Hace un año escribí que 2019 iba a ser, probablemente, otro año perdido para hacer las reformas que el país necesita, pero que me gustaría equivocarme. Desgraciadamente, no lo hice, aunque no era difícil. Pero con 2020 cambiamos de década y lo que me preocupa hoy es que no tengamos otra perdida. Para evitarlo, sólo veo un camino, el de la responsabilidad. Desafortunadamente, no está nada claro que la vía del diálogo y la negociación, emblema del nuevo Gobierno, nos lleve a ella, aunque si no es así las culpas posiblemente serán también de la oposición.
Cierto, esta década pasada ha sido de crisis, recesión y, en cierta medida, recuperación, pero no podemos decir que ahora seamos más fuertes. Las únicas excepciones son las del turismo (el sol no se apaga con las vacas flacas) y la banca, que ha reforzado su internacionalización y, sobre todo, ha resuelto su mayor problema; eso sí, gracias al Mede y, como el propio Banco de España reconoce, a la ayuda (deuda) pública. Pero las reformas pendientes siguen pendientes (o por completar), el país está más fraccionado y, si bien acabamos de recuperar el nivel de renta per cápita de hace 10 años, la desigualdad ha aumentado. Por irresponsabilidad política colectiva, no hemos seguido el consejo de Winston Churchill de "Never let a good crisis go to waste" y, de hecho, en algunos aspectos (territorial) y para algunos grupos (jóvenes) estamos peor.
La necesidad de realizar reformas fundamentales (Seguridad Social, financiación autonómica, fiscal, del mercado laboral, de la educación o sanidad públicas, etcétera) no es una cuestión de izquierdas o derechas, ni de una parte de España por ejemplo, Cataluña respecto al resto. Eso sí, en cómo se hagan sí que puede haber diferencias, y para que sean estables se requieren amplios consensos. Si no, el cómo bloqueará su puesta en marcha, o podemos encontrarnos con que al cambiar la legislatura se deshaga lo que se haya hecho en la anterior.
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Estos consensos son posibles si se sabe separar lo fundamental de lo accesorio (hacer crecer el pastel de repartirlo) y si se tiene una visión y capacidad de compromiso a largo plazo; condiciones éstas que distinguen las políticas de Estado de las políticas tan sólo de Gobierno, y que diferencian al Ejecutivo como gestor central en la organización del Estado del que actúa como ejecutor de políticas de partido (o partidos si, como es ahora el caso, es una coalición gubernamental).
Éstas son las condiciones que requiere la vía de la responsabilidad colectiva, pero hay una razón que explica por qué no es fácil que se den: en la competición política por ejemplo, electoral, lo que es común y fundamental apenas cuenta, sino las diferencias que separan a uno del contrincante. Tampoco cuenta apenas el largo plazo que, por definición, va mas allá de una legislatura.
La antítesis de la responsabilidad colectiva es la confrontación en la que la política en nuestro país se ha enfangado en los últimos años; aunque no todo fue confrontación durante la crisis, pero fue más una responsabilidad por conveniencia por pertenecer a la Unión Europea que por convicción colectiva.
De la corrupción a la negligencia a la hora de abordar reformas, en menor o mayor medida, la irresponsabilidad no ha hecho diferencias entre izquierdas y derechas, entre catalanes y andaluces. Aunque también hay irresponsabilidades diferenciadas. Por ejemplo, la de la derecha al defender que se pueden bajar los impuestos arbitrariamente sin comprometer el Estado de Bienestar, o que el aumento de la desigualdad no va a acabar siendo un lastre para todo el país. Y desde la izquierda, por sostener que se puede intervenir en el mercado laboral por ejemplo, reforzando también arbitrariamente la negociación colectiva sin perjudicar la creación de empleo, o reducir las tasas universitarias o el copago sanitario sin perjudicar la financiación y, por tanto, la calidad de estos servicios.
También es otra la irresponsabilidad nacionalista o independentista: de puertas afuera, poco proclives a la co-responsabilidad que requiere todo Estado federal o autonómico, internamente despectivas con quienes no comparten su credo (a la espera de que éstos sean minoría). La irresponsabilidad soberanista solo se diferencia de la (simplemente) nacionalista por su carácter más insaciable: ningún compromiso es estable si no garantiza la independencia.
Desgraciadamente, los gobiernos centrales del PP y el PSOE repito, centrales han compartido otra irresponsabilidad: en vez de entender y confrontar el problema territorial, simplemente han hecho concesiones cuando han necesitado el apoyo de nacionalistas o regionalistas, lo que explica la disfuncionalidad de nuestro modelo federal, llamado de las comunidades autónomas.
Es con esta óptica que leo con preocupación el acuerdo de fin de año entre el PSOE y Podemos y el compromiso del PSOE con ERC de "mesas entre gobiernos y urnas al final". Preocupación por lo que se dice, lo que no se dice y, en especial, por la dinámica que se abre.
Lo que se dice
Lo que no se dice (aparte de lo ya indicado)
La dinámica que se abre
Sólo veo dos caminos posibles. Uno lleva a la vía de la responsabilidad: la sensatez predomina en el Sánchez II y, en vez de celebrar el triunfo de la izquierda e intentar gobernar con los apoyos de la investidura, persigue acuerdos de Estado que en su momento le ofrecieron PP y Ciudadanos para aplicar reformas necesarias y encauzar el problema territorial, que no es sólo catalán. La sensatez también predomina en la oposición constitucionalista y, en vez de negarle el pan al Ejecutivo de izquierdas (por temor a Vox y con la esperanza de que así caiga el Gobierno), entienden que la confrontación y el bloqueo de las reformas de calado debilita al Estado y fortalece independentismos y populismos.
En la otra, los 20s pueden ser otra década perdida para las reformas necesarias, y lo que pase con el problema territorial dependerá de cómo evolucione la confrontación entre izquierdas y derechas.
En una palabra, mi deseo para 2020 es que esté equivocado y encaucemos la vía de la responsabilidad colectiva.