20 de Octubre de 2019, 20:04
El 15 de octubre se cumplieron veinte años del Consejo Europeo de Tampere, que puso en marcha la construcción de una política europea de inmigración y asilo. Avanzar en una política de inmigración y asilo había adquirido especial importancia desde la firma del Acuerdo de Schengen en 1985, que articulaba un espacio interior común, sin fronteras interiores, para favorecer la circulación de la ciudadanía residente entre los estados signatarios. El Tratado de Ámsterdam de 1997 incorporó el acquis Schengen en el ámbito normativo comunitario. Garantizar la libre circulación en el territorio intracomunitario ponía de relieve la necesidad de buscar respuestas conjuntas para determinar quiénes, cómo y por qué podían acceder al espacio europeo, cómo se debía garantizar el control de las fronteras exteriores, ahora comunes.
La política de inmigración y asilo nacía así enmarcada en la construcción de un espacio de libertad, seguridad y justicia, vinculada a la libre circulación, pero también al control de fronteras exteriores, visados y la prevención y lucha contra la delincuencia. El Consejo Europeo de Tampere de 1999 estableció cuatro puntos básicos sobre los que sustentar las políticas de inmigración y asilo de la Unión Europea: (1) la necesidad de un enfoque global en la cooperación con los países de origen y tránsito; (2) la gestión eficaz de los flujos migratorios; (3) el desarrollo de un sistema europeo común de asilo; y (4) el trato justo a las personas nacionales de terceros países residentes en la UE. Para avanzar en estos cuatro ejes se plantearon diferentes agendas de trabajo, la última de ellas de 2015 bajo el título de Agenda Europea de Migración, y se han desarrollado una serie de instrumentos normativos para regular distintos aspectos de esta política.
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Veinte años después, no deja de ser interesante examinar a grandes rasgos (un estudio más detallado puede consultarse aquí) lo que ha sido este proceso de construcción inacabada, especialmente ahora que la nueva Comisión Europea empezará su andadura y deberá explicar qué depara la política europea de inmigración y asilo, y cómo afrontará los retos a los que debe responder esta Tampere 2.0.
Parece imprescindible poner en valor lo que estos veinte años han significado: desde 1999, la Unión Europea ha construido el único ejemplo de gestión supranacional de una política migratoria y de asilo; y ha establecido mediante distintos reglamentos y directivas una serie de fórmulas y procedimientos para garantizar la protección de derechos y la igualdad de trato de las personas extranjeras residentes en territorio europeo.
Pero también es ineludible señalar las limitaciones y disfunciones que han acompañado este proceso. Existen dos disrupciones primarias claramente interrelacionadas que han marcado y limitado el desarrollo e impacto de la política europea de inmigración y asilo desde sus inicios hasta la actualidad: se trata de la preeminencia de la perspectiva securitaria y las resistencias de los Estados miembros a comunitarizar esta política y a abandonar la cooperación intergubernamental. La Agenda de Tampere pretendía desplegar una política integral de inmigración y asilo promoviendo la colaboración y la convergencia entre las políticas de los estados miembros, respetando a la vez la decisión última soberana de los mismos de determinar quién entraba en su territorio. Alcanzar acuerdos para satisfacer a los Estados miembros con estos condicionantes explica la fragmentación (sectorialización) de las decisiones alcanzadas (reagrupación familiar, trabajadores altamente cualificados, trabajadores temporales, personas solicitantes de asilo, etc.) que ofrecen respuestas parciales y no siempre suficientemente. A pesar de que desde el Tratado de Lisboa la unanimidad ya no es imprescindible en estos ámbitos, la búsqueda del acuerdo sigue marcando la mayoría de las decisiones en materia de inmigración y asilo, ante el riesgo que los estados incumplan si se les obliga (como ha sucedido con Hungría y Polonia con el programa de reasentamiento). El único espacio donde ha habido margen para generar consensos ha sido en la protección de las fronteras exteriores, donde han convergido intereses, instrumentos y recursos para garantizar la seguridad y el control de estas.
La cooperación necesaria con los países de origen y tránsito, el sistema europeo común de asilo o la propia gestión de los flujos migratorios han acabado convertidos en cuestiones secundarias salvo en lo que atañe al control fronterizo. La lucha contra la inmigración irregular se ha convertido en el estandarte de la mayor parte del entramado europeo en materia de inmigración y asilo, con una narrativa de seguridad que la entiende como una amenaza asimilable a la delincuencia y el crimen transnacional o al terrorismo. Todo ello contradice los principios que se apuntaban en Tampere, y ha limitado el desarrollo de una política europea de inmigración y asilo. Por un lado, no se han desarrollado instrumentos suficientes que faciliten la entrada regular de personas extranjeras en el territorio europeo. Por otro lado, se han extremado las medidas para dificultar el acceso de personas al territorio europeo para solicitar asilo, vulnerándose así la legislación internacional que garantiza este derecho. Además, la externalización del control fronterizo ha construido relaciones de condicionalidad y dependencia, convirtiendo los flujos migratorios en moneda de cambio ante otras cuestiones de política internacional, cómo reflejan las últimas declaraciones del presidente turco Erdogan. Por último, los avances en materia de integración han sido pocos, y no han ido acompañados de un discurso común suficientemente fuerte que contrarrestará la irrupción de los discursos de odio que se extienden por toda Europa
Visto con perspectiva, en Tampere se pusieron las bases para una política integral de inmigración que ha demostrado ser demasiado ambiciosa. Especialmente visto el poco interés de los Estados en avanzar en la cesión de competencias reales en esta materia. El Tratado de Lisboa buscaba pasar de la convergencia de políticas a la creación de instrumentos comunes europeos en materia de inmigración y asilo. Seguramente por ello, los avances en este ámbito hayan sido tan limitados en los últimos años. Los estados miembros no parecen querer ceder soberanía en una política pública que afecta a elementos constitutivos clave como el territorio y la población. Esta parálisis en la política de inmigración y asilo, y esta mirada solo securitaria, ha inhabilitado a la Unión Europea para responder a los retos que se han vivido en sus fronteras. La distancia entre expectativas y competencias reales ha sido enorme, especialmente dada la mala gestión de la crisis humanitaria de 2015, y ha generado nuevas disfunciones. Hoy, las fronteras interiores se alzan de nuevo en distintos puntos del espacio europeo, y no hay mejor gestión de las fronteras exteriores, en las que siguen vulnerándose derechos. Sin resolver los retos de la política europea de inmigración y asilo, se sigue acrecentando el coste a la credibilidad del proyecto europeo.