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El legado de la II Guerra Mundial que nadie quiere recordar en Europa

Fernando Ramos-Palencia

2 de Septiembre de 2019, 22:28

No sabemos lo que deparará el futuro a Europa en las próximas décadas. Tal vez sigamos sine die con tipos de interés negativos, bajas tasas de crecimiento económico, papel secundario en el tablero geopolítico mundial, crisis migratorias y reducidas tasas de natalidad.
 
Recientemente, Roubini ha señalado que la próxima crisis económica podría estar provocada por distintos shocks de oferta negativos que acabarían generando estanflación (desempleo e inflación) y que tendrían su origen en los siguientes elementos: (i) guerra comercial y cambiaria entre Estados Unidos y China, que está provocando un progresivo aumento de prácticas proteccionistas; (ii) guerra tecnológica (nuevamente entre EE.UU. y China) por el liderazgo en inteligencia artificial, robótica y 5G; (iii) hipotético conflicto bélico entre Estados Unidos e Irán, que podría desatar un aumento de los precios del petróleo tal como ocurrió en 1973, 1979 y 1990.

Paralelamente, la inmigración procedente de las costas libias está escondiendo las implicaciones derivadas de la guerra en ese país. Naciones Unidas y la Unión Europea (lideradas en esta materia por Italia) respaldan al Gobierno de Unidad Nacional, al tiempo que Catar y Turquía le están suministrando armas. Enfrente, el general Haftar, apoyado por Emiratos Árabes Unidos, Egipto, Arabia Saudí, Rusia, una errática EE.UU. y … Francia. En otras palabras, se están cruzando los intereses económicos de ENI (empresa energética italiana) y Total (petrolera francesa).
Finalmente, el 31 de octubre se consumará el Brexit, que producirá una caída del crecimiento potencial británico; al tiempo que la incertidumbre se instalará en Irlanda del Norte y Escocia. En clave Unión Europea, supondrá un fuerte desequilibrio geopolítico hacia Berlín.

En este contexto, las críticas hacia la Unión Europea son constantes: "¿Qué está haciendo? Europa ni está ni se la espera". Sin embargo, muchas veces olvidamos que la actual Europa no es heredera ni del Renacimiento, ni de la Ilustración ni de la Revolución Industrial: nuestra vieja Europa se suicidó en 1914; la actual surgió de las ruinas de la II Guerra Mundial, que formalmente comenzó el 1 de septiembre de 1939, hace 80 años.

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En agosto de 1939, Hitler firmó un pacto de no agresión (Ribbentrop-Mólotov) con Stalin (por cierto, qué pensarían todos aquellos que lucharon en la Guerra Civil española). En las cláusulas secretas de dicho pacto, ambos dictadores se dividieron Europa del Este. Hitler se quedó con la parte oeste de Polonia y el control político (sin oposición soviética) de Austria, Hungría y Rumanía. Por su parte, Stalin se reservó los estados bálticos, el este de Polonia y el norte de Rumanía (Besarabia y Bucovina).

El 1 de septiembre Hitler invadió Polonia; obviamente, Francia y el Reino Unido le declararon la guerra. El 17 de septiembre, Stalin invadió el oeste polaco. Durante 22 meses, la URSS y la Alemania nazi fueron aliados. Los soviéticos vendieron petróleo y trigo a Alemania a cambio de material bélico. Esto duró hasta que, en junio de 1941, Hitler invadió la URSS. En Europa Occidental, el Reino Unido se endeudó de tal manera con EE.UU. para poder ganar la guerra que acabó de pagar sus deudas con los norteamericanos (aproximadamente, 178,000 millones de euros) en 2006. El resto es de sobra conocido.

Una faceta que no se quiere recordar de la II GM es que escondió numerosos conflictos que se prolongaron al finalizar la misma. Al mismo tiempo que combatían contra la Alemania nazi, dentro de los países se produjeron guerras civiles (debidas a diferencias políticas y/o socio-económicas) y étnicas (vía nacionalismos exacerbados) que estuvieron detrás de los desplazamientos forzosos de población.

El caso más extremo fue Yugoslavia –y quizás, en menor medida, en Ucrania–, donde se libró simultáneamente una guerra nacional, una guerra civil étnica y un conflicto social. En 1945, miles de italianos fueron masacrados y/o expulsados por los partisanos yugoslavos. Después de la Guerra, Yugoslavia fue el único país del este de Europa que no llevó a cabo un programa de expulsiones y deportaciones étnicas debido a la Guerra Fría.

Sin embargo, con la caída del muro de Berlín y la desintegración de la URSS, las viejas tensiones entre serbios, croatas y musulmanes resucitaron rápidamente. Cuando estalló la guerra civil en Yugoslavia a principios de la década de 1990, los que desataron este conflicto civil utilizaron la II GM y sus secuelas para justificar sus actos. Los viejos fantasmas de 1940 volvieron a aparecer: violaciones en masa, matanzas de civiles y limpieza étnica a gran escala.

Tras la guerra civil italiana (1943-45) en plena II Guerra Mundial, la violencia de posguerra que tuvo lugar en el norte del país fue peor que en cualquier otro lugar de Europa occidental: entre 12.000 y 20.000 víctimas acusadas de colaboracionistas. En Francia se produjeron casi 9.000 asesinatos de ciudadanos de Vichy, al tiempo que chocaban fuerzas de izquierda con los seguidores de De Gaulle. Rumania pasó entre 1944 y 1949 de una incipiente democracia a una dictadura estalinista. De hecho, a finales de la década de 1940 y principios de la siguiente, toda la Europa oriental se sumió en una importante depuración política: en Hungría, un país con menos de 9,5 millones de habitantes, casi 1,3 millones se enfrentaron a los tribunales entre 1948 y 1953.

Paralelamente, los comunistas de los gobiernos de Italia, Francia, Bélgica y Luxemburgo fueron expulsados. No obstante, sería Grecia (tras la guerra civil española) quien se convirtió en el principal escenario de la polarización política y, asimismo, en el primer enfrentamiento de la Guerra Fría.
En este caos de la postguerra, la Ley desapareció. Así, por ejemplo, la población civil alemana repartida por Europa fue arrestada, utilizada como mano de obra esclava o asesinada. El Berlín de postguerra llegó a ser denominado la "capital mundial del delito".

Pero no sólo era Alemania. El aumento de la delincuencia (robos con violencia y violaciones) fue algo generalizado en la mayoría de los países, al tiempo que proliferaban los mercados negros y la especulación con alimentos de primera necesidad. En este contexto de venganza, purgas y matanzas no autorizadas, hambrunas, violencia generalizada, personas traumatizadas sin hogar y sin medicinas, los ejércitos de ocupación tuvieron que construir administraciones civiles partiendo desde cero.

Al finalizar la II GM, los gobiernos europeos decidieron trasladar a la gente para que se adaptara a las nuevas fronteras, lo cual avivó los conflictos surgidos por problemas raciales y étnicos durante meses e incluso años. El antisemitismo y la violencia contra los judíos resurgió en todas partes. Durante la guerra, todas las propiedades judías fueron expoliadas en todos los lugares y a todos los niveles. Cuando los judíos regresaron, estas propiedades no fueron devueltas.

Entre 1946 y 1950, casi 300.000 judíos huyeron de Polonia (200.000), Hungría (18.000), Rumania (19.000) y Checoslovaquia (18.000). En primera instancia, se dirigieron a los campos de desplazados de Alemania, Austria e Italia (paradojas de la vida: resulta que los judíos estaban más seguros en el país que comenzó las persecuciones).

Por su parte, más de siete millones de alemanes fueron expulsados de la antigua Checoslovaquia y, sobre todo, de Polonia. Al mismo tiempo, casi 1,2 millones de personas de origen polaco procedentes de Ucrania, Bielorrusia y Lituania fueron reubicadas en Polonia. Con el beneplácito soviético, los polacos repatriaron a 500.000 ucranianos procedentes de Galitzia. Eslovacos, húngaros y rumanos emprendieron una serie de intercambios de población. Los chams albaneses fueron expulsados de Grecia y los rumanos de Ucrania. 250.000 finlandeses fueron obligados a abandonar Karelia occidental. Hacia 1950, Bulgaria inició la expulsión de 140.000 turcos y gitanos a través de su frontera con Turquía.
Sobre esta ruina económica, política y moral se construyó la actual Europa y, con el paso del tiempo, una Unión Europea basada en la unión federal de estados-nación y no en una Europa federal de pueblos y regiones, porque nuestra historia reciente no lo permite. El siglo XXI dictará sentencia sobre si la nueva Europa es capaz de igualar el legado de la vieja. De todos nosotros depende.
 
Los datos numéricos están extraídos de los libros 'Postguerra' (Tony Judt) y 'Continente Salvaje' (Keith Lowe)
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