Las elecciones presidenciales de 2019 significaron un cambio de época para El Salvador. El triunfo de Nayib Bukele terminó con el predominio de los dos partidos tradicionales que habían gobernado durante tres décadas consecutivas; recompuso la política exterior, al retirar el respaldo que otorgó el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) a los regímenes dictatoriales de Nicolás Maduro y Daniel Ortega; e insertó al país en la lista de naciones donde sus electores votaron motivados por el disgusto con la clase política.
Bukele ofreció estabilidad al sector empresarial. Una vez electo, dictó una conferencia en la Heritage Foundation
, uno de los centros de pensamiento más conservadores de los Estados Unidos, para delinear las principales apuestas económicas de su Gobierno. La semana pasada, el director del Centro de Desarrollo de la Universidad de Harvard, Ricardo Hausmann, visitó El Salvador para elaborar, a petición del mandatario, un plan de país.
El exalcalde capitalino ganó los comicios por un amplio margen. Las encuestas de opinión nacionales y latinoamericanas (Latinobarómetro y Barómetro de las Américas) venían mostrando consistentemente, durante los últimos 10 años, una insatisfacción creciente de los salvadoreños con las instituciones de la democracia. Según el
Latinobarómetro 2018, El Salvador encabeza la lista de países en los que existe el mayor número de ciudadanos a los que les es indiferente el tipo de régimen de gobierno. También lidera el
ranking de naciones que muestra los niveles más altos de rechazo a los partidos políticos. Bukele ofreció terminar con el abuso de "los mismos de siempre", en referencia a los partidos mayoritarios, Alianza Republicana Nacionalista (Arena) y el FMLN; acusó a sus líderes de estar involucrados en graves escándalos de corrupción, y prometió gobernar El Salvador con "nuevas ideas".
A un año de su elección, Bukele mantiene altos índices de aprobación ciudadana. No obstante los signos de autoritarismo mostrados desde el inicio de su mandato,
los estudios de opinión le conceden un promedio del 90% de apoyo popular. Bukele despidió a decenas de funcionarios y empleados públicos a través de su cuenta de Twitter; procesó penalmente al máximo líder del principal partido de oposición; ignoró las atribuciones del órgano judicial en materia de control penitenciario; avaló el cierre de varias sucursales de una empresa de comida rápida, propiedad de un presunto enemigo público de su ministro de Trabajo, sin cumplir con los correspondientes procedimientos administrativos; y restringió la libertad de prensa, impidiendo el ingreso de los periodistas de los dos medios electrónicos más importantes del país a las conferencias celebradas en Casa Presidencial al inicio de su mandato.
La nueva Administración ha concentrado buena parte de su esfuerzo en resolver el problema de la violencia. Los funcionarios responsables de la seguridad pública han venido reivindicando la efectividad de los resultados en este campo. Bukele informó en su cuenta de Twitter de que su Gobierno había conquistado la más importante reducción del promedio diario de homicidios desde el acuerdo de paz, en 1992. Todo gracias a su
plan control territorial. En consonancia con esas afirmaciones, el Instituto de Opinión Pública (Iudop), de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, indicó en la
encuesta de enero de 2020 que para el 63,1% de la población la delincuencia disminuyó durante el año 2019, y para el 67% la Policía Nacional Civil (PNC) controló la delincuencia en su localidad. Por eso es tan extraño que, en contra de lo que pudiera esperarse, la seguridad fue el asunto que utilizó Bukele, el pasado 9 de febrero, para tensar las relaciones entre los poderes del Estado, provocando
la crisis institucional más estridente de la que tengamos memoria desde el conflicto armado, en los años 80.
A tan sólo 72 horas de anunciar, junto a Hausmann, la creación de una agencia de desarrollo, y de afirmar que El Salvador podía convertirse en un "país milagro", Bukele tomó por la fuerza la Asamblea Legislativa, militarizó el salón azul que acoge las sesiones plenarias, intimidó a sus opositores políticos con presencia policial cerca de sus sedes partidarias y
arengó al 'pueblo' para que protagonizara una insurrección contra los diputados. El 9 de febrero, después de dirigir un mensaje desde la tarima instalada al frente del Congreso, ingresó al hemiciclo legislativo, oró frente a una veintena de diputados, regresó al escenario montado para la ocasión y anunció que "Dios le pidió paciencia". Luego, fijó el plazo de una semana a los grupos parlamentarios para aprobar un préstamo de 109 millones de dólares orientado a financiar la fase III del plan control territorial. La Asamblea ya había autorizado 465 millones para las dos primeras etapas.
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Bukele utilizó el texto del artículo 87 de la Constitución para justificar su interpelación a la Asamblea Legislativa y para llamar a la insurrección. La disposición constitucional no lo avala para romper con el principio de separación de poderes. Es una facultad que el constituyente dispensó al pueblo para "separar de su cargo a quienes transgredan las normas relativas a la forma de gobierno o al sistema político establecidos, o por graves violaciones a los derechos" consagrados en la Carta Magna. Previamente, el Consejo de Ministros había convocado a una reunión extraordinaria de la Asamblea Legislativa para conocer del empréstito mencionado. Esa instancia, presidida por el presidente Bukele, señaló que el emplazamiento a los legisladores se fundamentaba en "la situación de emergencia que vive el país por el clima de inseguridad pública". Toda una contradicción. De ser cierto este pretexto, Bukele tendría que reconocer que los territorios siguen controlados por los pandilleros y que la dimensión en la merma de los homicidios no es como la que ha venido planteando.
La misma tarde del 9-F, dos ciudadanos interpusieron una demanda de inconstitucionalidad. La Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia admitió la petición y mandó, en resumen, el cese de los efectos de la convocatoria girada por el Consejo de Ministros y
la restricción al presidente de hacer uso de la Fuerza Armada en actividades contrarias a los fines establecidos en la Carta Magna, así como abstenerse de poner en riesgo la separación de poderes.
La crisis evidenció la facilidad con la que se pretende marginar a las instituciones públicas en complicidad con la apatía de buena parte de la población. La tendencia regional de avalar conductas autoritarias con tal de que los que ostentan el poder resuelvan con inmediatez los dilemas sociales está materializándose aceleradamente en gran parte de los sistemas políticos latinoamericanos. El 9-F también nos ha recordado que las instituciones importan. De no ser por el sistema de frenos y contrapesos, las circunstancias habrían derivado en una ruptura del orden constitucional.
Dos protagonistas adicionales fueron la sociedad civil organizada y la comunidad internacional. La abdicación de los partidos políticos de su obligación natural como defensores de la democracia impulsó a universidades, centros de pensamiento, gremiales empresariales, asociaciones de abogados y diversas organizaciones ciudadanas a manifestar públicamente su repudio respecto a las intenciones presidenciales de concentración de poder. Las redes sociales, que son el espacio natural en el que el presidente informa sobre las decisiones de su Administración y en el que fustiga a sus críticos, se convirtió, en cuestión de horas, en el campo de batalla donde se libró una enconada disputa por el respeto a los principios republicanos. La imagen del recinto legislativo tomado por los militares motivó a una veintena de las más importantes entidades civiles a demandar el restablecimiento de la normalidad institucional.
Con la misma premura, y reivindicando la defensa internacional de la democracia, se expresaron las Naciones Unidas, la Unión Europea, Human Rights Watch, The Washington Office on Latin America (Wola) y el secretario general de Idea Internacional, además de varias representaciones diplomáticas, senadores y congresistas estadounidenses y reconocidos líderes de opinión. Con menos contundencia de la deseada, probablemente por la contienda electoral interna en la que se encuentra, se pronunció también Luis Almagro, secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA).
El gran interrogante que nos inquieta es la causa que impulsó al presidente a comprometer la estabilidad política del país en la forma y con el nivel de irritación con el que actuó. ¿Hubo realmente una intención de separar de sus cargos a los diputados, disolver la Asamblea y llamar a elecciones, aprovechando su popularidad y el profundo desprestigio de los partidos, aunque la Constitución no lo facultara? ¿Fue simplemente el inicio de la campaña con miras a que su partido, Nuevas Ideas, se agencie el mayor número de diputados en las elecciones de febrero de 2021? ¿Se trató de un elemento de distracción ante los señalamientos que un juez hizo sobre funcionarios de su Gobierno por haber (presuntamente) pactado con las pandillas, al igual que lo hicieron políticos de Arena y el FMLN?
En su entrevista con
El País de España, a pocas horas de profanado militarmente el Parlamento, Bukele dijo que "si fuera un dictador habría tomado el control de todo el Gobierno". En su libro
'Cómo mueren las democracias', Levitsky y Ziblatt afirman que son pocos los políticos que se atreven a enfrentarse a un presidente con un 90% de apoyo en medio de una crisis de seguridad nacional (el ejemplo fue premonitorio, porque su investigación es de 2018). Los autores agregan que "esos presidentes prácticamente no se someten a control alguno".
En este siglo, con una población hastiada por la corrupción de los políticos, quienes llegan a la Presidencia creen, de hecho, encontrar en el apoyo de las masas las facultades que la ley no les otorga. Sólo un adecuado sistema constitucional de mecanismos de control y equilibrio puede evitar el uso abusivo del poder. Sólo una sociedad civil empoderada puede impedir que se borren del mapa con facilidad las instituciones democráticas.