En España, parecía que las elecciones generales del 28 de abril llevarían a un Gobierno de coalición entre el Partido Socialista y Unidas Podemos. Pero no ha sido así y el país volverá a las urnas en noviembre, por cuarta vez en cuatro años. En Italia, en cambio, la crisis política abierta en pleno mes de agosto por la Lega de Salvini se cerró inesperadamente con la formación de un nuevo Gobierno formado por el Partido Democrático y el Movimiento 5 Estrellas.
Para explicar estos resultados opuestos, muchos analistas españoles han evidenciado la falta de cultura de coalición que caracteriza a España en relación a Italia. Así,
desde Madrid se mira a Roma con una mezcla de admiración y envidia, porque los partidos políticos italianos han sido capaces de acordar para gobernar juntos en situaciones mucho más difíciles que la que se vive hoy en España. Baste recordar, entre otros, el Gobierno de las abstenciones a Andreotti, la gran
no coalición de Monti o los dos gobiernos de Conte.
Los italianos, dicen los españoles, están habituados a formar coaliciones de Gobierno. Incluso en 1948, cuando la Democracia Cristiana obtuvo, por única vez en la historia, la mayoría absoluta, prefirió compartir el Ejecutivo con otras fuerzas antes que tener un Gobierno monocolor. En España, en cambio, tras la restauración de la democracia, en 1977, no ha habido nunca un Gobierno de coalición con reparto de ministros entre partidos diferentes, y sólo los ha habido de un solo partido, en ocasiones con mayorías absolutas. La experiencia más parecida a una alianza ha sido la de los gabinetes en minoría del PSOE y el PP con el apoyo externo de algunos partidos regionales y con acuerdos de legislatura.
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Si el pragmatismo
coalicional demostrado por la elite política italiana es un hecho, ¿qué hay detrás de ese hábito que ahora envidian los españoles? ¿Por qué en Madrid no consiguen imitar esta experiencia? Después de todo, la inestabilidad del sistema político español, que explotó después de 2015, radica precisamente en la incapacidad de los partidos de superar las barreras entre ellos (al menos a nivel nacional), imposibilitando acuerdos gubernamentales similares a los de Italia.
Detrás de cada Gobierno de coalición hay estrategias competitivas y vínculos político-institucionales. Si las primeras, normalmente, son bastante claras y se concentran en las ventajas o perjuicios que los líderes políticos prevén obtener con su decisión, los segundos tienden a quedar en la sombra. Dejemos a un lado, pues, el campo de las estrategias de los partidos y centrémonos en el de las restricciones político-institucionales.
Con esta intención, vayamos al momento fundacional de las dos democracias.
En Italia, en plena Guerra Fría y después del desastre del fascismo,
los constituyentes decidieron no dar demasiado poder al vencedor de las elecciones (quienquiera que fuera) y, por tanto,
se privilegió la representatividad por encima de la gobernabilidad.
En España, en otro momento histórico (la segunda mitad de los años 70), los constituyentes buscaron, en cambio,
evitar la inestabilidad política que tanto daño había hecho durante la Segunda República, provocando el alzamiento de Franco, la posterior Guerra Civil y el largo régimen autoritario que terminó con la muerte de Franco, en 1975. Por esto, los
padres de la democracia española decidieron
favorecer la gobernabilidad. A partir de estas opciones iniciales se han estructurado dos sistemas con incentivos diferentes que condicionan las tácticas y estrategias de los partidos.
En Italia, los vínculos y las oportunidades político-institucionales han generado el hábito de tejer acuerdos de gobierno, incluso en situaciones muy complicadas. Y no podemos olvidar que este pragmatismo, y las maquiavélicas virtudes que los españoles nos envidian, radican en la cultura política italiana y han arraigado una suerte de
habitus que tiende a reproducirse también en regímenes y situaciones político-institucionales muy diferentes entre ellas. Es un
habitus que puede asumir caras diferentes, del
transformismo al c
onsociativismo hasta las prácticas de
sottogoverno, pero que tienen un denominador común: la tendencia a acordar políticas distributivas a corto plazo.
Este rasgo distintivo de nuestra cultura de gobierno fue resumido magistralmente, hace más de 40 años, en el título de un libro que explicaba los defectos del sistema parlamentario de la Primera República, que tendía a "
sobrevivir sin gobernar". El sofisticado análisis conducido por Giuseppe di Palma sobre la producción legislativa del Parlamento italiano mostraba que buena parte de las leyes se aprobaban en comisión con el voto favorable de la oposición. Se trataba, en su mayoría, de leyes minúsculas, destinadas a dar recursos para obtener el apoyo de grupos específicos de votantes.
Pequeñas leyes de 'cabotaje' que sirvieron a la clase política para sobrevivir, pero ciertamente no para gobernar; es decir, para afrontar los problemas más importantes del país. Éstos se pospusieron y se suavizaron mediante el gasto y las políticas de deuda pública, desplazando en el tiempo la solución a las preguntas más importantes y trasladándolos, efectivamente, sobre los hombros de las generaciones posteriores.
Como resultado,
rara vez se acometieron políticas más ambiciosas, las llamadas reformas estructurales. Estas últimas, que piden horizontes electorales a largo plazo, se encontraron con intereses pre-constituidos y ofrecieron retornos de consenso incompatibles con los periodos electorales.
El pragmatismo coalicional italiano, pues, tiene sus propias raíces en la Primera República y se ha insertado en la historia de una clase política marcada por profundas divisiones ideológicas, con una alternancia de gobierno bloqueada por la
conventio ad excludendum hacia el Partido Comunista, y reglas institucionales que hacían difícil a una parte gobernar sin la mediación y el compromiso de la otra.
En la Segunda República se cambiaron las reglas, se produjo la alternancia en el Gobierno y el clima ideológico y las escisiones de la Guerra Fría desaparecieron. Y, sin embargo,
el hábito político-cultural que hace que el sistema italiano tienda a sobrevivir sin gobernar no desaparece. Están aún muy presentes la deslegitimación del adversario incluso entre los mismos partidos que comparten Gobierno; la tendencia a identidades políticas muy rígidas que hacen difícil construir acuerdos sobre las reformas estructurales; la incapacidad de dar vida a gobiernos duraderos con capacidad para generar proyectos ambiciosos, recurriendo a políticas de redistribución para obtener el consenso a corto plazo de los votantes.
En el caso español, por el contrario,
los vínculos y las oportunidades político-institucionales del momento fundacional han producido ejecutivos capaces de durar en el tiempo y que han podido llevar a cabo reformas estructurales. Antes de la llegada de la Gran Recesión (que ha
aplanado los programas de los principales partidos por la restricción fiscal favorecida en Bruselas), todas las alternancias gubernamentales estuvieron marcadas por proyectos políticos de largo plazo, implementados con pocos compromisos y a pesar de la fuerte oposición de la oposición.
En una
entrevista publicada en
El País, el 1 de septiembre, Pedro Sánchez explicaba las razones por las que el PSOE no había aceptado un Gobierno de coalición con Unidas Podemos y, en cambio, sí estaba dispuesto a gobernar con el apoyo externo de la formación liderada por Pablo Iglesias. Sánchez señalaba la limitada cohesión política que tendría un Gobierno PSOE-Unidas Podemos. Aliarse, según Sánchez, podría llevar a una
coalición de gobiernos más que a un Gobierno de coalición. Por eso, ofreció a Iglesias un Ejecutivo con un programa progresista compartido, con el apoyo desde fuera de Podemos.
Seguramente, la decisión de Sánchez responde a una precisa estrategia competitiva (ganar votos de Podemos en un momento de debilidad de las fuerzas independentistas), pero refleja también un
habitus político-cultural que proviene de vínculos fundacionales de la democracia española. Se entiende cuando Sánchez subrayó que España necesitaba un Ejecutivo que durara una legislatura entera, y añadió: "Bueno, si uno mira a Italia, no parece que coalición sea sinónimo de estabilidad".
Los españoles pueden ciertamente aprender algo de la clase política italiana sobre el arte de la coalición y de los compromisos de gobierno. Pero los italianos también pueden aprender de la experiencia española. Los gobiernos de coalición no se forman para sobrevivir, sino para dar una respuesta duradera y amplia a problemas estructurales. Éste es el desafío crucial que tiene que afrontar la nueva alianza PD-M5S: tener claro que no es suficiente un acuerdo político para gobernar Italia, sino que es necesario un ambicioso proyecto que desbloquee el desarrollo del país.