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Un Ejecutivo diseñado para la ofensiva

Juan Rodríguez Teruel

14 de Enero de 2020, 22:58

Con el nombramiento de ministras y ministros, el nuevo Gobierno despeja finalmente el arranque efectivo de la legislatura. Y con ello pone de manifiesto que, al menos desde la perspectiva de quien lo ha organizado, la nueva etapa comienza menos precariamente de lo que apuntan su base parlamentaria y muchos analistas. Los perfiles ministeriales y su organización no sugieren un equipo gubernamental pensado para resistir a la defensiva, sino más bien lo contrario. Si Sánchez espera a dialogar con el PP para resolver algunos retos de la democracia española, parece que quiera hacerlo después de una demostración de fuerza durante la primera parte de su mandato.

De entrada, un poco de perspectiva: con este Gobierno de coalición de izquierdas, España plantea una vía distinta de la que hemos podido observar en otras democracias vecinas del sur de Europa en la última década. Frente al modelo griego, donde la socialdemocracia ha colapsado, sustituida por nuevos actores de izquierda radical que le han arrebatado la identidad, el programa y la presencia institucional (un eclipse que también se ha producido en diferente grado en Francia o Italia, y que podría estar gestándose en Alemania o Austria), y frente al modelo portugués, donde la socialdemocracia se mantiene el poder con apoyos externos a su izquierda pero sin necesidad de compartirlo (como Dinamarca ensaya en esta legislatura), España significa una alternativa: la socialdemocracia resiste integrando institucionalmente a los nuevos actores en el Gabinete con la esperanza de que la consolidación organizativa de éstos no se haga en detrimento de los viejos.

No quiere vencer deslegitimándolos (como intentó en un principio), sino exponiéndolos a un baño de pragmatismo; este sí, radical. En cierto modo, es lo que trata de hacer también el PP respecto a sus nuevos competidores en el campo de la derecha. De momento, el resultado es obvio: la competición entre izquierda y derecha mantiene su significado político (a diferencia de otros países) y, con ello, PP y PSOE resisten. Veremos por cuánto tiempo.

Con esa perspectiva parece haberse organizado el nuevo Ejecutivo. A pesar de la novedad que supone su naturaleza coalicional, lo cierto es que predomina mucho más la continuidad que el cambio. Y eso resulta útil para anticipar el horizonte de la nueva legislatura.

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En primer lugar, no sería muy desajustado observar el nuevo Gabinete como la continuidad del mismo edificio gubernamental, con el añadido de un ático de apariencia tan provisional que, si las circunstancias lo requiriesen, se podría desmontar por completo sin alterar en absoluto la estructura de conjunto. No hay dos gobiernos en uno. Desde que Alfonso Guerra tuvo que abandonar la Vicepresidencia aprovechando el conflicto militar en Irak allá por 1991, la autoridad interna del jefe de Gobierno ha permanecido a salvo de desafíos. Y así seguirá siendo en la nueva coalición.

La ampliación del Ejecutivo sigue la lógica de la etapa de José Luis Rodríguez Zapatero, donde algunas secretarías de Estado se elevaban a la categoría de ministerios para lanzar mensajes políticos al electorado, y se rebajaban de estatus cuando cambiaba el contexto. Es la alternativa a lo que en otros países acaban siendo ministros sin cartera, individuos para quienes lo importante es estar en el Gabinete, aunque no gestionen nada. Los casos de Alberto Garzón o Manuel Castells no parece que vayan a estar muy alejados de esa situación. Estamos lejos de esas coaliciones multicolores en algunas democracias europeas, donde la transversalidad define la naturaleza de la agregación gubernamental de partidos. Incluso algunas experiencias españolas, como la coalición de izquierdas que gobierna la Comunidad Valenciana, son más complejas que el nuevo Ejecutivo de Sánchez. 

Por un lado, esto refleja la prioridad que Podemos parece haber dado a la 'presencia' sobre la 'influencia'; no es difícil imaginar que con el beneplácito afectuoso de Sánchez. Dicho en lenguaje más politológico: para en Podemos, IU y sus confluencias han prevalecido las offices sobre las policies, como ya se ha constatado en otros precedentes autonómicos y locales. Con ello, el partido de Pablo Iglesias gana tiempo y espacio para tratar de institucionalizar su proyecto político, una vez constatada la ampliación de su base electoral respecto a lo que heredó de IU, pero también la tendencia declinante de su liderazgo. El riesgo para los morados puede provenir de la descapitalización que sufra su grupo parlamentario, lo que favorecerá aún más la irrefrenable supeditación de la constelación podemita a sus representantes en el poder. 

Por otro lado, esto sugiere menos potencial de conflicto de lo que algunos observadores han apuntado. Dando por descontado que todas las coaliciones gubernamentales son esencialmente conflictivas por naturaleza, cabe señalar que los conflictos pueden ser gestuales (para representar desacuerdos ante el electorado) o estructurales (cuando realmente hay competencias solapadas o jerarquías difusas). En el nuevo Gobierno de Sánchez habrá más de lo primero que de lo último porque permanece, e incluso se refuerza, una estructura clara de obediencias dentro de la máquina gubernamental. Incluso si aceptamos que algunas áreas han sido fragmentadas (caso de Sanidad, Ciencia y Universidad, retos de la Agenda 2030), la dinámica favorecerá la coordinación como única alternativa al bloqueo.

Ello no erosionará lo relevante: sin necesidad de acudir a la ineficiente hiper-centralización que se dio durante la etapa de Mariano Rajoy, la cadena de mando en los asuntos clave (Economía y Cataluña) de este Ejecutivo. A la espera de ver qué comisiones delegadas se organizan (de lo que no cabe esperar sorpresas), el control de Carmen Calvo, Nadia Calviño y María Jesús Montero sobre el proceso interno del Gobierno parece incuestionable. En ese sentido, la arquitectura organizativa del Ejecutivo español deja poco espacio para desafiar la autoridad de núcleo gubernamental definido por Moncloa, Economía, Hacienda y Exteriores. Esto ofrece, paradójicamente, todos los incentivos para que Iglesias y los suyos se vuelquen en ejercer de embajadores del Ejecutivo antes que tratar de disputar internamente el margen de decisión día a día.

Las implicaciones de esta baja penetración de los morados sobre la maquinaria profunda del Gobierno pueden tener repercusiones sustantivas para el futuro a medio plazo de la formación; sobre todo si tenemos presente que el carácter distintivo de los partidos centrales en España (estatales o regionales) proviene, en buena medida, de su incorporación de las elites burocráticas al acerbo de su organización. Los partidos de gobierno lo son también porque han absorbido la fuerza proveniente de los altos funcionarios y de su expertise sobre lo público. En una democracia con partidos débiles como la española, la fuerza de éstos se alimenta más de su posición en las redes de políticas públicas que del empuje de la sociedad civil. Podemos venía de lo segundo y está tratando de traspasar el acceso a lo primero.

Es probable que quienes han salido menos beneficiados por el reparto interno del poder confíen en las garantías ofrecidas por los protocolos y acuerdos firmados (tanto el programático como el de decisiones). Los trabajos sobre coaliciones evidencian que estos acuerdos limitan efectivamente el riesgo de que los ministros puedan actuar por libre, incumpliendo el programa de Gobierno (como ilustra el trabajo de Catherine Moury al respecto). Y eso que estos trabajos no tienen en cuenta hasta qué punto los límites impuestos por instancias europeas pueden ser mucho más restrictivos para la implementación de políticas que cualquier protocolo acordado.

En el caso del acuerdo PSOE-PSC-Podemos-IU-etc, Sánchez ha permitido que Podemos ate parlamentariamente al PSOE a cambio de dejarle las manos bastante libres al equipo del presidente dentro del Ejecutivo. Si bien es cierto que la orientación general de la mayoría parlamentaria será supervisada por los integrantes de la coalición, y que esto también incluirá la comunicación de su acción (ambos requisitos obvios de cualquier coalición), también es cierto que apenas se menciona el funcionamiento interno que antes hemos comentado (disputas internas previas al Consejo de Ministros, autoridad del presidente, gestión interna de los ministerios, despliegue de las decisiones más allá del ámbito parlamentario…).

En realidad, la asimetría de poder resultante entre socialistas y 'podemitas' rebaja la importancia de los acuerdos formales y subraya, en cambio, el peso de los terceros actores sobre el rumbo de la mayoría parlamentaria. Y en ese triángulo, el papel de Podemos está menos preservado, como muestra la preparación de la mesa entre gobiernos prevista para el caso catalán. De igual forma, si bien los protocolos limitan la promiscuidad de los contactos fuera de la coalición, Sánchez tendrá margen para ensayar acuerdos por arriba con la oposición; especialmente con el PP.

En segundo lugar, la continuidad y el predominio de la inercia respecto al equipo saliente también se reflejan en el perfil de los ministros. Como apuntábamos hace unos días, en esta legislatura el quién del Gobierno será fundamental para ampliar los límites que la coalición impone al presidente y a su ejercicio personalista del poder. El episodio de las vicepresidencias ha sido un ejemplo, menos sustantivo de lo que los medios han reflejado. Más significativas son las señales enviadas desde los nombramientos del resto del Ejecutivo.

En general, destaca la marcada persistencia de los rasgos políticos y personales que siguen caracterizando la elite ministerial de Sánchez respecto a sus meses previos, tanto en la edad, en formación, en ocupación profesional y en perfil político (Gráfico 1). Las diferencias introducidas por los ministros de Podemos e IU acentúan esa continuidad: éstos últimos son más jóvenes, profesionales de la política, sin apenas experiencia antes de ella, sentados en el grupo parlamentario, con cargos dirigentes en el partido y con una mochila llena de activismo político. Es el perfil usual que aportan los nuevos partidos recién llegados al poder y que se opone rotundamente al único ministro independiente seleccionado por ello, Manuel Castells. 

Frente a ellos, los ministros de Sánchez reflejan las pautas propias de presidentes anteriores a medida que iban pasando remodelaciones (o dimisiones, en el caso de Rajoy): debilitamiento paulatino de los afiliados al partido en beneficio de independientes y leales al presidente, cada vez menos jóvenes, y donde empiezan a darse casos de ascensos desde dentro del propio Gobierno, como es el caso de José Manuel Rodríguez Uribes. Y persisten los rasgos distintivos de la elite ministerial socialista: como sucedía con Felipe González y Zapatero, predominan los ministros con posgrados, siendo éste el Gabinete con mayor número de doctores de las últimas décadas (a diferencia de los ministros de la derecha, que suelen reclutarse entre los grandes cuerpos del Estado o de la gestión económica, como queda reflejado en los gráficos 2, 3 y 4).

También se forma mayor presencia de ministros originarios de las regiones mediterráneas, por nacimiento o por adscripción (Gráfico 5). 

Es importante interpretar bien un dato definitorio del sanchismo ministerial. Éste será el Ejecutivo con menor porcentaje de ministros afiliados al partido del presidente desde 1977 (siendo laxos con lo que eso quería decir entonces). Si esta cifra es un tanto artificial porque se trata de un Gobierno de coalición, también refleja una decisión de Sánchez: no equilibra el marcado perfil partidista de los ministros de Iglesias con más dirigentes del PSOE y del PSC, sino con una obertura hacia el centro a través de nuevos independientes (José Luis Escrivá, Arancha González Laya). 

Con una excepción: Sánchez ha preservado un área hexagonal que será la responsable de gestionar el asunto catalán y que vendrá definida por el propio presidente, la vicepresidenta Calvo y las nuevas incorporaciones en Justicia y Política Territorial, y la entrada de Salvador Illa. Ese quinteto, de adscripción inexcusablemente partidista y leal a Sanchez, asegurará que el Gobierno ponga en marcha una política activa y no reactiva que trate de reenfocar la orientación gubernamental hacia el conflicto con el independentismo. Por eso, éstos serán también las principales dianas de los ataques de la oposición.

La incorporación de Illa, que ejercerá de ministro de Cataluña entre reunión y reunión del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud, garantiza que uno de los más experimentados gestores políticos entre bambalinas del socialismo español actúe ahora desde el Consejo de Ministros en esa dirección. Su perfil ilustra bien lo que queda de la fontanería política tradicional: siendo un profesional de la política, nunca ha sido diputado ni alto cargo del Gobierno central, pero su trabajo ha resultado esencial para que, entre otros, Sánchez e Iceta hoy puedan estar en sus lugares respectivos. Nada que ver con lo que hoy recoge la nueva política.

Más que un Gobierno de coalición, este nuevo Ejecutivo refleja lo que Sánchez aspira a encabezar en esta legislatura: la reunión de las izquierdas bajo la autoridad personal de un líder que construye su preeminencia más sobre una metodología del poder que sobre una ideología de lo que quiere hacer con él. Una personalización del liderazgo que ha eclipsado al PSOE y que, de confirmarse los augurios, podría acabar haciéndolo también con Podemos y sus confluencias.

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