A finales de marzo de 2019, un grupo de economistas británicos independientes presentaron al Partido Laborista un informe titulado Un nuevo ecosistema de banca pública. En él, esgrimen que no sólo Reino Unido tiene un problema perenne de infra-inversión en proyectos que incrementen la capacidad productiva de la economía, sino que también se enfrenta a las consecuencias de la exclusión financiera provocada por el cierre de sucursales en ciertas localidades, que ha dejado a pequeños empresarios y familias sin acceso a los servicios financieros básicos. Para solventar estos problemas, consideran que una mayor regulación no es suficiente, por lo que se necesita un cambio estructural que vendría de la mano de un nuevo sistema bancario.
Su propuesta, que bebe de las ideas de un manifiesto del Partido Laborista de 2017, recomienda la creación de un nuevo Banco Postal (Post Bank), que tenga un claro "mandato de servicio público". Su objetivo sería doble: por un lado, debiera proporcionar acceso a todos los ciudadanos a los servicios básicos de banca minorista y, por otro, contribuir positivamente a la sostenibilidad de la red de oficinas postales del Reino Unido. En el diseño de su estructura, el Banco Postal tendría que estar protegido contra futuras privatizaciones, estar regido por un Consejo de Administración, compuesto por representantes públicos elegidos y tener una organización descentralizada formada por oficinas regionales independientes.
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Asimismo, sugieren la creación de un Banco Nacional de Inversión, apoyado por la red de bancos regionales de desarrollo, que se encargue de financiar proyectos que contribuyan a la transformación industrial del país, a la descarbonización de la economía y al re-equilibrio regional. Por último, proponen la revisión y futura reversión de la privatización del Banco Real de Escocia, con el fin de convertirlo en un modelo de negocio enfocado a los intereses públicos.
En España, el partido que ha propuesto en repetidas ocasiones el fomento y desarrollo de la banca pública ha sido Podemos. Sin embargo, en su libro 'Instituciones financieras públicas en Europa', Schmit et al exponen que el concepto de un banco propiedad del Estado no es nuevo. Ya en la segunda mitad del siglo IV antes de Cristo, bajo el gobierno de la dinastía ptolemaica y tras la muerte de Alejandro Magno, se unificaron en Egipto diversos almacenes de grano estatales creando una sola red, administrados por Alejandría. No obstante, fue en el Imperio Romano, siendo Augusto emperador, cuando se creó el primer banco público y cuyo objetivo fue el fomento de la inclusión financiera de las personas con menos recursos.
El florecimiento de la banca pública, después de los Montes de Piedad, se produjo a finales de la Baja Edad Media y desde el Renacimiento, siendo el Banco de Barcelona (1401) y el Banco de Génova (1407) las primeras entidades públicas modernas. En España, por ejemplo, predominaron las 'Taules de Canvi' (mesas de cambio), instituciones financieras de propiedad municipal de la Corona de Aragón que se extendieron al resto de la península. Empero, el desarrollo definitivo de la banca pública llegó con la Revolución Industrial, cuando se fundaron bancos de ahorro (o cajas de ahorros) y la banca universal, creada por el Estado para promover el crecimiento y desarrollo económicos.
Esta última función es la más esgrimida por defensores de la banca pública tanto en países desarrollados como en desarrollo. En un contexto de baja productividad y elevado desempleo estructural, en el que algunos economistas hablan de estancamiento secular, la disponibilidad de crédito a favor de la economía real resulta indispensable para que España prospere. Nuestro ecosistema empresarial está compuesto eminentemente por autónomos (54%) y pequeñas y medianas empresas (45,8%). Por tanto, la financiación externa a la que éstos tengan acceso será indispensable para el desarrollo de nuevos proyectos productivos.
A diferencia de otros países como EE.UU. y Japón, el sistema financiero europeo se caracteriza por una elevada bancarización, donde el total del crédito bancario supera sistemáticamente a aquél obtenido en los mercados de capitales. Por tanto, el papel de las entidades de crédito es fundamental, y adquiere aún mayor relevancia cuando se trata de la financiación externa de pymes y autónomos, habida cuenta de que éstos tienen menor capacidad de emitir títulos valor (tales como acciones, obligaciones y títulos de deuda a largo plazo) para acceder a canales de financiación alternativos.
Si bien las reformas de los últimos años en política macroprudencial persiguen efectos anti-cíclicos, el crédito bancario tiende a ser eminentemente pro-cíclico: crece rápidamente cuando la economía está en expansión, y cae de forma abrupta cuando se entra en recesión. Por este motivo, observamos cómo tras una crisis financiera, los países con sistemas bancarizados presentan un menor crecimiento económico que aquéllos que poseen una balanza más equilibrada con respecto a la financiación no bancaria. En otras palabras, en España, la falta de consolidación de canales alternativos hace que la financiación disponible para autónomos y pymes dependa en gran medida del sistema bancario y lo convierte, asimismo, en el blanco principal de las críticas.
Los defensores de la banca pública acusan al sistema crediticio actual de una insuficiente oferta de crédito para la economía real y, en una segunda derivada, de la escasez de inversión en investigación, desarrollo e innovación, siendo ésta una de las causas del actual estancamiento de la capacidad productiva.
Tras dos décadas de decrecimiento en los tipos de interés reales a largo plazo, con presiones a la baja que surgen del cambio tecnológico, la demografía, la desigualdad de la renta, la excesiva demanda de activos seguros y la política monetaria acomodaticia, la rentabilidad de las entidades de crédito está en entredicho. De la crisis financiera hemos heredado un sistema bancario con un notable deterioro en los activos que componen su balance, con dificultades para capitalizarse, y que mantiene posiciones líquidas con grandes inversiones en deuda pública y activos sin riesgo para disminuir las provisiones que ha de efectuar. Los bancos centran el grueso de su actividad en la monitorización y recobro de préstamos, así como en la gestión de activos, lo que reduce su capacidad para atender las operaciones crediticias.
Ante este panorama, en España el Instituto del Crédito Oficial (ICO), banco público con forma jurídica de entidad pública empresarial creado en 1993, lleva años asumiendo funciones bancarias para que el crédito llegue a las empresas. La cuestión fundamental reside en la capacidad insuficiente que tiene este organismo para analizar, conceder y hacer el seguimiento de las operaciones de crédito, la cual le lleva a utilizar protocolos de colaboración con entidades financieras.
Encontrar en las propuestas de banca pública la respuesta a la falta de capital que sustente las inversiones productivas pasa por evidenciar un fracaso del sistema bancario actual para atender dichas necesidades de financiación concretas. En este sentido, la Encuesta sobre la Situación de las Pymes en relación con la Financiación Ajena, realizada por el Consejo Superior de Cámaras de Comercio, muestra que, en 2018, el 36,5% de las pymes y autónomos españoles ha tenido necesidades de financiación bancaria. Sin embargo, la gran mayoría de ellos (68,1%) la requieren para la financiación del circulante, muy por encima de otros destinos potenciales tales como inversiones en equipo productivo (36,7%), inversiones en innovación (2,7%) o procesos de expansión en los mercados (3,2%).
Además, el 84,6% de las pymes con necesidades de financiación bancaria la han obtenido, y ésta le ha sido denegada únicamente al 5,3%, siendo el motivo principal la falta de garantías solicitadas (personales, avales, etcétera). El resto está compuesto por empresas que no han llegado a solicitar financiación, no ha aceptado la propuesta de la entidad o se encuentra a la espera de respuesta.
A priori, los datos mencionados no muestran una necesidad imperiosa de expandir el ecosistema (ya existente) de banca pública. Incluso, de ser así, la infraestructura necesaria para su funcionamiento al margen del sistema bancario privado (internalizando los procesos de supervisión y control) supondría un desembolso considerable para las cuentas públicas que debiera ser planteado y analizado de forma meticulosa.
También tendría que ser objeto de debate el proceso de toma de decisiones, para así evitar sistemas top-bottom que operen a partir de una cifra estimada de necesidades de financiación (derivada, tal vez, de cifras de desempleo y output gap) para, posteriormente, disminuir los requisitos exigidos hasta completar la concesión de la cuantía total.
Por otro lado, la evidencia empírica resalta que los bancos cuya propiedad es del Estado tienen una rentabilidad más baja, una peor calidad de los préstamos concedidos y un riesgo de insolvencia mayor. Por último, no olvidemos que la banca pública puede traer consigo un sistema de incentivos perversos en el que la oferta de crédito sea utilizada como herramienta política a lo largo del ciclo electoral (véase este artículo, éste o éste), a riesgo de ver proliferar créditos subprime.
De evidenciarse una falta de eficiencia en el sistema bancario actual, tal vez la iniciativa política debiera enfocarse en el apoyo al incipiente desarrollo de canales de financiación no bancaria, o a reforzar los mecanismos de supervisión y la regulación tanto microprudencial como macroprudencial de la banca privada.