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Protestas y democracia

Armando Chaguaceda

8 mins - 14 de Noviembre de 2019, 21:34

"La democracia inaugura la experiencia de una sociedad inasible, indomable, en la que el pueblo será llamado soberano, ciertamente, pero en la que la cuestión de su identidad no dejará de plantearse, en la que la identidad permanecerá latente" 

 Claude Lefort, La imagen del cuerpo y el totalitarismo

Mientras se estremece (entre cánticos y humareda) el centro de Santiago de Chile, leo posturas contrapuestas; miradas simplificadoras (desde el orden oligárquico y el radicalismo tumultuario) que inundan nuestras redes sociales. Para unos, cualquier protesta en democracia resulta un acto subversivo, pues los ciudadanos agraviados tendrían la posibilidad (y el deber) de esperar a la próxima elección para poder sacar del poder al mandatario que les disgusta. Según otros, asistimos a una situación revolucionaria (ajena al veredicto de las urnas) que encauza un reclamo popular de cambio político radical distinto a la normalidad burguesa. Liberalismo anti-democrático y 'democratismo' anti-liberal confluyen así, desde las antípodas, para repudiar la posibilidad de una república sostenida, al unísono, por el funcionamiento de sus instituciones representativas y el derecho a la movilización y protesta pacíficas de sus ciudadanos. 

Lo curioso es que las repliquen académicos con la experiencia y formación suficientes como para ver un poco más allá de la pasión y la coyuntura. Porque, en el calor de los debates, se están confundiendo tanto la naturaleza compleja del fenómeno democrático como los contextos y tipos de casos (con divergentes estructuras de oportunidades políticas) que conforman hoy la política latinoamericana. En cuanto al primer asunto, sólo quien ignore que la democracia es a la vez un régimen político (la poliarquía), un proceso histórico (la democratización) y un movimiento social (compuesto por actores que reivindican el derecho a tener derechos) puede sostener los solipsismos hiper-institucionalistas o los utopismos.  

Para entender la diversidad de contextos que habilitan (o reprimen) las movilizaciones, diversos autores, enfoques y escuelas han hecho varias distinciones. Se distingue entre democracias liberales (que cumplen estándares de respeto a los derechos humanos y suelen estar acompañadas por políticas públicas más o menos incluyentes, sustentadas en cierta capacidad estatal) y democracias electorales, que básicamente se centran en garantizar la rotación periódica de los ocupantes del Gobierno y algunos otros derechos. Y ambas se diferencian de los autoritarismos competitivos (regímenes híbridos donde la oposición es legal, pero hay elecciones injustas y no libres) y autocracias cerradas, donde no hay reconocimiento al pluralismo y al ejercicio autónomo de derechos de ningún tipo.

Los países nórdicos son prototipos de la primera categoría; las democracias latinoamericanas suelen entrar en la segunda; muchos gobiernos africanos y asiáticos se ubican en la tercera, y las dictaduras de tipo soviético, monárquico o teocrático corresponden a la última modalidad. 

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Entender estos asuntos no es simple prurito de académicos. Remite a aquello que Weber, hace un siglo, definió como la ética de la responsabilidad, interesada en la mejor relación medios-fines para una transformación posible de la sociedad; siempre a contrapelo de la ética de la convicción, interesada en lo trascendente y desconocedora aparente de la desmesura humana.

Lo digo claro: los académicos, si defendemos la democracia como el mejor modo de resolver las disputas inscritas en el ADN de nuestra convivencia social, debemos captar la complejidad de nuestra realidad, de los problemas que la aquejan y, por tanto, de las soluciones contingentes que podremos darles. Abonar al sensacionalismo, la simplificación o el enquistamiento no contribuyen al bienestar republicano. Mas bien lo erosionan y, llegado un punto, destruyen. Ahí está para recordarnoslo, icónica entre innumerables ejemplos, la Alemania de Weimar. 

Entre los llamados a la 'revolución' y las denuncias de 'golpe fascista', se va generando una confusión interesada (e irresponsable) de los casos y tiempos históricos en el abordaje de las coyunturas de crisis recientes. Tan sólo si se analizan los resultados de los ciclos de protesta y represión, veríamos que las frágiles democracias y los viejos (y nuevos) autoritarismos latinoamericanos tienen saldos diferentes. En los segundos hay poca expectativa de que los gobiernos rectifiquen (salvo que sean derribados) o que acepten alguna forma de veeduría internacional o doméstica para determinar responsabilidades. Sería interesante ver y comparar qué sucede con las políticas impopulares, con la ciudadanía movilizada y con los represores en Chile, Ecuador, Nicaragua y Venezuela, por mencionar sólo casos recientes que nos interpelan. Me parece que los juicios analíticos, éticos, políticos y de cualquier índole adquirirán, allende la pasión de los momentos, más asidero y certidumbre.

Pensemos en el caso de la democracia chilena, que porta en sus genes el legado del neoliberalismo forjado en la dictadura. Análisis recientes de Noam Titelman, Rossana Castiglioni y Gabriel Negretto, entre otros reconocidos analistas, han explicado la acumulación de reclamos sociales y déficits institucionales que terminaron por estallar en el hasta hace poco reputado oasis chileno. La mayoría de sus ciudadanos pide hoy cambios inmediatos desde el Gobierno, no un cambio inmediato del Gobierno; mucho menos una mudanza de régimen. Y lo hace de forma pacífica, legítima y creativa, exigiendo con pleno derecho cambios reales en las políticas públicas y el cese de toda la violencia.

El rechazo a los costes del legado neoliberal y el legítimo derecho a la protesta pacífica que busca revertirlos no deben confundirse con la violencia y la deposición, por medios ajenos a las urnas, de un presidente civil electo en comicios libres y justos; aunque su legitimidad se desplome, su agenda no guste y haya cometido faltas por las que él y sus funcionarios deberán responder. En este continente tenemos aún pendiente un debate sobre los contenidos y repercusiones democráticos (o no) de deponer gobiernos que no sean tiranías (es decir, que no bloqueen la posibilidad de sacarlos mediante el voto) por medios extra-electorales. ¿Han sido lo mismo, por sólo mencionar mandatarios enfrentados a protestas populares, De la Rúa y Videla en Argentina?, ¿Carlos Andrés Pérez y Nicolás Maduro en Venezuela?, ¿Pinochet y Piñera, para el caso chileno? Es un tema complejo, que atañe a la teoría y praxis democráticas, pero necesario de discutir. 

Repito lo que dije arriba: en democracia los errores (y horrores) pueden ser combatidos (y eventualmente corregidos) desde los propios espacios y derechos que, al menos en niveles básicos, decisivos, habilitan; incluido el de protestar. Como decía Claude Lefort desde un reformismo radical simultáneamente ajeno a liberalismo oligárquico y las distopías totalitarias: "No podría existir una verdadera representación, aun cuando se admita la competencia de los partidos, si el juego político se encuentra circunscripto a una elite y escapa a la inteligencia y la capacidad de intervención de aquéllos que esperan que su destino cambie".

Por eso no basta con votar de vez en vez, siendo las plazas y avenidas complemento vivificador de la democracia institucionalizada. Allí la sociedad movilizada puede (confrontando la resistencia de sus élites) incidir sobre su Gobierno (modificando sus políticas y hasta su composición o sobrevivencia) y reformar el Estado, sin que eso suponga demoler el régimen; cosa que no sucede en los otros regímenes, en tránsito o consolidación autoritarios.

Podríamos, como analistas, diferenciar las realidades por sus respectivos resultados para las sociedades que protestan, para desde allí sugerir y acompañar soluciones. Ayudaríamos mucho si, además de apoyar ciertas opciones políticas (lo que es nuestro derecho cívico), aportamos un poco de reflexión seria al asunto. En nuestra historia reciente, política e intelectual, los latinoamericanos hemos abusado de nociones como 'populismo' o 'neoliberalismo', lo cual no se ha quedado en meros equívocos de simposio académico, sino que ha generado confusiones en el muy real mundo de las estrategias y agendas políticas, con grave saldo para la gente común. Así como creo que la neutralidad axiológica no existe, estimo que la (hiper)ideologización no debe sustituir al análisis. Cabal comprensión de la realidad y juicio ponderado deben ir de la mano si quienes nos dedicamos al 'oficio de pensar' queremos superar la añeja manía de creernos, por designio propio, la 'vanguardia iluminada' del orden social. 

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