5 de Septiembre de 2019, 22:02
Corren malos tiempos en Colombia. El retorno de un importante número de comandantes de las viejas Farc-EP a la lucha armada es una nefasta noticia. Evidentemente, la responsabilidad de tal circunstancia, primero que todo, ha de recaer en aquéllos que deciden abandonar el proceso de reincorporación a la vida civil y retornar a la confrontación por la vía del fusil.
Sin embargo, conviene normalizar la idea del retorno a la violencia tras experiencias de paz. En la gran mayoría de las 50 transcurridas en las últimas dos décadas, es común encontrar la conformación de disidencias que, generalmente, representan entre el 8% y el 14% del grueso inicial del grupo armado.
Los factores explicativos son muchos: motivaciones personales, rechazo social, cooptación de estructuras criminales, frustración frente a la vida que acompaña a un proceso de desmovilización, abandono por parte del Estado, protección y seguridad de viejas estructuras armadas frente a la falta de mecanismos públicos para garantizar la integridad física, entre muchos otros. Recordemos también que un acuerdo de paz es sólo el principio. Lo difícil viene después. Una cosa es poner fin a la guerra y otra bien distinta superar las condiciones estructurales y simbólicas que la sostienen.
Dicho lo anterior, el Gobierno uribista de Iván Duque tiene ante sí, y aunque pueda parecer mezquino reconocerlo, la situación deseada. Nunca vio con buenos ojos la solución negociada. Confundieron que una cosa es debilitar (y mucho) a la guerrilla hasta obtener la derrota estratégica de sus objetivos, y otra bien distinta la derrota militar. Una situación, no nos engañemos, que jamás hubiera conseguido con una tercera puesta en marcha de las estrategias del presidente Álvaro Uribe y que, de darse, hubiera ocurrido tras décadas y miles de muertos encima de la mesa. Así, a pesar de todo, el uribismo que reposa tras Iván Duque siempre ha entendido que Gobierno y Estado fuertes (en su sentido más beligerante) son un binomio indisociable que difícilmente tenía cabida con la herencia de Juan Manuel Santos.
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Tal vez por lo anterior, el actual presidente de Colombia ha sido, en este primer año de mandato, un gobernante sin agenda. Hay que remontarse casi a los tiempos de Turbay Ayala, presidente entre 1978 y 1982, para encontrar en Colombia un Gobierno de bandazos como el actual. No obstante, la torpeza de un Ejército de Liberación Nacional (que no supo o no quiso leer la oportunidad negociadora que le brindó, hasta 2018, el Gobierno de Juan Manuel Santos) y el retorno a la lucha armada de esta facción de las Farc-EP, le ponen en bandeja al Ejecutivo actual la posibilidad de reeditar una Política de Seguridad Democrática 2.0. Iván Duque ya tiene su raison dÈtat.
Disidencias en Colombia lleva habiendo desde el primer día. Descontentos con el proceso de paz y con la falta de oportunidades que éste brinda se cuentan por cientos, y hay informes como algunos del Ministerio de Defensa, International Crisis Group o la misma Fundación Ideas para la Paz que alertan desde hace tiempo de que son más de 1.500 las personas re-movilizadas para la violencia armada; muchas, de nuevo reclutamiento.
Además, éstas operarían en más de una veintena de grupos armados, si bien está por ver la capacidad que tendrá esta nueva facción disidente de las Farc-EP para cooptarlas a su nueva causa revolucionaria.
Es indudable que los liderazgos de Iván Márquez y Jesús Santrich tienen mucho peso específico en el imaginario guerrillero de las Farc-EP. Igualmente, otros nombres como Romaña o El Paisa personifican la posición más beligerante de la guerrilla, en buena parte porque también estuvieron en algunas de las estructuras más poderosas de este grupo armado. Sin embargo, muchas de las estructuras disidentes se consolidaron entre 2017 y 2018, y la llegada 'tardía' de esta nueva facción tiene ante sí el reto de integrar en su estructura orgánica a 'señores de la guerra' que, en muchas ocasiones, han resignificado su posición e incrementado su influencia en el escenario local que ofrece la nueva violencia que prosigue en Colombia.
Por otra parte, a tenor de los vídeos publicados en estos días, pareciera que la orientación táctica y estratégica puede variar. Emplazar como objetivos y responsables a la "oligarquía colombiana" conduce, inexorablemente, a un escenario de violencia más urbana que rural, en donde las viejas Farc-EP nunca se movieron con soltura. Hay atentados que no se pueden obviar, como el del bogotano Club El Nogal de inicios de 2003, y que dejó consigo 36 muertos y 200 heridos. Empero, más allá de contadas excepciones, la lucha armada en la ciudad nunca se le dio bien a las Farc-EP.
Cuestión aparte serán los enclaves de arraigo territorial, que indudablemente no serán las ciudades. De conseguir organizarse, aunque sea relativamente, las estructuras disidentes ahora atomizadas, las Farc-EP retornarán a la geografía de la violencia en la que mejor se desenvolvieron. Una realidad periférica, abandonada por el Estado, de marcada impronta cocalera, selvática y fronteriza, que sirve de escenario idóneo para proseguir la confrontación total con el Estado.
Es una situación en la que, igualmente, está por ver el encaje con el ELN. La estrategia de lucha armada conjunta fracasó estrepitosamente en los 80 por tratarse de dos estructuras totalmente diferente. Las cosas, es cierto, han cambiado mucho y en estas situaciones el fin justifica los medios, pero tampoco olvidemos que, en los 90 y buena parte de la década pasada (es decir, no hace tanto), la relación entre las Farc-EP y el ELN en algunos enclaves del país resultó sencillamente cainita, traducida en muertes que se cuentan por miles, como me recordaba hace algún tiempo un viejo comandante del ELN.
En cualquier caso, esta confrontación dista mucho de la que podía legitimarse, no sin dificultades, hasta 2016. Este retorno a la lucha armada, aunque se quiera proyectar como una circunstancia política producto del incumplimiento al Acuerdo de Paz, difícilmente encuentra aceptación tanto en la sociedad colombiana como en la comunidad internacional. Todo lo contrario, abona el terreno fértil de simplismos reduccionistas que encuentran argumentos perfectos para tergiversar el ingente esfuerzo que supuso negociar y firmar un Acuerdo de Paz. Esto es, favorece la proclama de algunos sectores conservadores de que el único idioma que comprenden las Farc-EP es el del fusil.
Si todo continúa dirigido hacia la senda del encono, es probable que nos encontremos una nueva situación de violencia en Colombia que, muy posiblemente, puede tornar hacia acciones esporádicas de terrorismo urbano, acompañadas de re-territorialización de la violencia armada y de abundamiento en la respuesta militar de parte del Estado. Mientras, los miles de exguerrilleros que aún hoy prosiguen en el proceso de desarme y reincorporación a la vida civil, que no son el 98% como sostiene el Gobierno, pero que sí en torno a tres cuartas partes de la extinta guerrilla, tienen desde la semana pasada todo un poco más difícil para cumplir con el retorno pacífico a la vida civil.
Desde quien escribe estas líneas sólo queda seguir reivindicando la necesidad de cumplir íntegra y taxativamente con los compromisos adquiridos a los excombatientes de las Farc-EP y denunciar los incumplimientos reiterados e intencionados del actual Gobierno. Todo lo demás no tiene más lugar que el de la condena sin paliativos. Como me decía en Bogotá hace apenas un mes el que fuera jefe del equipo negociador del gobierno con las Farc-EP, Humberto de la Calle, cualquier paz imperfecta siempre será mejor que la guerra perfecta. Una guerra que cuenta por cientos de miles sus muertos y por millones sus desplazados.