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Una nueva era para las inversiones extranjeras directas

Antonio Gutiérrez Guijarro

9 de Septiembre de 2019, 21:35

Las inversiones extranjeras directas (IED) pueden definirse como los flujos de capital que recibe un país (Estado huésped o receptor) por parte de un inversor (sea persona física o jurídica) no residente en dicho país. La importancia económica de las IED se refleja tanto en el número de tratados bilaterales de inversión (TBI) vigentes hasta la fecha, unos 3.000, como en su cuantía. 

Durante las últimas décadas del siglo XX, con la liberalización de los sectores tradicionales, las inversiones extranjeras directas alcanzaron un crecimiento exponencial. Los flujos de IED, en 2017, se situaron en los 1,43 billones de dólares. Sin embargo, a consecuencia de la crisis económica sufrieron un estancamiento, principalmente entre 2009 y 2015. En esta línea, las tasas de rendimiento de las inversiones sufrieron un descenso, pasando del 8,1% (2012) al 6,7% (2017). También los flujos se reorientaron, cambiando significativamente las tendencias de inversión y los sectores de destino. La crisis, los nuevos mercados y los cambios asociados a la tecnología están originando transformaciones en las políticas de inversiones. 

Pese a estas alteraciones, Estados Unidos se mantiene como líder en origen y recepción de IED; seguidos de cerca, en los últimos años, por China. En este contexto, la Unión Europea vio reducida notablemente la entrada de inversiones extranjeras directas, pasando de los 524.000 millones de dólares (2016) a 304.000 millones de dólares (2017). Según la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (Unctad), Francia y Alemania eran los estados miembros que más IED recibían en 2017. No obstante, en 2018 sería nuestro país el que encabezaría la recepción de IED, situándose como el 6º mundial. El 'Global Investment Trends Monitor' publicado con motivo del Foro de Davos de enero de 2019, adelantaba que España pasó de recibir de 19.000 millones de dólares (2017) a 70.000 millones un año más tarde.

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Sin embargo, tras tres décadas de indiscutible apoyo al desarrollo económico que favorecían las IED, parece que ha dejado de ser tan absoluto. Desde hace unos años, las preocupaciones acerca de los riesgos implícitos a las inversiones directas internacionales han venido generando un mayor debate. Esta inquietud acabó por materializarse durante los primeros años del siglo XXI, en una suerte de mecanismos de control de las inversiones extranjeras; si bien, la mayoría de éstos eran puramente formales: notificaciones, requisitos de información, etcétera.

En este sentido, los países que hasta ahora cuentan con algún tipo de proceso de control de las inversiones extranjeras los circunscriben a analizar (las IED) desde la óptica de los riesgos militares o de sectores tradicionales. No obstante, éstos ya se han visto superados. La revolución tecnológica, la desregulación de las últimas décadas y el comercio internacional han puesto sobre la mesa otra serie de riesgos, más novedosos y desafiantes. Un ejemplo claro de estos casos es el asunto Huawei, en el que se materializa la preocupación de la seguridad nacional en relación con nuevos escenarios como las telecomunicaciones.

A este respecto, el pasado 19 de marzo se aprobó el texto definitivo del Reglamento 2019/452 para el control de las inversiones extranjeras directas en la Unión; promulgación que, en el comienzo del procedimiento legislativo, encontró numerosas críticas y recelos: los países nórdicos se mostraron contrarios a su adopción alegando los perjuicios que causaría al comercio internacional, mientras que otros estados recelaron respecto a que la Comisión asumiera poderes de control y veto. 

El texto aprobado instituye un marco de cooperación e información recíproca más que un mecanismo de control propiamente dicho. El papel que el Reglamento otorga a la Comisión es mínimo, careciendo de poderes efectivos. De hecho, no sólo deposita en los estados miembros el control de las IED, sino que tampoco les impone un mecanismo concreto y homogéneo para la consecución de un control idéntico. Únicamente, se les encomienda una evaluación y coordinación de información de los riesgos implícitos de las inversiones.

Característicamente, el Reglamento diferencia entre los estados miembros que ya cuentan con sistemas de control y los que no. A los primeros se les anima a que, en el caso de no incluir las variables que introduce el nuevo texto, las integren a fin de cumplir con los estándares de transparencia y no discriminación que recaba el Reglamento. A los que carecen de controles, la Unión ofrece una serie de factores para que desarrollen su sistema, sin tener por qué ser coincidentes. Es más, estos últimos, en caso de no querer implantar un control, sólo estarán obligados a reportar un informe detallado de todas las inversiones extranjeras directas que tengan lugar en su territorio. 

Para el control efectivo de las IED, el Reglamento incluye una serie de factores que hay que escrutar en toda inversión: 

  • Su origen, la procedencia del capital y su propiedad (el inversor real); algo no exento de complejidades en una economía internacionalizada. La mayoría de políticas de seguridad nacional impone restricciones según la nacionalidad (se implanta así la idea de que no ser nacional del Estado receptor conlleva intrínsecamente un riesgo para la seguridad). 
  • La naturaleza soberana, es decir, la nacionalidad del inversor y si éste está participado o afectado por un Estado. Este aspecto es fundamental en lo referente a fondos soberanos o a inversores de países donde el Estado tiene un fuerte control de la economía (por ejemplo, China). 
  • El destino de la inversión también es un factor esencial a la hora de evaluarla. No es lo mismo invertir en uno u otro sector. Aquí entran a debate términos como industrias estratégicas, activo sensible o infraestructuras críticas
  • Su cuantía representa el grado de adquisición o participación en un sector, lo que supone un indicador claro del riesgo asociado a la IED. Los mecanismos de control existentes hasta el momento coligan la cuantía y el destino de la inversión, estableciendo umbrales de evaluación según la industria de destino y el volumen de la inversión. 

En resumen, los estados miembros son, al final, los garantes de la seguridad nacional. La Comisión Europea únicamente se reserva la prerrogativa de intervenir en el control cuando la inversión pueda afectar a proyectos o programas de interés para la UE (por ejemplo, el Programa Galileo, la Cooperación estructurada permanente o las Redes transeuropeas de energía). Sin embargo, ese poder de intervención se materializa en la posibilidad de emitir un dictamen no vinculante. 

Aunque a priori el Reglamento 452/2019 parezca un paso insuficiente para garantizar la seguridad nacional en la UE, debemos tener en cuenta un obstáculo importante. La Unión Europea, aunque tiene la competencia exclusiva en inversiones extranjeras (tras el Tratado de Lisboa) no es así en lo referente a la protección de las IED, que es compartida con los estados (ver Dictamen 2/15 del Tribunal de Justicia de la UE, TJUE). Asimismo, la Unión carece de competencias en seguridad nacional, más allá de la cooperación policial. 

En conclusión, podemos sacar dos importantes conclusiones sobre las que avanzar: i) la UE debe seguir la senda establecida, llegando incluso a crear una autoridad comunitaria de control de inversiones extranjeras; y ii) la imperiosa  necesidad de solventar la profunda crisis de confianza existe en el seno del comercio internacional. Resulta paradójico que la Unión Europea (en su conjunto) supere a EE.UU. y China en la recepción de IED y, por el contrario, carezca de mecanismos de control. En un contexto de regresión del multilateralismo y en ausencia de una gobernanza global de confianza, es imprescindible un sistema de prevención ante posibles amenazas políticas e, incluso, pre-bélicas.

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