El pasado 18 de diciembre, el seminario sobre género organizado por el Barcelona Institute of Analytical Philosophy en la Universidad Pompeu Fabra llegaba a su fin tras dos días de intensas y extenuantes discusiones con diversos especialistas nacionales e internacionales sobre distintos aspectos filosóficos de un tema tan importante como la identidad de género y sus implicaciones y consecuencias normativas.
El último de los ponentes, el profesor Pablo de Lora, de la Universidad Autónoma de Madrid, se disponía a exponer su ponencia
What is it like to be a 'trans'? Four puzzles on gender identity. En ese momento, un grupo de activistas
trans entraron en la sala de seminarios, repartieron unos carteles en los que acusaban al ponente de
tránsfobo y machista; unos con su cara, incluso con la cabeza boca abajo en algunos de ellos. Repartieron también copias de una entrevista que el ponente había concedido a
El Mundo unos meses atrás. Leyeron una proclama de protesta por el hecho que un autor con opiniones "
tránsfobas y machistas", y que no era
trans, se atreviera a hablar de lo que supone ser
trans, asunto sobre el que intentaron abrir una conversación.
Los organizadores del acto les pidieron reiteradamente que nos dejaran continuar, que se quedaran al seminario, escucharan al ponente e intervinieran, si así lo deseaban, en el turno de preguntas. Si no querían participar en el evento, se les invitó a salir de la sala para poder proseguir. Rechazaron ambas invitaciones y se mantuvieron en la tarima con el objetivo de impedir el transcurso del seminario. Tras unos 20 minutos de intentos infructuosos para reemprender la actividad, el ponente expresó su protesta por habérsele impedido hablar. Era obvio que ya no se daban las condiciones para continuar con el acto.
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No hay ninguna duda de que el colectivo
trans es uno de los grupos sociales más vulnerables, discriminados e invisibilizados, y que muchos de sus miembros han sufrido y sufren terribles injusticias que nos interpelan a todos de un modo muy directo; tampoco de que toda acción de visibilización y reivindicación de este colectivo, como de cualquier persona vulnerable, incluso de protesta siempre que se haga dentro del ejercicio de dicho derecho, también en la Universidad, debe ser en principio aplaudida.
Es muy probable que las activistas que irrumpieron en el seminario no supieran que el título de la intervención del ponente era una clara cita al título de un famoso artículo de uno de los filósofos morales vivos más importantes, Thomas Nagel. Tal vez no supieran
tampoco que Pablo de Lora es uno de los mejores filósofos del derecho en España, un especialista en derechos humanos, bioética, y también en temas de género y sexo. Y es muy probable que no hubieran leído su último y polémico libro,
Lo sexual es político (y jurídico), publicado este mismo año en Alianza Editorial.
En este libro, De Lora defiende opiniones contundentes contra ciertos tipos de feminismo y determinadas tesis de la literatura sobre estudios de género. Pero todo aquel que lo haya leído sabrá perfectamente que De Lora no defiende ninguna posición machista, y mucho menos
tránsfoba. Así que no debemos descartar que la protesta estuviera basada o alentada por alguna confusión causada por el título o por ciertas frases de la entrevista mencionada en
El Mundo. Pero todo esto en realidad es irrelevante.
Ciertamente, las protestantes tenían derecho a interpelar al ponente y criticar sus tesis una vez expuestas. Tenían incluso derecho a protestar, de algún modo, si pensaban que algo se había hecho mal; por ejemplo, presentando una queja o, incluso, verbalizando su desacuerdo en las puertas del seminario.
Todos tenemos derecho a protestar. Nadie debe discutir eso. Este derecho es fundamentalísimo en democracia. Las nuestras avanzan gracias a la movilización permanente, la protesta y las acciones no violentas de sensibilización de nuestros ciudadanos y ciudadanas.
Pero el ejercicio de este derecho debe hacerse compatible con los de los demás. Por ejemplo, con el derecho a no sufrir un escrache personal que todos tal vez a excepción de los políticos, y sólo mientras se encuentran en su lugar de trabajo tenemos.
Se puede protestar contra ciertas ideas o decisiones, sin por ello llegar al punto de escrachar a una persona de la manera en que se hizo. Y, por supuesto, un derecho tan esencial para la democracia como el de protesta es el de la libertad de expresión y, derivada de ella, la académica, que imponen límites más severos aún a lo que es permisible hacer en el contexto de un seminario en una universidad.
Tal y como nos recuerdan Robert P. George y Cornel West (dos profesores de Princeton que se hallan literalmente en las antípodas ideológicas el uno del otro) en una declaración que firmaron en 2017 con el título
'Truth Seeking, Democracy, and Freedom of Thought and Expression', que han firmado miles de profesores con ideas completamente diversas y opuestas y que deberíamos enmarcar y colgar de las paredes de todas nuestras universidades, "la búsqueda de la verdad y la preservación de una sociedad libre y democrática exige cultivar y practicar las virtudes de la humildad intelectual, la apertura de mente y, por encima de todo lo demás, el amor a la verdad. Estas virtudes se manifiestan y se ven reforzadas por la propia predisposición a escuchar atenta y respetuosamente a la gente inteligente que desafía nuestras creencias, que representa causas con las que uno desacuerda y que defiende puntos de vista que uno no comparte". Y añaden incluso que "cuánto más importante sea la cuestión que se discute, más deseosos deberíamos estar de escuchar y entrar [en una discusión argumentada] especialmente si la persona (...) va a desafiar nuestras creencias más profundas, más preciadas y aquéllas que conforman nuestra identidad".
Nada debería representar mejor los valores democráticos del pluralismo, el respeto a la diferencia, la libertad de expresión y el debate argumentado en la búsqueda de la verdad que un seminario académico en una universidad.
No importa cuán erróneas, o hasta repugnantes, nos puedan parecer las tesis que son defendidas en ese espacio. Nuestra forma de expresar el compromiso con nuestras creencias y valores y, al mismo tiempo, con los principios democráticos, debe ser siempre la crítica argumentada y el debate racional. Cuando la protesta se convierte en boicot, cuando una acción de visibilización y concienciación se convierte en un escrache personal, cuando una defensa de valores democráticos se transforma en una vulneración de la libertad de expresión y de la libertad académica, estamos traicionando aquello en lo que creemos todos. Como nos dicen George y West, todo debe partir primero de una virtud cívica fundamental, tal vez la más importante de todas: saber escuchar atenta y respetuosamente.