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Salir del atasco en Cataluña

Antoni Bayona Rocamora

30 de Octubre de 2019, 21:09

Antoni Puigverd destacaba, en un artículo publicado en La Vanguardia antes del verano, que desde mucho antes de la sentencia del Estatuto catalán ningún líder español ha hecho política en Cataluña y apostado a favor de una propuesta para superar el pleito dirigida a la sociedad catalana en su conjunto y no sólo al independentismo. 

¿Cómo puede ser esta propuesta? El mismo Puigverd alertaba de que la apelación recurrente al federalismo como solución tiene riesgo de convertirse en un eslogan, algo parecido al procesismo. Para evitar que esto ocurra, la propuesta debe ser audaz y suficientemente concreta para que los catalanes puedan considerar una oferta que constituya una verdadera alternativa entre los dos extremos: la independencia sí o sí o el mantenimiento del actual estado de las cosas.

Pedro Sánchez se ha referido en alguna ocasión a reeditar una nueva operación estatutaria, señalando así la importancia de que la propuesta nazca de un acuerdo inicial entre las fuerzas políticas catalanas. Tiene sentido, pero también problemas derivados de la división política hoy existente en Cataluña y del escaso recorrido que puede tener una nueva reforma del Estatuto después del fiasco de la de 2006. La sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 deja poco margen para otra reforma, aunque es importante señalar que lo perdido en aquel momento puede ser recuperado por otras vías jurídicas. Parece una paradoja pero no lo es, porque la mayoría de reproches que el Tribunal hizo al Estatuto de 2006 no lo fue tanto por las soluciones adoptadas, sino por entender que no era en ese tipo de norma donde debían estar contempladas.

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La reforma de la Constitución sería, sin duda, el mejor escenario que ofertar por el margen de maniobra que permite. Nuestra Carta Magna no es militante, y esto significa que no hay límites pre-establecidos para su modificación. Cabría especular, así, en soluciones innovadoras que afrontaran los retos planteados desde Cataluña en los últimos años. Por ejemplo, la regulación del derecho de secesión y sus condiciones de ejercicio, el reconocimiento de una cláusula de singularidad con efectos parecidos a la que ha desarrollado en otros territorios la cláusula de foralidad de la disposición adicional primera de la Constitución, o una actualización del Título VIII de la ley de leyes.

La reforma de la Constitución, plantea, sin embargo, el problema previo de su viabilidad política. Es lícito especular sobre su posibilidad y alcance, pero en este momento parece ser un escenario bastante utópico por los amplios consensos que sería necesario conseguir.

Si descartamos en este momento las reformas del Estatuto y de la Constitución, la pregunta que debemos hacernos es sí existe margen suficiente para articular una propuesta ambiciosa por otras vías. Por otras vías entendemos los acuerdos políticos y su articulación mediante los instrumentos jurídicos adecuados. A priori, podría parecer que no existe demasiado recorrido para esta opción. Pero no debiera ser necesariamente así si consideramos que la Constitución es más abierta y flexible de lo que parece en materia de autonomía territorial. No deberíamos confundir entre la praxis aplicativa del título VIII de la Constitución con el hecho de que esta praxis deba ser el resultado de una única interpretación o aplicación posibles de la Constitución; y esto permite especular con soluciones alternativas para articular una propuesta de calado.

¿Cuál podría ser la orientación de una propuesta como ésta? En mi opinión, habría que combinar esencialmente dos elementos: los contenidos materiales y los instrumentos de implementación, que pueden ser diversos. Sobre los primeros, una oferta política debiera abarcar necesariamente la financiación, el reparto de competencias entre el Estado y Cataluña y el reconocimiento de una posición singular de ésta en los aspectos más relevantes relacionados con su identidad nacional.

Respecto de la financiación, cabría considerar dos líneas de actuación: la reformulación del mismo sistema aprovechando que es una materia en gran parte desconstitucionalizada y diferida a una ley orgánica (que podría contemplar incluso variables dentro del llamado sistema común de financiación); y, en cualquier caso, la adopción por parte del Estado de las decisiones normativas para dar efectividad a las cláusulas del Estatuto de 2006 que la sentencia del Tribunal Constitucional dejó inoperantes (especialmente, el principio de ordinalidad como fórmula de compensación por los efectos excesivos de la solidaridad interterritorial, la solución de los déficits históricos en materia de inversiones estatales sobre infraestructuras y el papel de la Agencia Tributaria de Cataluña como instancia única de gestión y recaudación).

Relacionado con el anterior, otro aspecto a considerar debería ser la territorialización de la ejecución de las políticas de gasto. Muchas competencias autonómicas, sobre todo las que implican un mayor impacto social, guardan estrecha relación con la disponibilidad y la gestión de unos recursos que se integran en el Presupuesto del Estado. Habría que reflexionar sobre las incoherencias que esto supone y asumir las consecuencias lógicas de asociar la distribución y gestión territorial de estos recursos con la titularidad formal de las competencias.

El reparto competencial define el contenido material del autogobierno. Tres han sido los principales problemas que se han presentado en esta materia a lo largo del desarrollo autonómico: la dificultad de preservar ámbitos de exclusividad autonómica, el excesivo juego de los títulos horizontales por parte del Estado y la desnaturalización de las competencias básicas como espacios limitados a formular sólo principios normativos esenciales. Este último no es un problema sectorial, sino bastante generalizado, lo que incrementa su relevancia. 

La jurisprudencia constitucional no ha sabido resolver bien la problemática generada por estas situaciones; seguramente porque tampoco le ha ayudado el legislador. Pero de ello también se deduce que la doctrina constitucional no es un obstáculo insalvable para que se puedan clarificar los escenarios, devolviendo así la pelota al terreno político. Existe aquí un espacio importante para los acuerdos, que deberían implementarse mediante un cambio de orientación en la política legislativa del Estado. 

En cualquier caso, y en el momento en que nos encontramos, no parece realista pensar que una oferta para salir del círculo vicioso en el que estamos pueda tener recorrido sin asumir sin complejos la realidad plurinacional de España; una realidad que, aunque muchos no quieran verlo, ya está reflejada en la Constitución, sin perjuicio de que ello no se haya podido traducir siempre en un reconocimiento claro e inequívoco del juego que puede tener el principio de diferenciación o de asimetría territorial. Hoy, más que nunca, éste es un aspecto esencial y debería ser centro de atención prioritario.

Su desarrollo más evidente pasaría por la reforma constitucional, pero aceptando que ésta es ahora muy difícil, podría avanzarse en esta dirección por otras vías. Por ejemplo, mediante acuerdos y medidas legislativas que propiciaran el reconocimiento de una posición singular de Cataluña sobre la lengua, la cultura, el derecho civil o la organización territorial propia, con pleno desarrollo de las previsiones estatutarias o incluso ampliando las mismas, si es necesario, mediante transferencias o delegaciones de competencias estatales al amparo de lo que establece el artículo 150.1 y 2 de la Constitución. Obviamente, parecido planteamiento podría hacerse respecto de las relaciones entre el Estado y Cataluña, potenciando un marco de bilateralidad y el reconocimiento de una posición propia de Cataluña en la acción exterior y en las relaciones con la Unión Europea.

Son diversos los ámbitos a considerar y se han señalado sólo los más relevantes. Pero si sumamos todos ellos, se podría construir una propuesta articulada, sólida y coherente para propiciar un cambio sustancial respecto de la situación actual. Es necesario insistir en que hay recorrido para la política, mucho más de lo que pueda parecer a simple vista, aunque sólo sea para encontrar una solución provisional a la espera de que las circunstancias sean más propicias para abordar reformas de mayor alcance. 

No podemos ser ingenuos y olvidar que para unos una propuesta de estas características parecerá ridícula y otros la entenderán como la cesión a un chantaje político. La situación a la que hemos llegado es paralizante. Pero a estas alturas todo el mundo debería tener claro que el inmovilismo no es una solución válida y que, como se dice coloquialmente, hay que mover ficha con urgencia ocurra lo que ocurra. Las elecciones del próximo 10 de noviembre serán determinantes para saber hasta qué punto ello es posible.

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