Usted no es decente, señor Rajoy. ¿Lo recuerdan? Quizás no, un par de años son una eternidad en política. Para algunos fue una acusación muy grave, para otros Sánchez se quedó corto. En cualquier caso, la frase y su resonancia nos indica que la moral viene permeando nuestra vida política con especial intensidad. La decencia es un predicado eminentemente moral. Lo que los filósofos llaman un concepto grueso, imbricado en un marco normativo, una orientación en el mundo. Pero la irrupción de la moral no se reduce a que atendemos al carácter de los políticos. En la actualidad asistimos a debates públicos (e hiper-politizados) que giran en torno a cuestiones morales que creíamos ya desterradas de la estrategia política. El aborto y la prostitución vuelven como tema de estrategia política. Y cómo no, también la lealtad o el compromiso moral infranqueable hacia el grupo (la nación, la auténtica izquierda) o hacia ciertos constructos e ideales (la Constitución del 78, la República Catalana).
En paralelo a esta moralización de la vida política se ha venido apuntando cierta consolidación de la discriminación por motivos ideológicos. En democracias tan asentadas como la estadounidense se ha documentado un progresivo alejamiento afectivo entre aquellos con inclinaciones políticas
diferentes. Se prefiere no tener vecinos con una ideología política que no se comparte. Tampoco que enseñen a nuestros hijos en la escuela o que uno de nuestros hijos se acabe casando con alguien de la ideología opuesta. Empezamos a contar asimismo con evidencia experimental que indica que este partidismo tiene una incidencia significativa a la hora de
contratar. También cooperamos menos con aquellos que tienen una ideología política distinta. Muchas de estas dinámicas, lejos de limitarse al caso estadounidense, se han replicado en otros contextos políticos, algunos de ellos muy
próximos.
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¿Tiene esta discriminación política algo que ver con la moralización que apuntamos arriba? Se podría aventurar que somos intolerantes con gente de otras ideologías políticas porque no opinan como nosotros en relación con temas muy cargados moralmente (¿el aborto?, ¿la eutanasia? ¿los derechos de los migrantes?). Nos hemos alejado de esas personas, según esto, porque se ha abierto una sima entre nuestras opiniones morales y las
suyas.
Alternativamente, también se podría especular que la polarización política es el resultado de nuestra tendencia a concebir la política como un enfrentamiento entre distintos
'grupos'. Nuestra adscripción política expresaría nuestra identidad como miembros de un grupo. Dan igual las creencias reales sobre el aborto o la eutanasia (sobre los que en realidad la
mayoría de españoles están esencialmente de acuerdo). Como buenos miembros de la
tribu, estaríamos dispuestos a criticar y perseguir con saña e indignación moral a los miembros de otras
tribus. Después de todo, ellos son los
azules, nosotros los
rojos (¿o era al revés?).
Finalmente, podría apuntarse que el modo en el que concebimos nuestros desacuerdos morales quizás incida en la mayor o menor tolerancia hacia gente con otras
ideologías.
Los absolutistas morales creen que sus opiniones morales son correctas en un sentido objetivo, que tienen un fundamento más sólido que las opiniones morales opuestas. ¿Quizás un aumento del número de absolutistas morales en la vida política explique el creciente partidismo que venimos
observando?
Para testar estas explicaciones en el contexto español realizamos una encuesta entre el 23 de octubre y el 13 de noviembre de 2018 a través del panel online de Imop, que previamente había reclutado a 1.055 participantes por vía telefónica a través de muestreo probabilístico. La encuesta incluía preguntas sobre cuánto se identificaban los participantes con los principales partidos políticos, así como bloques de preguntas sobre cuestiones moralizadas en la agenda pública (como la desigualdad, el respeto a los símbolos nacionales o los derechos de las personas migrantes).
En nuestro
estudio se les preguntaba a los participantes por cómo de extremas eran sus opiniones respecto a estas cuestiones morales, pero también por su absolutismo moral respecto a esas opiniones. Para determinar el
absolutismo de los participantes les pedimos que imaginasen un desacuerdo con otra persona del partido político con el que menos simpatizaban y les preguntamos si creían que los dos podían tener razón o que uno de ellos debería estar equivocado. En la figura, el grosor de cada círculo representa el porcentaje de respuestas absolutistas para cada una de las preguntas según con qué partido de entre los cuatro principales simpatizasen más.
Como la intolerancia tiene que ver también con nuestra percepción de
'las opiniones de los demás' (y no sólo con
nuestras propias opiniones)
, les pedimos también a los participantes que estimasen las opiniones morales y el absolutismo de los
votantes del partido con el que menos se identificaban. En este caso, para estimar el absolutismo de los votantes del otro partido les pedimos que se imaginasen cómo describirían esos votantes un desacuerdo moral (si los otros eran absolutistas o no).
Al final de la encuesta incluimos una serie de preguntas sobre cuánto les gustaría tener a alguien que simpatiza con el partido político más afín o menos afín como vecino, como profesor de sus hijos, como esposo de un familiar o como jefe en su trabajo.
En nuestro estudio constatamos que el partidismo forma parte de la vida cotidiana. La mayoría de personas prefieren no relacionarse demasiado con personas que tienen simpatías políticas distintas, y una proporción sustancial de españoles son declaradamente hostiles hacia esas personas.
También encontramos que la moralización de una serie de temas de la agenda política predice este fenómeno:
aquellos que son más extremos en sus opiniones morales suelen discriminar más a quienes tienen simpatías políticas distintas. El absolutismo moral también parece ser relevante en las dinámicas de polarización. Percibir que, en un desacuerdo sobre los temas socio-morales de la agenda política,
solo una parte puede tener razón está relacionado con la discriminación partidista.
Nuestro estudio también muestra que hay una desconexión entre nuestra percepción de la posición moral de aquellos que tienen simpatías políticas distintas y sus opiniones morales efectivas o, por lo menos, declaradas. La inmensa mayoría se representa erróneamente a los de otras simpatías políticas como más alejados en sus actitudes morales de lo que realmente están; o como más extremistas y absolutistas de lo que realmente son. La siguiente figura muestra las distribuciones de respuestas, con el eje vertical representando el grado de absolutismo moral y el eje horizontal, el promedio en el eje izquierda-derecha, los colores representan a los cuatro principales partidos. El panel superior representa cómo declaran posicionarse los participantes respecto a los temas morales, y el panel inferior cómo los perciben los otros respecto a dichos temas.
Los estereotipos políticos son además peculiares, aunque siguen cierto patrón. No exageramos de modo indiscriminado la ideología política opuesta; más bien, encontramos que en aquellos temas que son más centrales para los simpatizantes de algunos partidos, como por ejemplo la desigualdad o la lealtad al país, la distorsión entre la percepción de las diferencias morales se amplifica más. Es decir, los simpatizantes de izquierdas perciben que los de derechas son menos sensibles al tema de la desigualdad de lo que realmente son, y los simpatizantes de derechas se imaginan que los de izquierdas son menos sensibles al tema de la lealtad al país de lo que realmente son.
La moral es un potente pegamento para unir, pero también puede
separarnos. En nuestro estudio hemos constatado que
la extremidad y el absolutismo moral ayudan a predecir la intolerancia política. Entender los mecanismos concretos que podrían favorecer la amplificación de estos dos factores dentro de un grupo político, o en contextos más cotidianos e informales en los que debatimos sobre cuestiones morales, es un primer paso para paliar los efectos más indeseables del partidismo.