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Bolivia y democracias interrumpidas

Leiv Marsteintredet, Andrés Malamud

13 de Noviembre de 2019, 21:12

Hasta la década de 1980, los presidentes latinoamericanos eran reemplazados de malos modos por militares sublevados. Este mecanismo de sucesión no figuraba en las constituciones y se denominaba golpe de Estado. A partir de entonces, la democracia echó raíces y los golpes se hicieron infrecuentes.

Los presidentes, sin embargo, seguían cayendo. Lo que el politólogo Aníbal Pérez Liñán denominó "la nueva inestabilidad política en América Latina" no precisaba de las Fuerzas Armadas: en vez de militares insurrectos, los que ahora pedían la cabeza de sus gobernantes eran los ciudadanos en la calle. Pero la protesta popular no era suficiente. Para tener efecto, el conflicto debía ser canalizado –y legitimado– por una institución republicana: el Congreso o el Poder Judicial. Así, la democracia ganó estabilidad aunque sus gobernantes siguieran siendo frágiles. La diferencia no era pequeña: el grado de violencia política resultaba mucho menor, porque la impaciencia que acortaba mandatos era de los ciudadanos y no de los generales.

Pero en los últimos tiempos, el actor olvidado ha vuelto al centro de la escena. En Brasil, Chile y Bolivia, por no hablar de Venezuela, las Fuerzas Armadas han retomado el protagonismo público, en parte por invitación de dirigentes civiles en apoyo de sus proyectos políticos. Apoyando al Gobierno o sugiriendo que se vaya, su participación vuelve a determinar la estabilidad presidencial.

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Pero el rol que cumplen los militares no es siempre igual: mientras en Venezuela exacerban el conflicto al sostener al régimen contra la democracia, en Brasil y Chile han tendido a moderar a los políticos. Cuando Bolsonaro padre amenaza con mudar su embajada a Jerusalén y Bolsonaro hijo con restablecer un decreto de la dictadura, los militares remolonean y advierten y obligan a recular. Cuando Piñera clama que el Estado chileno está en guerra contra sus ciudadanos, los militares lo desmienten. De manera más visible, en Bolivia tomaron partido por la protesta contra el presidente, actuando como lo que el politólogo Alfred Stepan llamaba el "poder moderador".

Si la renuncia forzada de Evo Morales fue golpe o no depende de la definición del fenómeno. Resumiendo décadas de estudios sobre golpes de Estado, los politólogos Jonathan Powell y Clayton Thyne concluyen que un golpe se define por tres factores: el blanco es el jefe del Estado o Gobierno, el perpetrador es otro agente estatal (frecuentemente, los militares) y el procedimiento es ilegal (aunque no necesariamente violento).

Los golpes pueden ocurrir tanto en regímenes democráticos como autoritarios; y pueden matar democracias, democratizar dictaduras o no conllevar un cambio de régimen. Por eso, las interpretaciones varían. Hay golpes universalmente repudiados, como el de Augusto Pinochet en 1973, y otros celebrados como la llamada Revolución de los Claveles, que puso fin al autoritarismo en Portugal.

En el caso boliviano, la interpretación también depende de otra definición: si la sugerencia del comandante de las Fuerzas Armadas para que Evo Morales renunciase fue legal o no. Gobiernos y partidos de derecha sostienen lo primero, los de izquierda lo segundo y los académicos discuten argumentos y antecedentes.

Es relevante la comparación con el último golpe de Estado en América Latina, el de Honduras contra Manuel Zelaya en 2009. Entonces, los militares arrestaron y exiliaron al presidente sin previa presión popular (aunque con apoyo legislativo y judicial posterior); en Bolivia, en cambio, los militares sólo sugirieron la renuncia después de semanas de protestas populares, luego de lo cual Morales partió al exilio. Hay más de una interpretación razonable para este hecho, dependiendo de lo que uno piense sobre la posibilidad de Morales de rechazar la sugerencia. En cualquier caso, su salida será reivindicada o repudiada según la intensidad de la violencia que sobrevenga y el tipo de régimen que lo suceda.

La investigación académica registra diversos tipos de golpe, y muchas veces el uso del concepto polariza más de lo que clarifica. Pero la clasificación basada en su desenlace es relevante para entender qué régimen podría advenir en Bolivia. Hay golpes restauradores, moderadores, burocrático-autoritarios y revolucionarios. Los restauradores pretenden restablecer un orden anterior a la democracia; los moderadores buscan recuperar una democracia que ha descarrilado; los burocrático-autoritarios aspiran a imponer un orden nuevo donde la democracia sea, como máximo, fachada; los revolucionarios también buscan inaugurar un nuevo orden, pero democrático o socialista.

El golpe en Bolivia no fue, definitivamente, ni burocrático (sino más bien chapucero) ni revolucionario (sino más bien reaccionario). Que sea restaurador o moderador dependerá de su evolución, es decir, del tiempo que llevará el restablecimiento del orden democrático y de la violencia infligida en el camino.

Aunque lo más importante es la seguridad ciudadana y la reposición de la democracia, el debate público se ha calentado en torno a una pregunta: ¿fue golpe o no? La polarización creada no contribuye a entender ni a resolver: en cierto sentido, ambos lados tienen razón. Fue un golpe… también. No solamente. Explicamos. 

Evo Morales pavimentó el camino que llevó a su caída. Al forzar una reelección inconstitucional, ignorar un referéndum y pergeñar un fraude electoral, dejó en evidencia que su vocación democrática era menor que su ambición personal. Su actuación no afecta la clasificación del evento, pero lo provocó. La ilegalidad de su acción fue la causa de fondo, provocando primero las protestas callejeras y luego el repudio a su Gobierno por parte de la Central Obrera Boliviana (COB) y la Policía. Esto configuraría un caso de interrupción presidencial por presión callejera e insurrección democrática.

Pero si la acción ilegal de Morales fue el problema de origen, la tragedia fue que ni la calle ni las instituciones republicanas lograron resolver el conflicto, y fueron los militares los que actuaron para desatar el nudo gordiano, como afirmó Daniel Zovatto, con una "orden disfrazada de sugerencia". Cuando nosotros clasificamos lo ocurrido como un golpe, nos enfocamos en la actuación militar y las causas desencadenantes más que las de fondo. No se equivocan los que subrayan la insurrección popular ni los que subrayan el golpe; se equivocan los que soslayan cualquiera de los dos.

Un golpe no necesariamente quiebra la democracia; a veces, la genera. Y una insurrección popular no siempre es democrática. Si en Bolivia se reestablece pronto esta última, la salida de Morales será celebrada como una salvación democrática; si no, será repudiada como el golpe de Pinochet. La lección que queda es que la inestabilidad presidencial contemporánea sigue teniendo un factor activo, la protesta callejera, pero ahora tiene dos factores habilitantes: el Congreso y, ganando protagonismo continental, las Fuerzas Armadas. Los antecedentes no son halagüeños.

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