Como es bien sabido, la práctica totalidad de los grandes genocidas del pasado siglo XX fueron consumados cinéfilos. La historia del totalitarismo se cruza de manera irremediable con la de las imágenes, ya sea por la vía de la ausencia (aquellas imágenes de matanzas y exterminios que no fueron filmadas) o por la vía del exceso (las piezas propagandísticas que generaron una llamada explícita a la destrucción del ser humano colindante). Por poner el ejemplo más (tristemente) célebre, una pequeña parte de la gigantesca maquinaria de la UFA dirigida durante los años del III Reich generó un auténtico laboratorio del odio audiovisual destinado no únicamente a pavimentar las carreteras que conducirían a los campos de exterminio, sino también a legitimar las políticas de eugenesia y el borrado inmisericorde de seres humanos con discapacidades intelectuales.
Como si pudiéramos seguir el vuelo del ángel de Benjamin, hay apenas un aleteo entre la alegre celebración de la muchachada nacionalsocialista en Nuremberg y el video viral en el que un ufano camionero, parapetado por una gigantesca bandera de España, profiere amenazas contra los periodistas, los profesores de Universidad, los progres: "Teníamos que poner un pozo, como el de la película de Esparta y deciros Esto es Esparta patadita al puto pozo pero progre por progre, uno por uno".
A nada que reflexionen, verán que la referencia central es, no por casualidad, cinematográfica. Una sublimación (la de la Esparta de 300, de Zack Snyder, 2006) que encaja con otros títulos épicos cuya construcción visual remite, a su vez, a las películas de Leni Riefenstahl; animadas, como sabemos, por su amor hacia Hitler. Su visualidad se plasma en elementos icónicos reconocibles: las antorchas junto a las estatuas de los héroes espartanos frente a las que desfilan los neonazis de Amanecer Dorado, las espigas que acarician Santiago Abascal o Kristian Thulesen Dhal (líder de la formación danesa radical Dansk Folkeparti), o los eternos ralentizados de la imagen que magnifican las peripecias de Marine Le Pen.
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La extrema derecha europea tiene un lenguaje audiovisual propio, reconocible, nutrido en esas gestas imposibles que miran hacia el pasado añorando una arquitectura desmesurada, grandes planos aéreos de campos verdes, montañas, mares y cielos tormentosos, y héroes clásicos de largos parlamentos que loan la muerte, la tierra y el destino. Y así construyen a sus líderes, como superhéroes, a partir de un relato mesiánico que los sitúa fuera de un sistema corrupto cuyos dirigentes han arrastrado a un estado de crisis y emergencia que ellos (y ellas) vienen a salvar; porque son, ante todo, amantes de su patria. Marine Le Pen se define así, en un vídeo de campaña de 2017, al borde de un acantilado a través de planos aéreos que dibujan su figura resistiendo la fuerza del viento. Después, mientras pasa las páginas de su álbum familiar (invocando el legado a partir de la fotografía) habla de la protección a la familia (hetero-normativa, claro) y de la amenaza que siente como mujer ante el desarrollo del islam. Su mensaje es directo, mientras la vemos navegando al timón de una embarcación, en planos ralentizados y música épica: viene a reestablecer el orden, la justicia, la seguridad y la prosperidad perdidas. También el camionero de Vox enunciaba este deseo puesto en hombros del líder, aunque de forma más mundana: "Ojalá salga mi presidente Santi [...] para espabilaros, porque esto es España".
Desde luego, la narrativa propagandística explicita deseos de lo hiperbólico e incluso de lo kitsch y (aunque lo parezca, no es paradójico) de lo auténtico. En el mitin de Vox en Málaga para las elecciones andaluzas, Santiago Abascal puntuó su discurso abriendo con el tema Malamente de Rosalía, epítome de la fascinación audiovisual de la cultura popular. Es uno de los muchos iconos que la ultraderecha se ha apresurado en apropiarse; aunque la artista evite siempre posicionarse políticamente y se escurra de las etiquetas.
Lo peligroso aparece cuando esos deseos de lo auténtico se articulan en una narrativa épica (del sí mismo contra los otros) cada vez más extendida, que alienta la desinhibición ética y anima las hostilidades imaginarias. En efecto, hasta el camionero de Vox, con su humilde y tembloroso plano único grabado en vertical, mirando encorajado tras sus gafas de sol espejo (porque enunciar desde un camión tras el videoclip del Malamente de Rosalía parece más potente a nivel discursivo) es consciente de la nostalgia que experimenta ante las imágenes de tiempos que nunca existieron, pero ante los que se presupone una gloriosa capacidad para sacrificarse ante todo, para exterminar a sus enemigos.
Hay una indudable conexión significante entre el pozo de Esparta y las fosas, montes y cunetas en las que todavía reposan las víctimas del bando franquista; e, incluso, el cuerpo al que la pareja de amantes no asiste en La muerte de un ciclista, film de 1995 con el que Juan Antonio Bardem escribió que el miedo que dejaba la Guerra Civil corrompe hasta al más inocente.
Fotogramas del videoclip de Malamente (2018), de Rosalía: exhibición visual de arte flamenco y trap callejero en un polígono industrial.
Un votante reivindica que los camioneros también pueden ser de Vox desde el furor españolista ("Queremos nuestros toros, nuestro flamenco
") y contra la educación, clave para cualquier democracia.
En cualquier caso, mientras la izquierda lima su radicalidad para intentar negociar y, al fin y al cabo, trabajar (aunque no siempre) desde la educación democrática, la extrema derecha es bien consciente de quiénes son sus enemigos y, distanciándose de cualquier compasión, hacen alarde de su pulsión de destrucción.
Pensemos en un caso de éxito: el partido húngaro Fidesz, que contó con un 48,51% de los votos en las elecciones nacionales de 2018 y que, pese a haber sumido a la población en unos niveles de indigencia y violencia sistémica gubernamental prácticamente impensables para la Europa del siglo XXI, sigue contando con el apoyo mayoritario de su electorado a partir de una única premisa: impedir la entrada de refugiados en territorio húngaro. Los videos internos que utilizan en sus mítines, a veces con forma de rudimentarios karaokes para que los asistentes puedan corear los estribillos, se basan en fotomontajes de los atentados terroristas cometidos en suelo europeo sobre los que se insertan las imágenes de oleadas de refugiados que escapan de Siria.
Controlando más del 70% de los medios de comunicación públicos y privados de Hungría, Fidesz alerta contra el peligro de la homosexualidad y la mezcla racial, carga contra los supervivientes del Holocausto y lamenta que Alemania se haya domesticado y sienta vestigios de culpa por las políticas de exterminio desarrolladas en la Segunda Guerra Mundial.
A modo tristemente anecdótico, debemos destacar que semejante colección de argumentos no ha podido evitar que a la derecha del Fidesz se localice otro partido todavía más radical, Jobbik, cuyo joven líder es presentado en YouTube con una impecable camisa blanca, besando a niños y confortando a ancianos.
La extrema derecha europea, aunque con ciertas diferencias nacionales dependiendo de las circunstancias de cada país, detecta con claridad dos enemigos. Por un lado, el interior: aquellos representantes del establishment que nos han llevado a la situación actual (los "liberales", los "demócratas", los "europeístas" y los periodistas que les dan voz), así como los colectivos que amenazan el hetero-patriarcado, como el feminismo o la comunidad LGBTIQ+. Por otro lado, el exterior: los inmigrantes, especialmente los de religión musulmana.
En sus vídeos, las víctimas de los atentados europeos son conjuradas explícitamente como argumentos de peso para justificar el voto. Quizá el caso más extremo hasta el momento sea el del partido sueco Sverigedemokraterna, que dedicó todo un monográfico de tres minutos a levantar su discurso sobre las cenizas del atentado del 7 de abril en Estocolmo, en el que un conductor suicida aparentemente vinculado con las fuerzas de Isis acabó con la vida de cinco civiles. Paradójicamente, los partidos del norte de Europa no se pronuncian con respecto a la masacre que Anders Behring Breivik perpetró en la isla de Utøya, parapetado tras la misma ideología que ellos afirman encarnar.
En definitiva, los discursos de ultraderecha se sostienen en la construcción de la nostalgia y de la épica: toda protección de fronteras no es más que un inútil intento de impedir al otro que goce de un paraíso que, aunque se dé por propio, está para siempre perdido. Y como el relato del presente ya se supone en las redes y, por supuesto, en el directo televisivo, la extrema derecha muestra su pensamiento reaccionario evocando narrativas audiovisuales: nada más nostálgico y épico que el cine, por ser un dispositivo fantasmal que anima una y otra vez el esto ha sido y que muestra lo auténtico (o la verdad) sólo a condición de su naturaleza ficcional. Aunque requiere tiempo (hay que detenerse para leer la imagen), atender a la potencia del lenguaje audiovisual es urgente porque no sólo calibra, sino que construye las distancias oscilantes entre el amor y el odio en Europa.
Artículo elaborado en colaboración con CC.OO., en el marco del proyecto de formación de dirigentes sindicales de la Escuela de Trabajo