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¿Repetición electoral o nuevas elecciones?

Carlos Fernández Esquer

23 de Septiembre de 2019, 15:43

El proceso electoral en España se asemeja a un reloj. En los 54 días que transcurren desde que se publica en el BOE el decreto de disolución de las cámaras y la convocatoria electoral hasta el día de las elecciones, se suceden una serie de fases procedimentales perfectamente tasadas e interrelacionadas entre sí. Ese meritorio diseño, basado en el acoplamiento de distintos trámites y plazos, que involucra a organizaciones políticas, funcionarios, instituciones y ciudadanos corrientes es lo que recuerda a la coordinación y precisión de los engranajes de un reloj. Un sofisticado arreglo institucional que busca acomodar una tensión. La tensión que se produce entre, por un lado, la perentoriedad de los plazos que acompaña a cada uno de los trámites y, por otro, el adecuado desarrollo de un proceso que garantice el ejercicio de los derechos de sufragio activo y pasivo de electores y candidatos en condiciones de igualdad.

El proceso electoral que ahora se inicia, y que tendrá como momento culmen las próximas elecciones del 10 de noviembre, será el primero en desarrollarse conforme a las previsiones introducidas por la Ley Orgánica 2/2016, de 31 de octubre, de modificación de la LOREG. La reforma introdujo una nueva Disposición adicional séptima, que regula las particularidades procedimentales para el supuesto de convocatoria automática de elecciones en virtud de lo dispuesto en el artículo 99.5 de la Constitución. Conviene recordar la coyuntura en la que se llevó a cabo la reforma.

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Las elecciones generales de diciembre de 2015 alumbraron una legislatura fallida, marcada por la incapacidad de los partidos para investir a un presidente en un nuevo entorno político fragmentado. Las elecciones se repitieron en junio de 2016. Sin embargo, a medida que avanzaban los meses, la situación de bloqueo político persistía y la posibilidad de que se produjeran unas terceras elecciones fue cobrando fuerza. Ello, sumado a la irresponsabilidad de fijar una fecha para la votación de la investidura que abocaba a una eventual celebración de elecciones un 25 de diciembre, hizo que los partidos acordasen acortar el calendario electoral y evitar así la extravagancia de convocar a los españoles a las urnas el día de Navidad.

La principal novedad de la reforma consiste en que la duración del proceso se reduce de 54 a 47 días (dentro, pues, de la horquilla temporal que establece el artículo 68.6 de la Constitución). Esa reducción del tiempo incide sobre la duración de la campaña electoral, que pasa de 15 a 8 días. Esto implica la anticipación (y en algunos casos reducción) de los plazos que deben afrontar las fuerzas políticas para realizar los distintos trámites. Por ejemplo, en cinco días desde la convocatoria deberán designar a representantes y administradores e, incluso, comunicar a las juntas su intención de concurrir en coalición electoral. Con relación al siempre exigente trámite de presentación de candidaturas, éste debe producirse entre el octavo y el decimotercer día posteriores a la convocatoria. Para facilitar todos estos trámites, se permite a las fuerzas políticas la posibilidad de comunicar el mantenimiento de los representantes, administradores, coaliciones y candidaturas de las anteriores elecciones, dentro de los mismos plazos. La reforma también estableció que los avales presentados por las formaciones sin representación parlamentaria para poder concurrir a las elecciones inmediatamente anteriores sigan siendo válidos para las nuevas elecciones, evitando el requisito de volver a presentarlos.

Asimismo, se ha recortado a la mitad la distribución del tiempo gratuito de propaganda electoral en cada medio de comunicación de titularidad pública. La reforma también ha reducido en un 30% las cantidades que los partidos con representación parlamentaria reciben en concepto de subvenciones para gastos electorales. También redujo en un 50% los límites de los gastos electorales en los que pueden incurrir las fuerzas políticas que se presentan a las elecciones. Lo cierto es que afrontar cuatro elecciones generales en cuatro años implica un esfuerzo financiero inusual para los partidos, especialmente en un contexto de volatilidad e incertidumbre en el que los errores de cálculo y las expectativas frustradas pueden ponerles en serios aprietos.

La reforma también hizo un esfuerzo por facilitar ligeramente los trámites a los atormentados españoles inscritos en el censo de los electores residentes ausentes en el extranjero, pues aquellos que hubieran rogado el voto en las anteriores elecciones no necesitarán reiterar su solicitud. Sin embargo, lo realmente relevante para que el voto CERA pueda ser efectivo tiene que ver con trámites posteriores al ruego del voto. Concretamente, con que se produzcan de forma rápida aquellos trámites intercalados entre el envío de la documentación por parte de la Oficina del Censo Electoral, la recepción de dicha documentación por el elector en el extranjero y el efectivo ejercicio del derecho del voto, bien por correo o bien depositándolo presencialmente en la Oficina o Sección Consular correspondiente. Es decir, la reforma facilita levemente las cosas para este colectivo, pero no ayuda a que su voto llegue a tiempo al escrutinio general.

El espíritu de la reforma, como reconoce el preámbulo de la ley, responde a la idea de que la convocatoria de elecciones en estas circunstancias "debe considerarse como una situación especial de nuestro sistema constitucional y disponer de una regulación específica en el régimen electoral, siendo factible recurrir a trámites ya utilizados en el proceso electoral inmediatamente anterior, así como simplificar y reducir determinados plazos del procedimiento". Lo que sucede es que, como acertadamente ha advertido la profesora Rosario García Mahamut, la reforma parte de la premisa de que se trata de una repetición electoral –no de unas auténticas nuevas elecciones– y que, por tanto, las fuerzas políticas que concurren a las elecciones serán esencialmente las mismas que en el anterior proceso electoral. Se presume que el tiempo y recursos con que deben contar los partidos para captar el voto de los ciudadanos es menor.

No hay duda de que abreviar ciertos trámites y reducir costes para hacer más eficiente el proceso es una actitud loable, especialmente tras el espectáculo irresponsable ofrecido por los principales líderes y partidos políticos en el fracasado intento de formación de gobierno. Ahora bien, esta visión de las cosas descuida algo crucial: se trata de unas auténticas nuevas elecciones (artículo 99.5 de la Constitución). Esto supone que las eventuales nuevas opciones políticas, ya sea en forma de partidos o agrupaciones de electores, deben poder competir en pie de igualdad con las fuerzas políticas establecidas. Sin embargo, estas nuevas opciones se enfrentan a hándicaps que evitan las formaciones que ya concurrieron a las elecciones anteriores. Algo que se evidencia de forma clara en la mayor rapidez con la que deberán recolectar firmas (el 0,1% de los electores inscritos en el censo electoral de la circunscripción a la que pretendan concurrir para los partidos y el 1% para las agrupaciones de electores) para así poder presentar las candidaturas. O en el menor tiempo disponible para realizar campaña electoral y dar a conocer su mensaje a la ciudadanía. Un mensaje que, quizás, por las características peculiares de los comicios, puede estar relacionado precisamente con una nueva actitud o con propuestas distintas sobre cómo desencallar la situación de bloqueo político.

Algunas de las novedades introducidas en nuestra legislación electoral, al menos desde la importante reforma de 2011, describen una trayectoria que erosiona, siquiera sea ligeramente, el valor del pluralismo político. Sin embargo, sabemos desde Schumpeter que la democracia es un sistema de gobierno competitivo. No es de extrañar que algunos autores (aquí y aquí) aboguen por concebir el Derecho de partidos y el Derecho electoral como una suerte de Derecho de la competencia. Si se acepta esta visión, debería procurarse unas mismas oportunidades para todos los partidos y candidatos, evitar prácticas desleales, impedir una legislación que estimule la creación de oligopolios partidarios y, ante todo, garantizar que la competición esté abierta para nuevas opciones políticas suprimiendo barreras de entrada injustificadas o desproporcionadas. De lo contrario, los partidos establecidos contarán con menos incentivos para la rendición de cuentas y para la adaptación competitiva como reacción a la amenaza de irrupción de nuevos partidos. Se corre el riesgo de la cartelización de nuestro sistema de partidos.

En definitiva, lo que esta reforma ha hecho es diseñar un proceso electoral abreviado para un supuesto constitucionalmente previsto para solventar situaciones de bloqueo político, pero que, paradójicamente, sitúa en condiciones de ventaja competitiva a los propios partidos políticos responsables de dicho bloqueo.

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