Para cualquier observador, era razonable pensar que PSOE y Podemos lograrían un acuerdo de gobierno. A pesar de los durísimos precedentes que nos llevaron a la repetición electoral de 2016, lo cierto es que Pedro Sánchez ha sido presidente gracias al apoyo de Podemos en la moción de censura de junio pasado y durante esta breve legislatura; y unas relaciones correctas entre los dos partidos permitieron aprobar una agenda social extraordinaria. Pero, sobre todo, porque la alternativa a un acuerdo de gobierno era mala o muy mala para ambos partidos.
Cuentan las crónicas de estos días (recomiendo las de Carlos E. Cué en El País y Nacho Escolar en eldiario.es) que el presidente nunca creyó que Iglesias estuviese en condiciones de aceptar un acuerdo que fuese asumible para los socialistas. Las conversaciones tras las elecciones generales habían arrancado bien, pero los pésimos resultados para Podemos en las municipales y autonómicas habían alentado la esperanza de un Gobierno socialista en solitario. El propio presidente dejó claro que Podemos ya no era un socio prioritario y se lanzó a presionar a PP y Ciudadanos para lograr su abstención, lo que sólo produjo más irritación y desconcierto entre todas las fuerzas políticas, incluida Podemos, que veía cómo su futuro socio disfrutaba ninguneándolo. Nunca sabremos si este ninguneo fue causa o consecuencia de la petición de Iglesias de una Vicepresidencia para él y cinco ministerios, una exigencia tan irresponsable como aquellas ruedas de prensa de enero del 2016 que acabaron en una repetición electoral.
Convencidos u obligados, y tras varias piruetas televisivas donde el presidente señaló a Iglesias como el principal obstáculo del acuerdo, retirándose éste en un gesto teatral al lograr una Vicepresidencia para Irene Montero, sólo entonces arrancaron unas penosas conversaciones (que no negociaciones) de reparto de ministerios, en un marco de estricta desconfianza y ya a contrarreloj.
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Cuentan quienes los conocen que Carmen Calvo se irrita ante las discrepancias, que considera poco menos que falta de respeto, y que Pablo Echenique entiende la política precisamente como un continuo cuestionamiento de la autoridad. ¿Qué podía salir mal? Apenas cuatro reuniones de muy escasas horas, ministerios y secretarias de Estado sobre la mesa, desconfiados unos y atónitos los otros, mientras los medios de comunicación adelantaban su agosto calentando el ambiente a base de filtraciones e intoxicaciones, provocaron el fracaso.
Aun así, era razonable apostar por que se alcanzaría un acuerdo. Nunca la izquierda de la izquierda había soñado siquiera con arrancar una Vicepresidencia a los 'arrogantes' socialistas, una Vicepresidencia que garantizaba, además, no sólo la sucesión en Podemos, sino unas condiciones óptimas para afrontar la batalla definitiva; la confrontación electoral con Errejón. Pero el sainete de última hora en torno al Ministerio de Trabajo fue un movimiento torpe en el que acabó enredado hasta el propio Iglesias, evidenciando que, en el fondo, para la dirección de Podemos no hay diferencia entre el reparto de las secretarías de su Ejecutiva en un congreso de partido, o la conformación de un Consejo de Ministros; que, en el fondo, todo es cuestión de simple poder. Y éste fue su error fundamental: una cosa es la realidad y otra bien distinta evidenciarla en la tribuna del Congreso de los Diputados. ¿Qué sería del poder sin sus oropeles? Demasiado realismo para los socialistas.
Sí, habrá segundo intento y antes del 11 de septiembre; no se le puede pedir a ERC que se abstenga en plena Diada. Hoy, los socialistas saben (y las encuestas y cualitativos confirmarán tras el verano) que el único que tiene algo que ganar si se repiten elecciones es Pablo Casado. Ahora se entiende en toda su dimensión la audacia de Rajoy en 2016 no aceptando la propuesta del Rey para someterse a la investidura; los electores castigan a quienes pierden y, si hay repetición electoral, Pedro Sánchez habrá perdido.
Los socialistas volverán a jugar la carta del desbloqueo, pero saben que ni el PP, ni mucho menos Ciudadanos, se abstendrán, y que un acuerdo de investidura o programático con Podemos, ya sin sillones en el Consejo de Ministros, es (seamos claros) una quimera. Un Gobierno en solitario de Sánchez sería una victoria tal sobre Podemos, una humillación en palabras de Iglesias, que la crisis interna posterior se llevaría por medio no sólo al propio Iglesias sino a Montero; y, como todo buen leninista sabe, lo primero es el control del partido, que es lo único que permanece, pues los electores van y vienen. No habrá Gobierno en solitario, porque la derecha prefiere elecciones y Podemos no perder el control del partido.
¿Es, pues, razonable pensar que habrá de nuevo negociaciones para salvar el escollo de las políticas activas de empleo? No, no lo es; haría falta un milagro. Cuando Iglesias encargó a Echenique las negociaciones, sabía que lo importante era proteger a la reina. Cuando Sánchez hizo lo propio con Calvo, la misión era llegar a las elecciones con los peones intactos. Tras la primera vuelta, ambos han logrado sus objetivos, entre los que no se encontraba formar un Gobierno de coalición; al menos no como principal objetivo.
Cuando Sánchez replicó a Iglesias que quizás sin el apoyo de Podemos no sería presidente ahora, sólo podía estar pensando en que después el reagrupamiento del voto en torno a los dos grandes partidos les permitiría gobernar de nuevo en solitario con pactos puntuales; o, simplemente, que después de una repetición electoral, los diputados de Errejón serán suficientes. Pero incluso esta jugada es demasiado arriesgada para quien ya ha demostrado ser el presidente más audaz de nuestra democracia.
No, ya no es razonable pensar que habrá un acuerdo de gobierno. Estamos en el terreno de los audaces y los milagros... aunque éstos, en política, existen.