Rumanía ha sido, desde la caída de Nicolae Ceaucescu, uno de los países europeos con una mayor inestabilidad política. De hecho, es el que ha tenido un mayor número de primeros ministros a lo largo de las tres últimas décadas; nada menos que 26, y cuatro durante los dos últimos años.
El régimen de Ceaucescu fue uno de los más duros de toda la región y el que dejó a su población en una situación más precaria y desvalida. La sociedad rumana quedó destruida en lo material y en lo psicológico, quizás de manera mucho más profunda que en otros países de su entorno.
La cultura política de la desconfianza, junto con una herencia de corrupción en todos los niveles, está siendo muy difícil de revertir.
El precario desarrollo económico y la pobreza fueron, sin duda, dos de los principales motores de la gran ola emigratoria hacia países de la UE en los primeros años 2000, que se agudizó con la adhesión a las instituciones europeas en 2007. A pesar de que la hoja de ruta de la ampliación exige unos ciertos niveles de cumplimiento en materia de Estado de derecho e institucionalización democrática, lo cierto es que tanto Rumanía como Bulgaria estaban muy al límite en el momento de su adhesión. De hecho,
se encuentran entre los cuatro primeros puestos de los países más corruptos de la UE, junto con Hungría y Grecia, según el
Índice de Percepción de la Corrupción de 2018, publicado por Transparencia Internacional.
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En este contexto socio-político, las movilizaciones sociales fueron al principio tímidas y sectorializadas, como en el caso de los mineros durante los primeros años 90, para más adelante universalizarse, especialmente desde 2017, con demandas ciudadanas de una mayor regeneración democrática y política, mayor transparencia y un combate decidido contra la corrupción generalizada.
Éste es el contexto en el que se ha producido la segunda crisis política rumana en el plazo de cuatro meses. Su sistema es de corte semi-presidencial, siendo el presidente quien, junto con el partido (o coalición de partidos) mayoritaria en el Congreso, propone al primer ministro.
Las últimas elecciones legislativas tuvieron lugar en 2016 y, desde entonces, los primeros ministros se han ido sucediendo por mor de diversas mociones de censura. La última ha sido la acontecida el 5 de febrero pasado. La anterior (10 de octubre de 2019) depuso al Gobierno de la primera ministra Viorica Dancila por incompetencia y mal uso de los fondos comunitarios. Fue el tercer Ejecutivo socialista en caer en la legislatura por cuestiones vinculadas a la corrupción y el mal uso de fondos públicos. Ese mismo mes Liviu Dragnea, el presidente del partido socialista, había sido encarcelado. Es relevante recordar que, en aquel momento, el Gobierno socialdemócrata se encontraba en el punto de mira de la UE, ya que pretendía acometer
una reforma del Poder Judicial que podía poner en peligro el Estado de derecho, tal y como se había visto en otros países como Hungría y Polonia, por lo que fue amonestado y puesto en cuarentena por el Partido Socialista Europeo.
Desde Bruselas también se reclamaba la reforma fiscal para reducir el déficit del Estado y mejorar las finanzas públicas rumanas. La caída del Gobierno, por tanto, no fue ni mucho menos inesperada.
En aquel momento no fue posible la convocatoria de un nuevo proceso electoral puesto que, por ley, no es posible hacerlo menos de seis meses antes de las presidenciales que habían tenido lugar en noviembre de 2019. Así pues, a propuesta del presidente, Klaus Iohannis, se convirtió en primer ministro de un Gobierno en minoría el liberal Ludovic Orban, que fue visto con muy buenos ojos desde la UE. En un ejercicio de responsabilidad democrática tras su derrota, la ex primera ministra Dancila pidió a sus diputados que se abstuvieran para facilitar el Ejecutivo de su adversario.
Y así fue hasta el 5 de febrero de 2020, cuando
Orbán ha perdido una nueva moción de censura al intentar aprobar una ley que reformaba las elecciones municipales hacia un modelo de doble vuelta, lo que fue percibido por los socialistas y la UDMR húngara como contrario a sus intereses.
Sin embargo, parece a todas luces que
puede tratarse de una estrategia del primer ministro para convocar elecciones legislativas adelantadas, aprovechando la cómoda ventaja que tiene sobre sus contrincantes, de más de 26 puntos porcentuales en estimación de voto en el mes de enero. Sus intenciones son convocarlas junto con las locales a finales de la primavera de 2020, lo que facilitaría su victoria en ambos casos.
Según la Constitución rumana, la disolución del Parlamento sólo puede llevarse a cabo tras dos intentos fallidos para formar Gobierno en el plazo de 60 días. En un Parlamento altamente fragmentado y polarizado es difícil saber lo que sucederá. Por un lado, los socialistas están en caída libre en intención de voto, de ahí su escaso interés por un adelanto electoral. Incluso pudiera darse el caso de que la bancada socialdemócrata apoyara a Orban, mientras que los liberales votasen en su contra con la intención de bloquear la formación de Gobierno e ir a elecciones anticipadas. Ésta es, sin duda, una de esas paradojas balcánicas que nos hacen recordar el realismo mágico de Gabriel García Márquez.