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La crisis peruana, la democracia y el Estado de derecho

José Tudela Aranda

11 de Noviembre de 2019, 22:57

Como es sabido, el pasado lunes el presidente Martín Vizcarra decretó la disolución del Congreso. Esta medida supone, simultáneamente, el colofón a una larga crisis institucional y el inicio de una verdadera crisis de Estado.

Lo primero sobre lo que hay que llamar la atención es sobre un rasgo en cierta medida anómalo del sistema constitucional peruano. Frente a lo que casi puede considerarse regla general en un sistema presidencialista, la Constitución posibilita que el presidente pueda disolver el Congreso cuando éste le haya rechazado dos cuestiones de confianza. En el supuesto que nos ocupa, la duda jurídica versa sobre si puede contabilizarse la segunda, presentada pero no tramitada, según los defensores de la inconstitucionalidad del acto presidencial; en todo caso, un dato relevante que acerca la lógica del sistema presidencialista peruano a una dinámica parlamentaria en un aspecto fundamental. Al margen de las dudas estrictamente jurídicas que plantee el caso concreto, y de las que pueda plantear la inserción de la disolución en un sistema presidencialista, parece posible presuponer que en la voluntad del constituyente estaba reforzar la posición del presidente frente a parlamentos que le pudieran ser hostiles. Y éste, precisamente, es el caso. 

Hay que recordar que esta crisis tiene su origen en las últimas elecciones presidenciales de 2016, cuando Pedro Pablo Kuczynski derrotó por muy escaso margen a Keiko Fujimori, quien obtuvo el control del Congreso. La ofensiva parlamentaria de Fujimori, que alegó un fraude electoral, y la relación de Kuczynski con el caso Java Lato acabaron con su renuncia y posterior procesamiento y condena. Desde entonces, los acontecimientos se precipitaron y los líderes de la oposición también fueron golpeados por la corrupción. Así, Fujimori se encuentra en prisión desde octubre de 2018 y el líder de Fuerza Popular está siendo investigado por pagos de la empresa brasileña Odebrecht. Un contexto esencial para completar la visión de la crisis, ya que en buena medida su detonante final ha sido el control del Tribunal Constitucional, un órgano decisivo para la suerte final de los líderes opositores amenazados por escándalos de corrupción y cuyo control quisieron asegurarse. La disolución tuvo como uno de sus principales objetivos impedir esta maniobra.

Por supuesto, se trata de una visión esquemática, incompleta, necesariamente superficial. Pero es posible extraer alguna conclusión. La primera consideración que debería sacarse de la crisis peruana es la necesidad de conjugar adecuadamente las reflexiones generales sobre los problemas institucionales de la democracia contemporánea con las exigencias del caso en concreto. Por supuesto, hay denominadores comunes, como la muy importante oposición de legitimidades, Parlamento versus Poder Ejecutivo; o las tensiones a las que se somete al conjunto normativo que define el marco institucional.

Pero más allá de estos rasgos generales, el examen de una crisis particular exigirá siempre no dejarse arrastrar por los tópicos e intentar profundizar en sus circunstancias concretas. El ejemplo de la crisis peruana es pertinente en este sentido. Sobre otras circunstancias que pueden ser comunes a tensiones producidas en otros sistemas constitucionales, se impone un elemento distintivo: que, en este caso, es la oposición representada en el Parlamento quien busca alterar las reglas previas del control jurisdiccional y, por ende, de la responsabilidad política

Una segunda reflexión es la ya mencionada tensión entre las dos grandes legitimidades que sostienen un sistema constitucional. Y en este punto sí es posible establecer un vínculo con otros procesos como el desafío de Salvini en Italia; la amenaza de disolución del Parlamento por Boris Johnson; el enfrentamiento, en su momento, del Legislativo brasileño con Lula, por citar sólo algunos casos particularmente relevantes.

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En principio, esta dialéctica no sería una patología del sistema. Por el contrario, sería una manifestación de normalidad; extraordinaria, pero normalidad. Pero si hoy se destaca y se asocia con una presunta crisis de la democracia representativa es porque la línea argumental que subyace desborda la racionalidad que siempre ha de sustentar un sistema constitucional: una de las partes, normalmente el Poder Ejecutivo, se arroga la legitimidad y la representación del pueblo. Este planteamiento acaba por oponer a ese pueblo frente a un Parlamento, unos diputados y partidos alejados de los intereses de los ciudadanos, a los que son incapaces de representar. Y esta circunstancia se extiende a bastantes más que los países citados. No debe dudarse de que entrar en esta dialéctica sustentando estos argumentos es fermento para crisis más graves

Finalmente, es preciso detenerse en la importancia de los órganos destinados a garantizar el adecuado funcionamiento del orden constitucional. Por supuesto, ello implica el respeto a la legalidad vigente, incluida la estrictamente constitucional. Pero es conveniente añadir que la responsabilidad política nunca se limita al incumplimiento de esa legalidad. En todo caso, no hay posibilidad de que un sistema se desenvuelva correctamente si los órganos de control no funcionan adecuadamente. Para que ello se produzca, deberán concurrir una serie de circunstancias. Algunas de ellas, como la diligencia de quienes los ostentan o un adecuado marco normativo, son obvias, aunque no lo parezca. Otras pueden no serlo tanto. Desde luego, entre ellas, la primera es que ese sistema normativo aleje a los partidos de la posibilidad de mediatizar la conducta de los órganos de control. Ello no significa que no exista relación entre los partidos y los citados órganos, sino que el sistema dispone de las garantías suficientes para asegurar su independencia.

Junto a ello, puede alegarse que los citados órganos no debieran conocer de determinados temas cuya resolución corresponde a la política. Es una verdad a medias, y el ejemplo peruano lo ilustra bien. Por supuesto, es conveniente que los conflictos políticos se resuelvan en la política y por políticos. Pero siempre habrá que salvaguardar la legitimidad de las instituciones de control para resolver aquellas situaciones que entren en su ámbito de funcionamiento, por más que impliquen una determinada carga política.

Finalmente, es esencial reivindicar el respeto absoluto por las resoluciones de estos órganos. Partidos y otras instituciones no pueden erosionar su credibilidad. Este respeto es un gozne esencial para el funcionamiento del Estado. Muchos factores deben coadyuvar a ello, pero el primero y esencial es la auto-imposición de la regla del respeto por los distintos agentes políticos.  

El adecuado desenvolvimiento de un sistema democrático depende, en primer lugar, de que se atenga a la estructura que conforma el Estado de derecho. Ésta es la carcasa necesaria, imprescindible, para la existencia de la democracia. Sin ella, sin su estructura y sin la cultura que la conforma, será posible que las decisiones, todas o algunas, se adopten por una hipotética mayoría, al menos por más votos positivos que negativos, pero la democracia no estará garantizada; más bien lo contrario.

Hay que asumir una concepción amplia del Estado de derecho. Éste no se limita, por fundamentales que sean, a principios como el de legalidad o de división de los poderes; ni siquiera a la garantía de los derechos fundamentales. Cuestiones éstas, por cierto, que no garantiza la reducción de la democracia a la regla de la mayoría. El Estado de derecho es el respeto a las dinámicas constitucionales que se derivan de la letra del conjunto de un ordenamiento y del espíritu que las ilumina.

Estado de derecho es no forzar las instituciones para impedir la independencia de los órganos que han de juzgar a una determinada persona. Es asumir las cuotas de responsabilidad política que en cada momento puedan derivarse. Es impedir que, como ha sucedido en Perú, un inadecuado uso de los instrumentos constitucionales, por todos los actores y durante demasiado tiempo, pueda conducir a una situación dramática. Hay que insistir: no hay democracia sin un Estado de derecho en plenitud.

Más allá de situaciones extraordinarias, la historia reciente (en España y fuera) ha demostrado que la idea de la llamada al pueblo no es siempre la solución adecuada a los conflictos políticos en democracia. Al menos, para que esa llamada pueda tener lugar, los políticos correspondientes deben haber agotado la posibilidad de resolución del conflicto. Banalizar esa apelación a las urnas es un grave riesgo para el sistema en su conjunto y, en particular, una amenaza seria para el Estado de derecho. 

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