la atmósfera alcanzaron un nuevo máximo histórico de 407,8 partes por millón en 2018, y en 2019 siguieron aumentando.
Más allá del análisis coyuntural de estos datos, lo más relevante es la tendencia ascendente a largo plazo: las temperaturas medias del quinquenio (2015-2019) y de la década (2010-2019) han sido las más elevadas de las que se tiene constancia, con repercusiones profundas y duraderas en el nivel del mar y en los patrones climáticos de determinadas regiones del mundo. Los devastadores efectos que ha dejado el paso por la península de la borrasca Gloria, con especial virulencia en el litoral mediterráneo, constituyen un claro aviso de que el margen temporal frente a la emergencia climática es cada vez más corto y es momento de actuar.
Pero también hay noticias alentadoras. Tras dos años de crecimiento de las emisiones globales de dióxido de carbono procedentes del sector energético, esta semana pasada la Agencia Internacional de la Energía (AIE) dio a conocer los datos correspondientes a 2019, con un estancamiento de las emisiones en 33 giga-toneladas (Gt). Este dato viene explicado por la creciente participación de las fuentes renovables en la matriz de generación eléctrica de las economías desarrolladas, la sustitución del carbón por el gas natural como combustible, una mayor generación nuclear y un proceso de ralentización en el crecimiento económico de determinadas economías emergentes.
Este estancamiento en las emisiones globales de CO2 debe ser un punto de inflexión en la senda de crecimiento y no una simple pausa en la senda creciente, como fue el caso de los años 2015 y 2016, cuando se produjeron caídas en las tasas de incremento que veníamos experimentando en los últimos años que no tuvieron continuidad.
En un contexto como el actual, con cierta atonía en el crecimiento económico y una disminución del ritmo de creación de nuevos puestos de trabajo, este proceso de transformación ecológica debe ser visto como una oportunidad a largo plazo. A partir de una estrategia de crecimiento verde bien definida, hemos de ser capaces de volver a impulsar la economía mundial para seguir avanzando en la senda de sostenibilidad y generar nuevas oportunidades laborales.
Y es la inversión pública la que puede y debe marcar el camino para que, a partir de criterios de mercado, se pueda acelerar la transición ecológica de los agentes económicos, incentivando su transformación productiva y fomentando la innovación. Para que todo esto sea efectivo, tal como apunta la declaración de intenciones del Gobierno, las políticas públicas tienen que enfocarse de manera transversal, integrando todas las áreas del Ejecutivo y abarcando desde el sector de suministro de energía hasta el usuario final.
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En la Unión Europea, el volumen total de gasto público equivale a cerca del 20% del PIB, convirtiéndolo en dinamizador de las medidas de transformación energética. Este motor ha de estimular la transformación del mercado hacia productos y servicios más eficientes, provocando cambios en el consumo de energía por parte de la ciudadanía y las empresas. Los organismos públicos a nivel nacional, regional y local deben servir de ejemplo en lo que se refiere a la descarbonización.
Sin ir más lejos, el sector de la edificación constituye un buen ejemplo de la relevancia del sector público. Los edificios representan el 40% del consumo final de energía y el parque inmobiliario propiedad de las administraciones supone una parte considerable de ese consumo. Si desde la esfera pública se define una estrategia que movilice las inversiones para mejorar las emisiones y el rendimiento energético de edificios residenciales y comerciales, no sólo servirá de referente para la incorporación de estos nuevos criterios, sino que también se aprovecharán las oportunidades de crecimiento y de empleo en el sector constructivo: desde la fabricación de nuevos productos hasta las actividades profesionales como la arquitectura, la consultoría o la ingeniería.
Aunque la edificación es sumamente relevante, no es el único ámbito en el que se puede incidir desde la esfera pública. La declaración de emergencia climática y ambiental propone avanzar en una profunda transformación del tejido productivo, así como incorporar el concepto de sostenibilidad en el modelo de crecimiento económico. Y es precisamente en este ámbito donde los agentes empresariales tienen una enorme responsabilidad.
El sector industrial español, con datos de 2018 procedentes del Inventario de Emisiones de Gases de Efecto Invernadero, que anualmente elabora el Ministerio para la Transición Ecológica (Miteco), es responsable de cerca del 20% de las emisiones, considerando tanto las procedentes del consumo de combustibles como las derivadas de los propios procesos industriales. En este último inventario destacan los incrementos acaecidos en sectores como el de la producción de cemento y el siderúrgico, con aumentos anuales del 2,3% y del 13,3%, respectivamente. Ambas industrias son intensivas en el consumo de energía, donde a las preocupaciones climáticas se le unen las derivadas de sus costes energéticos y su competitividad en entornos cada vez más globalizados.
Para el sector, la eficiencia (es decir, la reducción del consumo energético para producir bienes y servicios) no es sólo una de las principales vías para combatir el cambio climático, sino también una palanca para la mejora de su competitividad. En los últimos años, los patrones de consumo de la industria se han caracterizado por un paulatino proceso de mejora en las ratios de intensidad energética final. Esta mejora de la relación entre el consumo y el valor económico de la producción ha sido posible gracias a la irrupción de nuevas fuentes energéticas, en particular las renovables y el gas natural, con el consiguiente impacto en términos de emisiones de dióxido de carbono. Los cambios se han producido tanto por una mayor concienciación del empresariado sobre la necesidad de avanzar hacia una nueva senda de crecimiento como por la presión creciente que están ocasionando unos costes energéticos, especialmente los eléctricos, superiores a los de sus principales competidores europeos e internacionales.
Este segmento empresarial intensivo en el consumo de electricidad (electro-intensivo) viene a representar en España el 12,5% del PIB industrial y más del 30% de nuestras exportaciones, y da trabajo a más de 70.000 empleados de forma directa y a 220.000 de forma indirecta. Requiere, por tanto, de un marco de actuación estable donde los costes energéticos no supongan un lastre para su competitividad.
Por ello, tanto este segmento concreto de empresas como el conjunto del tejido productivo español deben ser capaces de seguir avanzando en su proceso de transformación, incorporando aspectos como las energías renovables, la economía circular y, naturalmente, la mejora de la eficiencia energética. Este proceso exigirá movilizar un significativo volumen de recursos económicos que, tal como reconoce la propia Comisión Europea en su estrategia de crecimiento verde, excede a la capacidad actual de los Presupuestos públicos. Eso hace necesaria la participación de inversores privados y el consiguiente despliegue de instrumentos que vehiculen esas inversiones.
Estas nuevas estrategias de crecimiento verde exigen un marco regulador, tanto en España como en Europa, capaz de incentivar las inversiones que hagan posible la creación de los cientos de miles de nuevos empleos previstos. El capital privado tiene que poder atender las necesidades de inversión de esta nueva economía sostenible gracias a incentivos que, además, garanticen la consecución de los objetivos climáticos. En este contexto, la eficiencia energética está llamada a desempeñar un papel protagonista.
Este rol viene explicado por el enorme potencial que las empresas no están explotando, debido a la existencia de múltiples barreras de diferente índole. Según estimaciones de la Agencia Internacional de la Energía (AIE), la mejora a nivel global en la intensidad energética en 2018 fue de sólo un 1,2%, cuando todos los escenarios con los que trabaja la Agencia apuntan la necesidad de tasas de mejora anuales superiores al 3% si se quiere dar cumplimiento a los objetivos planteados.
En este contexto, y desde esta nueva estrategia de crecimiento, tenemos que ser capaces de aprovechar todas las oportunidades de negocio y de trabajo que se nos plantean, pero hace falta la participación y el compromiso de todos los actores económicos.
La sociedad nos reclama un nuevo modelo energético, más sostenible, con menos emisiones, pero capaz de mantener el crecimiento económico a largo plazo.