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Perú, entre la lucha de facciones y la apelación al pueblo

Gabriel Leonardo Negretto

11 de Noviembre de 2019, 22:48

A veces se equipara la política a una competencia deportiva, donde el principal objetivo de los equipos enfrentados es ganar la contienda. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en el deporte, en política es posible que los jugadores intenten triunfar de manera desleal, cambiando o manipulando las reglas del juego para obtener una ventaja sobre sus oponentes.

Cuando esto ocurre es difícil, o imposible, dirimir de manera imparcial y pacífica los conflictos recurriendo a los poderes del Estado y a los mecanismos que establece la Constitución. La utilización partidista de las instituciones es causa y efecto de un contexto de polarización en el que la ciudadanía y la clase política se dividen en bandos; un mismo hecho puede ser calificado por unos como un acto legal y por otros como un golpe de Estado. En este escenario, que hoy afronta Perú, la única solución práctica y democrática es apelar al pueblo para que una mayoría electoral conforme un nuevo Gobierno y decida sobre la distribución de poder entre los actores.

En la superficie, la crisis desatada esta semana en Perú pareciera girar en torno a la interpretación de la Constitución y su peculiar mezcla de mecanismos parlamentarios en el seno de un sistema presidencial. El presidente, Martín Vizcarra, decide disolver el Congreso y llamar a elecciones anticipadas fundado en el artículo 134 de la Constitución, que lo habilita para tomar esta decisión si la legislatura rechaza por segunda vez una cuestión de confianza planteada por el Gobierno. Sin embargo, no está claro que el Congreso haya votado de manera explícita contra las cuestiones de confianza que el Ejecutivo presentó en junio y septiembre de este año en relación a la reforma política y al mecanismo de elección de los miembros del Tribunal Constitucional, respectivamente.

A su vez, y como respuesta al decreto de disolución, el Congreso decidió suspender temporalmente al presidente y juramentar como reemplazante a la vicepresidenta Mercedes Aráoz, en uso de las atribuciones que le confiere el artículo 114 de la Constitución para casos de incapacidad temporal del Ejecutivo. Sin embargo, los legisladores tomaron esta decisión sin que el presidente padezca una incapacidad evidente y sin observar la votación y los procedimientos requeridos.

Este debate legal confunde porque el conflicto de fondo no tiene que ver con la aplicación de la Constitución. El enfrentamiento actual entre el Ejecutivo y el Legislativo en Perú es sólo el episodio más reciente de una crisis de gobernabilidad estructural gestada durante años por una combinación letal de presidentes minoritarios, partidos débiles, lealtades electorales fluctuantes y escándalos de corrupción en cadena que involucran a cinco ex-presidentes, a la líder del principal partido de oposición, a ministros, legisladores e, incluso, a miembros del Poder Judicial.

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El origen de esta situación se remonta al surgimiento y caída del fujimorismo en la década que va del año 1990 al 2000. En ese periodo, Perú experimentó el colapso del viejo sistema de partidos y la aparición de una nueva fuerza que buscó convertirse en dominante creando un régimen autoritario que suspendió un Congreso electo, cambió la Constitución unilateralmente, intervino la Justicia y manipuló el sistema electoral para perpetuarse en el poder.

Al colapsar el fujimorismo en el año 2000, Perú recuperó la democracia, pero no logró reconfigurar un sistema estable de partidos, restaurar la confianza ciudadana en las instituciones representativas, ni superar la polarización que dejó como legado el régimen autoritario. Entre 2001 y 2016 ningún presidente logró un apoyo electoral sólido ni mayorías legislativas. Con la excepción de Alan García, que fue elegido en 2006 como candidato del Apra, ningún otro presidente tuvo como respaldo una organización partidaria estable e institucionalizada.

En lo inmediato, la pugna de poderes que hoy vive Perú deriva de la elección de 2016, en la que Keiko Fujimori, hija de Alberto Fujimori, perdió la elección presidencial ante Pedro Pablo Kuczynski en segunda vuelta. La líder de Fuerza Popular rechazó los resultados con alegaciones nebulosas de fraude, pero logró obtener una mayoría absoluta de escaños en el Congreso, algo inédito en el contexto de fragmentación partidaria que vive el país.

Esta mayoría de oposición fue sistemática e inescrupulosamente usada para acosar y extorsionar al Gobierno, obtener un indulto temporario para Alberto Fujimori, blindar a personajes allegados a esta fuerza acusados de corrupción y, finalmente, contribuir a la caída del presidente Kuczynski por nexos con la constructora brasileña Odebrecht.

Kuczynski fue sucedido por Vizcarra, su vicepresidente, quien también se ha enfrentado repetidamente con la oposición legislativa, hoy muy desprestigiada luego de que la propia Keiko ingresara en prisión preventiva por posible obstrucción a la Justicia en las investigaciones que se le llevan a cabo por financiación irregular de sus campañas con dinero de Odebrecht.

¿Qué debería hacerse? Independientemente de que el presidente Vizcarra haya utilizado la facultad de disolver el Congreso de manera irregular, la idea de llamar a elecciones anticipadas en el contexto actual es en sí misma muy razonable. Pensar que este conflicto pueda resolverse apelando al Tribunal Constitucional como árbitro no es realista, tanto porque el problema de fondo no es jurídico como porque no queda claro que el propio Tribunal sea hoy visto como un actor imparcial por todos los involucrados.

Tampoco se puede juzgar la legitimidad de los reclamos del presidente y los legisladores recurriendo simplemente a encuestas de opinión, que los políticos peruanos parecen tener siempre a mano. La popularidad del Congreso está por los suelos (más del 80% rechaza su desempeño, según varios sondeos) y una mayoría está de acuerdo con su disolución (el 56%, de acuerdo con mediciones recientes de El Comercio-Ipsos). Pero tampoco el presidente tiene el apoyo incuestionable de la opinión pública. Según datos recientes (El Comercio, 2 de Octubre) la popularidad del presidente ha caído del 57% al 48%, mientras que su desaprobación ha subido del 34% al 43%.

La mejor solución ante esta situación es apelar al pueblo y someter todos los poderes a una nueva elección; algo que, por cierto, apoya una vasta mayoría de los peruanos (un 70%, según un sondeo de septiembre del Instituto de Estudios Peruanos). Este camino no es sencillo e implica resolver el mecanismo para hacer legal la convocatoria a elecciones anticipadas, realizar éstas en un tiempo adecuado y coordinar la elección con los ciclos electorales futuros. Y, por supuesto, nada garantiza que una votación permita restaurar la gobernabilidad en el país en el largo plazo. Pero ante una lucha de facciones que usan la Constitución como instrumento de guerra, y se arrogan para ello una dudosa representación popular, contar votos en vez de cabezas es la única alternativa a la vez democrática y pacífica que nos enseña la Historia.

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