22 de Noviembre de 2019, 20:31
Historia.- La desigualdad social en Chile tiene raíces históricas profundas que datan de tiempos coloniales. Sin embargo, este fenómeno fue notablemente acrecentado en los 17 años de una de las dictaduras más violentas vistas en América Latina durante el periodo 1973-1989 (Sanhueza y Mayer, 2009). En él se aplicaron políticas extremas, incluyendo la privatización (o más bien despojo masivo) de empresas y activos estatales en favor de un pequeñísimo grupo de personas directamente ligadas al régimen; políticas neoliberales a ultranza que incluyeron la abolición de los sindicatos, la reducción drástica, o eliminación de los programas sociales aparejada con una drástica reducción de los impuestos progresivos a empresas e individuos, reemplazados en parte por altos impuestos indirectos, incluyendo un impuesto al valor agregado IVA que se aplica incluso a artículos de primera necesidad; la privatización de las pensiones, que se reduce a cotizaciones individuales administradas por un pequeño número de empresas con poderes monopolísticos que les permiten cobrar comisiones altísimas; y la privatización de la mayor parte de las fuentes de agua y de derechos de pesca, entre otras medidas.
Además, se impuso una nueva Constitución que estableció drásticas limitaciones al rol del Estado en la economía, un Estado subsidiario, y estableció mecanismos institucionales para hacer muy difícil cualquier cambio progresista al modelo económico imperante. Estas políticas profundizaron el control económico casi total del país por parte de un pequeño número de poderosos grupos económicos que fueron, a su vez, el gran soporte civil de la dictadura de Pinochet.
Democracia.- Esto último es de gran importancia porque, ya en democracia, estos grupos económicos mantuvieron su poder y limitaron en forma inflexible los tímidos intentos de los gobiernos democráticos por reformar el modelo imperante. Es tal el poder de los 30 grandes grupos económicos ('compuesto' por unos 800 individuos), que los ejecutivos se auto-impusieron en muchos casos el diseño de políticas públicas que tenían como objetivo congraciarse con estos poderosos clanes (Universidad del Desarrollo, 2017).
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Así, si bien es cierto que esos gobiernos democráticos pusieron énfasis en aumentar y focalizar programas sociales dirigidos a reducir la pobreza extrema con un éxito significativo, en muchas otras áreas, lejos de cambiar el modelo económico heredado de la dictadura, lo hicieron aún más extremo. Por ejemplo, en los años 1990s y primera década del presente siglo, se privatizó una gran cantidad de servicios básicos como el agua potable, la electricidad y otros que estaban todavía administrados de manera generalmente eficiente por empresas estatales; se continuó entregando grandes recursos naturales, como las aguas los ríos y los glaciares, a las empresas mineras para su libre uso; los recursos pesqueros, tanto pelágicos como acuíferos, a la industria salmonera, para su uso sin control por parte de las grandes empresas que los explotan. No sólo se han asignado gratuitamente enormes recursos naturales a unos pocos grandes empresarios, sino que además las grandes rentas económicas generadas por estos recursos no están sujetas a 'royalties' de ningún tipo.
Aparte de estas rentas de recursos naturales, estimadas en algunos años en alrededor de 20% del Producto Interior Bruto del país (Figueroa y Pasten, 2014), se les ha permitido la creciente monopolización de la mayor parte de las industrias para el mercado doméstico, a menudo sujetas a febles regulaciones o, simplemente, dejadas en la práctica al laissez faire del mercado. Esto genera otra gran fuente de rentas, que una vez más van a beneficiar a unos puñado de grupos económicos. Estas rentas monopolísticas son tan cuantiosas que fácilmente llegan al 15% o 20% del PIB (López y Figueroa, 2016).
Políticas públicas.- Las políticas fiscales en democracia continúan siendo pro-elites y tienden a mantener (o en algunos casos a aumentar) la desigualdad. A diferencia de lo que ocurre en la mayor parte de los demás países de la OCDE, prácticamente no cambia la distribución de ingresos en Chile antes y después de impuestos y de gasto público. Es decir, el efecto neto del Estado en la economía es neutro con respecto a la desigualdad.
La principal razón radica en los impuestos, que pueden ser caracterizados como insuficientes, injustos e ineficientes. Insuficientes porque las tasas impositivas que afectan a los ingresos altos son generalmente muy bajas; injustos porque más del 50% de la recaudación fiscal la aportan los tributos indirectos pagados por toda la población, ricos y pobres; ineficientes porque no gravan las cuantiosas rentas económicas que, como es sabido, proveen de una base de captación de recursos que, a diferencia de los otros impuestos, no causa distorsiones e ineficiencias.
La política laboral y salarial ha continuado durante tres décadas sesgada en favor de los empresarios, manteniendo restricciones draconianas a la sindicalización, salarios mínimos en niveles muy bajos (menos de 400 dólares mensuales en la actualidad), casi nula regulación sobre las condiciones sanitarias en los lugares de trabajo y la subcontratación, baja seguridad de empleo, etcétera. Así, la tasa de sindicalización en Chile llega apenas al 9%, y más el 70% de los trabajadores gana menos de 700 dólares mensuales.
Consecuencias.- Si bien es cierto que la mayor parte de la población tiene niveles de ingresos por encima de la línea de pobreza, está sujeta a un enorme grado de vulnerabilidad. La insuficiente seguridad social implica que una persona está condenada a caer en la pobreza en muchas circunstancias: un accidente que le impida trabajar por un periodo prolongado, una enfermedad seria, hijos en edad escolar y universitaria, jubilación son todos eventos que tienen consecuencias muy serias sobre el bienestar de la población. Los servicios de salud pública son precarios y caros; la educación pública puede ser gratuita, pero de muy mala calidad, lo que obliga a muchos padres a enviar a sus hijos a escuelas particulares pagadas; las jubilaciones, basadas en el mismo sistema de capitalización individual creado en dictadura, son, por lo general, míseras, y suponen ingresos generalmente menores al 20% del salario percibido en el momento de la jubilación. En efecto, más de la mitad de los jubilados tiene que depender de una pensión mínima solidaria estatal que, actualmente, es de menos de 200 dólares mensuales.
Las condiciones macroeconómicas detrás de esta situación son claras. La recaudación tributaria apenas llega al 20% del PIB, lo cual no le permite al Estado un gasto social más acorde con las enormes carencias y es una de las recaudaciones más bajas entre los países de la OCDE. De acuerdo con estudios recientes, el 1% más rico de la población se apropia de más del 30% del ingreso nacional, y de una parte mucho mayor aún de la riqueza total.
El Estado y los políticos.- Los gobiernos democráticos no han estado dispuestos a aumentar de manera significativa el rol del Estado en la provisión de más y mejores derechos sociales a la población y, de esta forma, mejorar la desigualdad imperante, porque hacerlo significaría aumentar la carga tributaria. Dados los bajos niveles de ingresos de la mayor parte de la población, y que el 1% (y, sobre todo el 0,1%) más rico contribuye con una porción muy baja de los ingresos tributarios debido a las bajas tasas de impuestos y a su capacidad de eludirlos y evadirlos por falta de fiscalización y penas irrisorias a delitos de cuello y corbata, la fuente lógica de mayores tributos puede venir sólo de estos grupos privilegiados. Pero ellos tienen el poder económico, son dueños de los medios de comunicación, de think tanks, universidades, etc., lo que les ha permitido influir de manera casi grotesca sobre el diseño de políticas públicas en su favor.
El gran poder de los super-ricos también les ha permitido recompensar a los políticos del Gobierno de turno que se han portado bien con directorios, cargos ejecutivos de grandes empresas, consultorías, etc., una vez que han terminado su labor pública. Así, las puertas giratorias desde altas posiciones de gobierno y parlamentarios hacia el sector privado ha permitido un contrato implícito que implica que políticos que promueven políticas pro-elites desde el Gobierno obtienen jugosas recompensas en el sector privado una vez concluida su labor gubernamental.
La nueva realidad.- Esta tranquila y conveniente convivencia entre políticos y grandes empresarios está en proceso de desintegración gracias al levantamiento generalizado del pueblo de Chile, que finalmente está exigiendo un cambio radical de este modelo.
Más de tres semanas de protestas masivas causando caos en todo el país han convencido a los políticos, e incluso a los grandes empresarios, de que van a tener que ceder, aunque sea una porción pequeña de sus enormes privilegios.
Un nuevo consenso ha emergido en el que se reconoce que los super-ricos van a tener finalmente que contribuir al bienestar social a través de mayores impuestos. En un estudio reciente, hemos estimado que un programa de inversión que responda medianamente al clamor social va a tener un coste anual de alrededor del 4% del PIB (unos 11.000 millones de dólares), los cuales deben provenir de una mayor carga tributaria a los super-ricos. Esto elevaría la carga tributaria del actual 20% a 26% del PIB, más acorde con los países de ingresos medios de la OCDE. Está por ver si todo lo que se está planteando en esta dirección se cumplirá al final, pero da la impresión de que, si no se satisfacen las justas demandas sociales, el país corre el riesgo de hacerse ingobernable como consecuencia del enorme descontento y la decisión de lucha imperante entre las grandes mayorías de la población.
Lecciones.- Si bien Chile ha epitomizado lo que es un país desigual e injusto, muchos otros son también extremadamente desiguales (tanto en América Latina como en África) y otros que han sido históricamente relativamente igualitarios (algunos europeos) han estado durante las últimas dos décadas empeñados en desmantelar sus sistemas de protección social, creando las condiciones que llevan a una creciente desigualdad social.
Una importante del caso chileno es que ilustra muy bien la dinámica social en condiciones de injusticia y desigualdad. Los pueblos son capaces de absorber desigualdad incluso en niveles altos, pero en la medida que persista y se intensifique, llega a un punto de saturación donde cualquier abuso adicional por parte de las políticas públicas, por pequeño que sea, puede generar una reacción tectónica con grandes costes en vidas humanas y materiales. Más aún, estas reacciones se retroalimentan y las demandas sociales se magnifican, lo que hace cada vez más difícil satisfacerlas a corto plazo. Pero si no son satisfechas en un período corto, pueden llevar a etapas pre-revolucionarias, con efectos catastróficos de toda índole.
Está clara la lección para los hacedores de política tan entusiastas de las políticas neoliberales extremas: no estiren el elástico social, porque si persisten en ello por mucho tiempo se les va a romper en la cara.