7 de Octubre de 2019, 23:21
Ninguna otra encuesta social o política consigue captar el nivel de atención que disfrutan los sondeos de estimación de voto en estas fechas. Hace apenas unos días desde que se han convocado oficialmente los nuevos comicios, pero hace semanas que estudiamos con detenimiento las predicciones electorales, analizando a quién penaliza y a quién beneficia esta repetición anticipada; casi como si estuviéramos deseando volver a la ya instalada sondeocracia. Pero la calidad de nuestra democracia y del proceso electoral también depende sobre todo depende de la calidad de la deliberación previa.
Los principales efectos que tienen estas encuestas en el comportamiento electoral de los ciudadanos han sido ya ampliamente analizados y constatados. Sabemos que pueden reforzar el apoyo al caballo ganador ('efecto bandwagon'), generar empatía con el que va perdiendo ('efecto underdog') o, en términos más generales, favorecer el voto estratégico, motivado más por lo que se quiere evitar que por lo que se quiere construir; algo completamente legítimo, por otra parte. Y porque estos efectos son sobradamente conocidos por todos, es inevitable que dichas encuestas, una vez publicadas, se conviertan en una pieza clave durante la campaña y la precampaña. Los medios de comunicación seleccionan la parte de los resultados más conveniente para los titulares, simplificando su lectura y, en ocasiones, llegando a deformar lo que de ellos se puede interpretar, como apuntaba Oriol Bartomeus hace ya más de un año. Los candidatos y partidos que salen bien parados los utilizan para legitimarse (la opinión pública está conmigo) y los que no, sencillamente desacreditan los resultados y desautorizan a sus promotores. Las encuestas se convierten, 'de facto', en un arma política más.
A fin de evitar su influencia en las jornadas previas a las elecciones, la Loreg (art. 69.7) prohíbe su publicación durante los últimos cinco días, una restricción bastante pequeña y que ni siquiera se respeta siempre, puesto que se ha dado con diferentes métodos para sortearla. El más común consiste en sustituir el nombre de los partidos por el de las frutas con las que comparten color y difundir la estimación de los últimos días a través de periódicos extranjeros, generalmente de Andorra. Pero más allá de su más que posible influencia en los resultados electorales (especialmente ahora que los ciudadanos deciden su voto más tarde que nunca), habría que resaltar también la manera en la que intervienen en el proceso hasta llegar a los comicios.
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Las estimaciones de voto ofrecen una imagen estática de la posición del electorado en un momento determinado, y su peso en la agenda mediática es tal que lo que no aparece en la fotografía automáticamente deja de existir. No sólo tienen el poder de modificar la correlación de fuerzas entre los actores políticos que sí aparecen, sino que invisibiliza dentro del debate público aquellos proyectos que no están o aún no han tenido tiempo de hacer su entrada en el escenario electoral, reforzando así el statu quo y desnivelando el campo de juego a favor de los actores mejor posicionados desde un principio.
Asimismo, los sondeos no son capaces de reflejar la complejidad de lo que entendemos como opinión política, que comprende toda una serie de observaciones, dudas, contradicciones y matices que trascienden los límites de lo que se pregunta en ellos. Por supuesto, este tipo de encuestas no tienen por finalidad abarcar esa complejidad, y también el día de las elecciones nos vemos obligados a reducir todas nuestras reflexiones a una papeleta o a la decisión de abstenernos. Pero precisamente porque en un solo voto debemos expresar nuestra posición sobre una variedad considerable de cosas, los meses previos nos brindan la oportunidad de desglosar todo su contenido y abordar los debates sobre cada cuestión con la profundidad que requieren. La publicación periódica de encuestas predictivas desplaza el debate del qué al quién y, por tanto, interrumpe y dificulta la deliberación serena y rigurosa sobre los asuntos públicos.
Además de todo lo expuesto, es importante recordar que el objetivo de las campañas electorales es saber qué ofrecen los partidos o candidaturas al proyecto común, no conocer la posición de los ciudadanos a cada instante, que ya tendrán la oportunidad de manifestarla en las urnas el día que verdaderamente tienen lugar las elecciones. Estos simulacros no sólo influyen en el comportamiento del votante, sino que alimentan la frustración y la sensación de engaño cuando, pasados los comicios, se constatan las diferencias entre las predicciones y los resultados finales. Como prueba de ello tenemos las elecciones sobre el Brexit en Reino Unido, las presidenciales que dieron la victoria a Trump y, más recientemente, las elecciones autonómicas en Andalucía, que evidenciaron que el apoyo a Vox era mayor del que se había previsto.
Las encuestas políticas son una fuente de información muy útil para los científicos sociales, facilitan nuestro trabajo y nos ayudan a explicar los principales sucesos políticos y sus efectos. Sin embargo, la Ciencia Política y la Política como práctica a veces difieren en sus intereses, y lo que es de gran utilidad en el primer caso puede ser poco conveniente en el segundo; al menos si queremos elevar nuestra idea de lo que debe ser un buen debate pre-electoral. La excesiva atención que reciben los sondeos de estimación de voto menoscaban su credibilidad (porque se depositan en ellos unas expectativas irreales) y desvirtúan el debate público. Por el bien de ambos, quizá no sea mala idea olvidarnos de las encuestas por un tiempo.