Tras la Gran Recesión que se inició en 2008 en buena parte de los países de Europa occidental, los sistemas de partidos empezaron a cambiar. Sin embargo, las razones de este cambio varían mucho de un país a otro. Por un lado, en los estados del sur de Europa, que fueron los más golpeados por la crisis, los partidos tradicionales perdieron apoyo electoral y nuevas formaciones, bien en una primera etapa (caso de Grecia) o pasados unos años (España), por lo general pertenecientes a la denominada nueva izquierda, emergieron con fuerza para canalizar el voto de los electores más descontentos no sólo con el estado de la economía, sino con el sistema político en general.
En los países de Europa del Este, sin embargo, la crisis (que no tuvo los efectos devastadores que se vieron en el sur) desencadenó un cierto movimiento nacionalista/proteccionista, contrario al proceso de integración europeo y que fue canalizado por los partidos popular-nacionalistas, radicales de derecha.
En la Europa occidental del norte, por su parte, la crisis (con un impacto aún menor) fue sólo el acelerador de un proceso que ya venía de lejos: un cambio en los valores culturales, en la estructura económica y, por consiguiente, en la alineación de los votantes con los partidos. Estos cambios electorales produjeron el surgimiento de la nueva derecha que, para atraer el voto de los perdedores de este proceso de cambio, emplearon discursos recurrentemente populistas.
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Durante los primeros años de la crisis fueron muchos los artículos académicos (aquí y aquí), pero también publicados en los medios y entradas de blogs (aquí, aquí y aquí) que analizaron por qué una formación de la nueva derecha no tenía espacio para poder crecer en el terreno político español. Cuatro fueron las principales razones que se esgrimieron: (1) por el pasado reciente de la Dictadura de Francisco Franco; (2) porque la extrema derecha estaba integrada dentro del Partido Popular; (3) porque la inmigración, la razón principal para el éxito de los partidos populistas de la derecha radical, nunca ha sido un asunto preponderante en la competición política española, y (4) porque no existe un sentimiento nacionalista (españolista) fuerte.
Sin embargo, desde las elecciones andaluzas de 2018, un partido que había nacido en 2013 como escisión del Partido Popular, Vox, y que consiguió más del 11% de los votos y un total de 12 escaños de los 109 de la Cámara de representación andaluza, empezó a crecer en todo el territorio español. Vox ha sido definido por algunos como una formación radical de derecha, populista de derecha o, incluso, de la extrema derecha. Su reciente impulso electoral vendría a suponer el fin de la supuesta excepción ibérica, según la cual una fuerza política de estas características no podría surgir en España y Portugal. Nuestros vecinos tampoco son ya la excepción: en las últimas elecciones, de octubre de 2019, vieron cómo la derecha radical, Chega!, se hacía con un escaño de los 230 de la Asamblea de la República.
Por lo general, sabemos que las razones principales para votar a Vox no son ni su discurso anti-inmigración ni ser el partido de las clases más desfavorecidas sino, ante todo, el discurso nacionalista español, exacerbado por el conflicto catalán. Ahora bien, algunos trabajos han señalado que, en realidad, su apoyo viene motivado por un cierto voto de protesta ejercido por aquellos más desencantados con cómo funciona el sistema político español en su conjunto. Este tipo de voto puede seguir, principalmente, dos caminos: circunscribirse a un punto temporal concreto, motivado por un hecho coyuntural (la crisis territorial, por ejemplo) o, por el contrario, tener un mayor recorrido. Dicho de otra forma, el apoyar a un partido contrario al statu quo puede que no sea simplemente un voto protesta sino, también, una preferencia política capaz de consolidarse en el tiempo. Así lo han demostrado algunos estudios que se han centrado en el voto a los partidos anti-inmigración, al corroborar que, más allá de tratarse de un voto de desencanto, consistía, claramente, en un voto ideológico.
La encuesta postelectoral del CIS de las últimas elecciones generales de España, que tuvieron lugar en abril de 2019, incluye una pregunta sobre preferencia de régimen político. La Figura 1 muestra estas preferencias en función del recuerdo de voto, y es muy ilustrativo. Mientas que Unidas Podemos, Partido Socialista y Ciudadanos comparten un porcentaje igual o superior al 92% a favor de que la democracia es siempre el régimen preferible, en el caso del PP este porcentaje baja a 88 puntos y, en el de Vox, a 77. Un 16% de los votantes del partido de Abascal señala que, en algunas circunstancias, sería preferible un gobierno autoritario, mientras que un nada desdeñable 7% afirma que la forma de gobierno es indiferente. Estas opciones son residuales en el caso de los votantes del resto de partidos.
En esta entrada, junto con mi colega Fernando Casal Bértoa, señalamos el peligro que las democracias liberales están experimentando con la llegada de las fuerzas anti-establishment. Basándonos en otro trabajo, sosteníamos que aunque la democracia como sistema no está en peligro, los discursos de los partidos radical-populistas sobre que los inmigrantes suponen una amenaza para la cultura nacional y sobre que el resto de partidos son enemigos del pueblo (al que sólo ellos representan) atacan de manera directa a la estabilidad de nuestras democracias.
Lo preocupante de los datos que muestra la Figura 1 no es sólo que haya un porcentaje (4,9%) de personas que considere que, en algunas circunstancias, un régimen autoritario es preferible, sino que buena parte de ese porcentaje ha encontrado una opción política que canaliza este sentir. Asumiendo que existen dos tipos de procesos de movilización (abajo-arriba y arriba-abajo), todo parece indicar que en el caso de Vox las élites (empresarios de la política) han sido capaces de activar y canalizar ciertos sentimientos que estaban dormidos en ciertos grupos de la sociedad española. Que una fuerza política sea capaz de servir como correa de transmisión de esos sentimientos pone en serio peligro el devenir de nuestra democracia que, no olvidemos, ha sido la fórmula de Gobierno bajo la que hemos conocido la etapa más prospera de nuestra historia.