Hace ya unos años, concretamente en 2016, dos politólogos, Roberto Stefan Foa y Yascha Mounk, publicaron en 'Journal of Democracy' un polémico trabajo en el que señalaron al menos dos cuestiones relacionadas con la consolidación democrática. La primera, que, en términos generales, y tal y como mostraban los datos longitudinales de la Encuesta Mundial de Valores, los ciudadanos de las democracias avanzadas de Europa occidental y de Estados Unidos consideraban cada vez menos importante vivir en un país gobernado democráticamente. La segunda, que las cohortes más jóvenes se situaban entre las que creían que vivir en una democracia no era algo indispensable. Y más aún, que en función de la renta también se apreciaban diferencias significativas, siendo aquellos con mayores ingresos los que daban mayor apoyo a un régimen autoritario.
Sus hallazgos, aunque polémicos, continuaban la senda de muchos otros trabajos. De hecho, en los últimos años estaría fuera de toda duda que la confianza en las instituciones políticas ha caído notablemente en las democracias consolidadas de Europa occidental y América del norte. No en vano, tal y como muestran los bajos niveles de identificación partidista y de adhesión a un partido, los electores terminan dando con mayor frecuencia su confianza a opciones partidistas anti-sistema, a líderes con discursos recurrentemente populistas y, en general, a fuerzas políticas contrarias al statu quo.
Sin embargo, ningún politólogo experto ha vinculado estos signos de debilitamiento con los serios problemas que puede estar padeciendo la democracia liberal. De hecho, algunos afirman que el desinterés y la desconfianza pudieran estar relacionados con una suerte de sofisticación política, según la cual los elevados niveles de apatía vendrían dados por electores cada vez más críticos con el desempeño institucional de sus respectivos países.
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Así, mientras que la desconfianza en las instituciones, la insatisfacción con el funcionamiento de la democracia o el descontento con la actuación del Gobierno se han instalado hoy día como los sentimientos normales de la ciudadanía, ello no significaría que exista una deslegitimación del sistema democrático en sí mismo. La legitimidad del régimen, con todo, pareciera estar fuera de toda duda: mientras que un buen número de ciudadanos considera que su democracia no funciona apropiadamente, también piensa que la única forma de protestar y de quejarse por la actuación del Gobierno habría de ser sólo mediante la democracia.
De esta forma, y volviendo al trabajo de Foa y Mounk, éstos señalaron que el porcentaje de entrevistados que considera esencial vivir en una democracia ha descendido drásticamente desde los años 30 hasta nuestros días. Por si fuese poco, y como dijimos anteriormente, al adoptar una perspectiva de cohortes de edad, las más jóvenes se encontrarían entre quienes lo ven menos importante. De esta forma, los mayores, quienes han vivido los horrores de no estar bajo la batuta de regímenes democráticos y por ello tienen una fe ciega en ellos, serían quienes, con el paso del tiempo, seguirían considerando imprescindible vivir bajo esta fórmula de gobierno. Los hallazgos del citado estudio son claros: no es una historia de jóvenes contra mayores, sino de cohortes más tempranas frente a cohortes más tardías, es decir, los que nacieron antes de los años 50 frente a los que lo hicieron después.
Ahora bien, como señalamos al principio, este trabajo tuvo innumerables reacciones entre los colegas académicos. Tres de ellas vieron luz en el propio Journal of Democracy. Así, Amy C, Alexander y Christian Welzel, apuntaron, entre otras críticas, que el trabajo de Foa y Mounk se olvidaba del aumento en el apoyo a los valores liberales como, por ejemplo, la unión entre personas del mismo sexo. Así, el porcentaje de personas favorable a este tipo de cuestiones pasó del 32% en los años 80 al 53% en la década actual. Y aquí, además, las diferencias generacionales van en la otra dirección, del 46% de apoyo en la cohorte más antigua al 61% en la más joven. Ello, sumado a que los datos de Foa y Mounk cubrían un número de países muy limitado (tan sólo siete países europeos, entre los que se encontraban democracias consolidadas, como Suecia, o nuevas, como España, y países con pasado comunista, como Polonia), llevó a que varios trabajos pusiesen en cuestión sus conclusiones.
En esta senda, la politóloga británica, Pippa Norris se valió del trabajo de Juan J. Linz y Alfred Stepan para identificar qué condiciones deberían darse para que una democracia se considere como consolidada (que culturalmente la mayoría crea que es la mejor forma de gobierno; que constitucionalmente todos los actores y órganos del Estado reflejen normas y prácticas democráticas, y que conductualmente ningún grupo significativo busque activamente derrocar el régimen democrático); y, apoyándose en el análisis individual de 24 países a lo largo del tiempo, destacó que el hecho de no considerar la democracia como la mejor forma de gobierno ha aumentado en los últimos años entre las generaciones más jóvenes en países como Japón, Reino Unido, Rumanía, Eslovenia o Uruguay, pero no se encontró un patrón significativo en democracias como Italia, Holanda, Finlandia, Francia, España, Alemania, Suecia o Suiza.
Su principal crítica radica en que, al analizar país por país y al cubrir un número más amplioen todas las dimensiones de Linz y Stepan, no parece que las democracias actuales corran un serio peligro. Así, lejos de ser un patrón uniforme, las mayores o menores críticas al estado de la democracia son muy específicas de cada caso.
Por último, el politólogo Erik Voeten se sumó también a arrojar luz sobre el trabajo de Foa y Mounk. Entre sus hallazgos destaco que, por un lado, no existe evidencia suficiente como para afirmar que en las democracias europeas consolidadas sus ciudadanos acepten ahora más que antes un régimen autoritario. Por otro, si bien es cierto que se ha detectado en Estados Unidos un cierto crecimiento en el apoyo de las generaciones más jóvenes a alternativas de gobierno no democráticas no lo es menos que, cuando uno se fijaba en la confianza de los ciudadanos en las actuales instituciones democráticas, resultaba que los millennials exhiben unos niveles mayores respecto al Congreso y el Ejecutivo que las generaciones mayores.
De esta forma, y aunque las fuerzas populistas con discursos iliberales hayan ganado terreno en los últimos años (son ya primera fuerza en algunas democracias consolidadas como Italia o Grecia), todos estos trabajos que dieron respuesta al estudio de Foa y Mounk han contribuido a acallar las voces de alarma.
En relación con esto último, en un reciente trabajo que acabamos de publicar en 'Representation. Journal of Representative Democracy', en el que cubrimos todas las elecciones que se celebraron en 28 países de Europa occidental y del este, desde 1950 hasta 2017, señalamos que aunque la democracia como sistema no está en peligro, su componente liberal, basado en el derecho de las minorías, el respeto a la ley y la separación de poderes, ha sido puesto en tela de juicio con la irrupción de partidos populistas que, de manera clara, señalan a los inmigrantes como un peligro para la cultura nacional, consideran a sus oponentes políticos como enemigos de la gente pura a la que ellos representan, y critican el diseño institucional democrático, queriendo dar voz de forma directa a la gente, como menoscabo de la democracia representativa.
Nuestras conclusiones alertan sobre las consecuencias que el creciente apoyo a formaciones contrarias al establishment, como el Frente Nacional francés, el Partido de la Libertad en Holanda, Alternativa por Alemania o la Liga en Italia, podrían desencadenar para el futuro de la democracia liberal en los países europeos (del este y del oeste).
De hecho, no sólo existe una relación entre el mayor apoyo a formaciones populistas y una cierta caída en los niveles de democracia liberal (y también, como comprobamos gracias a los datos de 'Varieties of Democracy', en otras dimensiones de la democracia, como la electoral, deliberativa, participativa e igualitaria), sino que también se ha detectado una suerte de relación entre altos niveles de fragmentación partidista (muchos partidos en la cámara de representación y una consecuente baja concentración de votos por parte de las formaciones más votadas), apoyo a partidos anti-establishment y bajos valores de la democracia liberal. El Gráfico 1 así lo muestra (siendo los triángulos valores bajos del componente liberal de la democracia).
Grafico 1. Relación entre apoyo a partidos anti-establishment (eje Y) y fragmentación partidista (eje X) en función de los niveles de democracia.
De esta forma, y aunque como hemos visto muchos académicos se lanzaron a contradecir los hallazgos de Foa y Mounk, trabajos recientes como el nuestro, entre muchos otros (aquí, aquí y aquí), sostienen que las democracias actuales están en peligro, y más si tenemos en cuenta que aquellos que muestran una mayor tendencia a dar su apoyo a opciones populistas son los jóvenes.
A mediados de los años 90, también en el 'Journal of Democracy', Juan J. Linz y Alfred Stepan señalaron que una democracia está consolidada cuando es "the only game in town". Hoy, en buena parte de los países latinoamericanos y, en menor medida, en varios países post-comunistas (por ejemplo, Hungría, Serbia), parece que la democracia ya no es el 'único juego'.