Lula da Silva está de vuelta. En este Brasil donde pasan muchas cosas, Lula no pasa nunca desapercibido. Han pasado 30 años desde la primera candidatura presidencial del sindicalista, que llegó al máximo cargo electivo tras tres derrotas consecutivas y se convirtió en un presidente exitoso, progresista y moderado; que consiguió encabezar un proceso que, sin grandes enfrentamientos sociales, aumentó la renta de los asalariados brasileños, terminó con el flagelo del hambre y logró designar una sucesora, en medio del aplauso entusiasta de líderes como Barack Obama o Nicolas Sarkozy; para protagonizar, acto seguido, una caída vertiginosa que, en medio de enormes movilizaciones de repudio, incluyó a Brasil, a su partido y, finalmente, a él mismo.
Ahora, aquel sindicalista parece volver al lugar que ocupó en aquel noviembre de 1989. El mismo mes en el que, junto con el Muro, se derrumbaba el bloque socialista. Combativo y carismático, estigmatizado por los medios televisivos, temido por inversores y empresarios y percibido como alejado de su tiempo. En su primer gran discurso, Lula 'abrazó' conscientemente las expectativas de unos y los prejuicios de otros.
El Gobierno de Jaïr Bolsonaro es, en dosis similares, novedad y continuidad respecto del que, sin el respaldo del voto popular, encabezó Michel Temer. Desde su llegada, Bolsonaro se ha visto envuelto en polémicas impensables para quien ocupa el más alto cargo del país. Amenazas contra otros poderes, ofensas hacia minorías sexuales, ambientalistas y hasta dignatarios extranjeros, y relaciones probadas con las milicias han dañado la institución presidencial a nivel nacional e internacional, y han convertido al presidente en una figura tóxica a los ojos de muchos. Donde Temer era cuestionado, como en el alineamiento con la agenda de Washington o el rol gubernamental de militares y sectores evangélicos, Bolsonaro ha profundizado el rumbo.
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Bolsonaro montó su candidatura presidencial sobre el rechazo al Partido de los Trabajadores (PT), y a la izquierda en general, construido a lo largo del proceso que terminó con el juicio político y destitución de Dilma Rousseff, radicalizando aún más ese discurso tras la llegada al Planalto. Con reminiscencias de la Guerra Fría, lanzar este discurso desde el poder trae consigo un evidente riesgo autoritario.
La nostalgia dictatorial, sin embargo, no se extiende a la economía. Figura presidencial impensable sin el contexto de crisis de un Brasil cuyo producto per cápita es hoy más bajo que al comienzo de la década, Bolsonaro se volvió viable cuando mudó sus posiciones económicas nacionalistas para abrazar la versión más radical del consenso pro-mercado que se impuso entre las élites. Sin testimonio de ello la misma reforma del sistema de previsión que Temer no pudo siquiera llevar a buen puerto, la entrega de recursos petrolíferos del Presal a la iniciativa privada y las reacciones entusiastas al masivo recorte de gastos y reestructuración del Estado propuestas por el ministro Guedes la última semana.
Con la libertad de Lula, una oposición hasta hoy débil y desestructurada suma un actor político con peso propio para enfrentarse a Bolsonaro, que hasta ahora sólo se había mostrado vulnerable ante sus propios pasos en falso, debilidades y hasta horrores, que le valieron cuestionamientos en el ámbito internacional y en la prensa, de estudiantes y de ambientalistas e incluso enfrentamientos en el seno del propio Gobierno, con su partido y con sus interlocutores institucionales en otros poderes.
Lejos de estos malestares amorfos, el ex presidente aglutina tras de sí, automáticamente, a varios movimientos sociales, la bancada más numerosa de la Cámara de Diputados y cuatro gobernadores; y puede obtener con cierta facilidad el apoyo de otros tres o cuatro de estos últimos y, en general, de la mayoría de los sectores de izquierda y centro-izquierda con representación parlamentaria. Lula será el primer gran opositor al que Bolsonaro tendrá que enfrentarse en el ámbito político partidario.
Lejos de algunas caricaturas, Lula da Silva fue siempre un dirigente pragmático, lector impecable de los momentos políticos. El discurso del sábado, sin embargo, contenía cuestionamientos contra el Gobierno en todos los frentes. Abordó los obvios, como las relaciones del presidente y sus familiares con las milicias del Estado de Río de Janeiro, o las arbitrariedades comprobadas de Sergio Moro en la conducción de los procesos en su contra, que son objeto de críticas extendidas, amplias y compartidas en numerosos sectores de la sociedad y de las instituciones.
Lula impugnó también la totalidad de la agenda económica gubernamental, a la que no reconoció mérito alguno y llamó a enfrentar en la calle, pasando a la ofensiva. Este hecho es significativo, ya que esa agenda no es apenas gubernamental, sino que fue asumida, de manera casi unánime, por el empresariado brasileño. Es posible que el proceso contra su sucesora, los 580 días de detención, la actividad económica (que sigue creciendo cada año muy por debajo de las previsiones) y las decisiones que acentúan las disparidades de ingresos hayan convencido a Lula, aun en contra de sus propios instintos, de que no hay espacio para conciliar ninguna cosa; al menos de momento.
Ya no hay boom de commodities, ni motores claros de crecimiento que aminoren el conflicto distributivo. No existen tampoco interlocutores dispuestos a renunciar a parte de sus ingresos para elevar el nivel de vida de los más pobres, a cambio de la promesa de una paz social que garantice el clima para los negocios; el esquema que propuso para su primera victoria en elecciones presidenciales.
Aunque todavía está inhabilitado para ser candidato por haber sido condenado en segunda instancia, seguramente Lula aprovechará su liberación para cumplir con su promesa de volver a recorrer el país en caravanas permanentes. El primer gran objetivo será apuntalar a candidatos para las elecciones locales de 2020, donde el PT, que todavía carece siquiera de nombres para competir por las intendencias de Río de Janeiro y Sao Paulo, intentará recomponerse de la debacle de 2016, cuando no consiguió el control de ninguna ciudad importante. Articulador y cabo electoral, es de esperar que su figura se convierta en un polo que nacionalice la elección municipal, dando comienzo a la campaña para la presidencial de 2022.
Si Lula recobrara el protagonismo electoral, es posible que Bolsonaro, o su ministro de Justicia, Sergio Moro, se fortalezcan en el polo opuesto. Hasta ahora, habían consolidado en su intransigencia la fidelidad del tercio más derechista de la población, una base de apoyo activa y movilizada a la que dirigieron la mayoría de sus esfuerzos y declaraciones. La reaparición del ex presidente, que suscita entre los brasileños tanto adhesiones como rechazos vehementes, seguramente oficie de aglutinador.
El nuevo escenario político debilita las esperanzas de quienes, como el conductor televisivo Luciano Huck, pretendían construir alternativas desde un hipotético centro político, comprometidos con la continuidad en materia económica y enfocados a su vez en generar alternativas a la agenda social y cultural ultraderechista. Como en 2014, puestos a optar entre un Bolsonaro que muchas veces les horroriza y un candidato del PT, seguramente las élites brasileñas terminen apoyando, aun vergonzantemente, al candidato que promete cuidar de sus prioridades materiales. "Si quisieron matar a la yarará, no golpearon su cabeza, golpearon el rabo. La yarará está viva, como siempre estuvo", dijo una vez Lula sobre sí mismo. Está por verse si, frente a un sistema que decidió su exclusión como actor legítimo, tiene para ofrecer al pueblo brasileño algo más que una dosis certera de veneno.