Ecuador parece recuperar la calma tras la ola de protestas y la espiral de violencia que siguieron al anuncio, por parte del presidente Lenin Moreno el pasado 1 de octubre, de un paquete de medidas de ajuste económico que fueron tachadas por muchos de neoliberales, drásticas e injustas. Tras 11 días de intensas movilizaciones que dejaron, según datos de la Defensoría del Pueblo, un saldo de ocho fallecidos, 1.192 detenidos y 1.340 heridos, la noche del 13 de octubre se dio paso a la tan anhelada paz que reclamaba una gran parte de la ciudadanía.
Gobierno y representantes del movimiento indígena acordaron revocar el
Decreto Ejecutivo 883, origen del conflicto, que establecía la eliminación de los subsidios a los combustibles diésel y extra. Los precios de ambos volvieron a los vigentes el 1 de octubre pasado, según el
Decreto Ejecutivo 894, y
se conformó una comisión integrada por representantes indígenas y delegados del Gobierno para elaborar un nuevo decreto donde se contemple el reemplazo de esta política por otra de subsidios más focalizados.
Sin embargo, los resultados de la negociación siguen despertando recelo en diferentes sectores. Por una parte, los propios líderes del movimiento indígena han advertido que
cualquier intento de la comisión por sacar adelante políticas de corte neoliberal resultará en un nuevo levantamiento popular. Para quienes apoyaron el paro, la derogatoria del Decreto 883 representa una victoria del pueblo frente a esa impronta neoliberal del Gobierno y su deber es mantenerse alerta para asegurarse de proteger la voluntad del pueblo.
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Por otra parte, representantes del sector privado y asociaciones profesionales como el Foro de Economía y Finanzas Públicas advierten del peligro que corre la economía ecuatoriana en caso de que no se adopten medidas de peso destinadas a reactivar la economía y reducir de forma drástica el gasto público.
Pese al celebrado acuerdo entre indígenas y Gobierno, el escenario que se abre en Ecuador es ante todo incierto. El déficit sigue siendo un problema real y la economía ecuatoriana no puede esperar más, como tampoco lo harán muchas demandas sociales postergadas por años ni la ejecución de los compromisos asumidos con el Fondo Monetario Internacional
. Asimismo,
el Gobierno de Lenin Moreno ha demostrado su incapacidad para prever y canalizar el estallido de la violencia. Sin mayoría en el Legislativo y desgastado por meses de dura gestión, parece poco probable que el presidente sea capaz de sacar adelante alianzas estables en el tiempo que permitan integrar las diferentes demandas sociales, proyectos de Gobierno y presiones internacionales.
La existencia de visiones de país en continua tensión no hacen más que poner de manifiesto el verdadero foco del conflicto: la acuciante crisis económica, social e institucional que afecta al Estado ecuatoriano, la más grave en los últimos 14 años y que incluso obligó al presidente a trasladar la sede de su Gobierno desde Quito a Guayaquil, haciendo recordar a muchos la debilidad institucional de las administraciones de la década de 1990 y la caída de Lucio Gutiérrez en 2005. Y es que la divergencia tan marcada sobre el rumbo hacia el que debe girar la economía tiene una repercusión directa en la realidad política y social ecuatoriana.
La crispación alcanzada durante las manifestaciones dejó al país polarizado, avivando viejos
clivajes regionales y etnográficos, y puso de manifiesto la persistencia de amplias brechas sociales y culturales. A la polarización deben sumarse los fallecidos, detenidos y heridos que dejó la represión ejercida por la fuerza pública en el marco del estado de excepción declarado por el Gobierno el mismo día en el que empezaron la protestas. También los $2.400 millones de dólares de pérdidas económicas, atendiendo a datos de la Cámara de Comercio de Guayaquil, que registra el sector privado como consecuencia del paro, y los numerosos daños materiales (incluyendo destrucción de bienes patrimoniales) que se registran en las principales urbes ecuatorianas.
Uno de los pocos puntos sobre el que parece haber acuerdo entre la ciudadanía, los movimientos sociales y el Gobierno es en el papel desempeñado por el presidente Correa y sus seguidores.
El 'correísmo' fue el gran perdedor de las protestas al convertirse en chivo expiatorio tanto del Ejecutivo como del movimiento indígena. Unos y otros lo acusaron de promover un golpe de Estado mediante la infiltración de elementos violentos en la protesta con apoyo del Gobierno venezolano. Para ello, aprovecharon incidentes como el asalto a la Contraloría General del Estado, los comunicados del propio Correa en redes sociales (donde llamó a las fuerzas armadas a rebelarse en contra del presidente Moreno y donde se propuso como candidato a la Presidencia) y los intentos de la bancada legislativa de la Revolución Ciudadana para iniciar un proceso de revocatoria del mandato.