Vivimos en un capitalismo digital y, sin embargo, nos regimos por normas propias de uno industrial. De las 10 empresas más valoradas del mundo, siete son tecnológicas. La combinación de globalización y tecnología nos ha dado un acceso ilimitado a todo tipo de servicios a través de internet. Un ejemplo: la plataforma Netflix tiene 139 millones de suscriptores de pago en los 160 mercados en los que opera. Esto significa que, si fuera un país, sería mayor que Japón o México. Sus clientes ven más de 1 billón de horas de contenidos a la semana.
En 2018, los ingresos de Netflix crecieron un 35%, hasta los 16.000 millones de dólares. Sus beneficios se duplicaron respecto al año anterior y confían en mantener la tendencia aumentando progresivamente el precio de la suscripción mensual. Pero no todo es transparencia. No hay cifras oficiales por países. De hecho, en España (y dependiendo de la fuente) existen entre dos y ocho millones de usuarios. Estos millones de suscriptores reportan cuantiosos ingresos a la compañía ¿Cuántos impuestos pagan al año este tipo de empresas en cada uno de esos países?
La empresa que hemos puesto de ejemplo pagó el año pasado 3.146 euros en nuestro país. Concepto: Impuesto de Sociedades. Supone el equivalente al Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF) que paga un trabajador que gana 24.000 euros al año. Y lo cierto es que Netflix no hace nada que no pueda hacer. Es legal facturar a través de su sede en Holanda, donde el Impuesto de Sociedades es más bajo. La situación es frecuente cuando las compañías ya no tienen que estar ubicadas físicamente en un país para prestar servicios en él. La tecnología no entiende de fronteras y la regulación actual permite no aportar prácticamente nada al sistema de cada país, a pesar de los millones de clientes que se tengan en él. Estas ventajas podrían tener los días contados. Por fin, parece que las grandes economías del mundo han dicho basta.
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La última alegría en esta lenta y complicada batalla por la justicia fiscal la han dado recientemente los ministros de finanzas y gobernadores centrales del G-7 , al adoptar un acuerdo en el que se reconoce la urgencia de dar respuesta a los retos fiscales que plantea la digitalización de la economía. La solución propuesta se basa en dos pilares: con el primero se pretende combatir la posibilidad de operar en un país sin estar físicamente en él y, por tanto, no pagar impuestos. Para ello, se buscará un criterio que refleje el nivel de participación de las empresas en la jurisdicción de los clientes, en vez de la anticuada 'residencia fiscal'. Es decir, lo importante es dónde se realicen las ventas y no dónde esté su sede. Esto supone que, por primera vez, se ha acordado tasar actividades sin presencia física, y en particular actividades digitales. Podría llegar a ser revolucionario en la fiscalidad internacional.
El segundo pilar establece un nivel mínimo de impuestos efectivos, inspirándose relativamente en el 'régimen Gilti' ('Global Intangible Low-Taxed Income') del presidente Trump. Se trata de un régimen impositivo que grava un 10% las ganancias provenientes de bienes intangibles en el extranjero. El G-7 refuerza así la apuesta por terminar con el dumping fiscal entre países y reducir las posibilidades que tienen las empresas a la hora de optimizar su tributación jugando, principalmente, con la sede fiscal.
La propuesta concreta de impuesto será presentada a principios de 2020 por la OCDE, quien lleva años trabajando en la iniciativa BEPS (Base Erosion and Profit Shifting) por encargo del G-20. Es Una iniciativa cada vez mayor y que cuenta ya con 129 miembros, entre los que se incluye más del 70% de los países que no pertenecen ni a la OCDE ni al G-20. El paquete de medidas en el que se trabaja pretende, entre otras cosas, combatir las prácticas de elusión fiscal a nivel internacional y mejorar la coherencia de los estándares impositivos.
Son buenas noticias, aunque ya conocemos los tiempos de la gobernanza mundial. Hay quien atribuye este impulso renovado a las reuniones del mes de junio en Japón, tanto de los líderes del G-20 como de los ministros de Finanzas del mismo grupo. Conviene recordar que son parte del G-20 países que en el último año han mostrado, a través de leyes o proyectos de ley, su determinación en la modernización del sistema contributivo. Entre ellos países destacan Francia, Reino Unido, Italia o España. ¿En qué han estado trabajando?
Francia ha aprobado ya un impuesto del 3% sobre los ingresos generados dentro de su territorio. Afectará a los gigantes digitales con ingresos de más de 750 millones de euros a nivel mundial y 25 millones de euros en la República francesa.
El plan del Reino Unido es aplicar un impuesto del 2% a los servicios digitales vendidos por compañías con ingresos globales anuales de 500 millones de euros. No tributarán los primeros 28 millones de euros generados en el país.
En Italia, tributarían los ingresos derivados de suministros digitales, a un tipo del 3% sobre la base imponible. También se aplicaría a sujetos pasivos con ingresos totales superiores a 750 millones de euros, de los cuales al menos 5,5 millones deberían proceder de la prestación de servicios digitales en Italia.
En el caso español, el Proyecto de Ley del Impuesto sobre Determinados Servicios Digitales se quedó en el Congreso de los Diputados por la convocatoria electoral de 2019. Este tributo, de carácter indirecto, contemplaba gravar determinados servicios digitales en los que haya una intervención de usuarios situados en el territorio español. El tipo impositivo previsto era del 3% y la recaudación estimada de 1.200 millones de euros anuales.
Se espera que el debate a nivel europeo también recupere cierto consenso. La Comisión Europea propuso en 2018 varias normas para garantizar que se gravaban las actividades empresariales digitales de manera equitativa y favorable al crecimiento. La primera iniciativa (Propuesta de Directiva del Consejo por la que se establecen normas relativas a la fiscalidad de las empresas con una presencia digital significativa) proponía reformar la normativa tributaria para que los beneficios se registren y sean objeto de imposición en el lugar en el que estén los usuarios. La segunda (Propuesta de Directiva del Consejo relativa al sistema común que grava los ingresos procedentes de la prestación de determinados servicios digitales, o 'impuesto sobre los servicios digitales"') supondría un impuesto provisional que los estados miembros tendrían que aplicar. Estas medidas situarían a la Unión como líder mundial en el diseño de normativa fiscal adecuada para la economía moderna y la era digital. Por desgracia, y debido a la oposición de los países que se benefician del dumping fiscal, aún no se ha llegado a un acuerdo europeo sobre estas cuestiones. Esperemos que la renovada Comisión y la presión supranacional surtan efecto.
Lo que es evidente es que las bases imponibles están siendo socavadas sistemáticamente. Y eso es muy peligroso. Si el mercado laboral continúa precarizándose y utilizando fórmulas de empleo no convencional para ahorrar precisamente en cotizaciones sociales; si las empresas mueven su sede fiscal a países con tipos más bajos; si las grandes fortunas especulan en los mercados financieros globales sin más responsabilidad que aumentar sus rendimientos; o si hay todo un sector, como es el digital, que ni siquiera está contemplado en el ordenamiento jurídico y, por tanto, sólo extrae beneficios de los países sin dejar nada en ellos, el sistema se hunde. La menguante clase media no puede mantener sobre sus hombros a una sociedad prejubilada, que vive más años y que necesita cada vez más complementos públicos porque su poder adquisitivo es menor. Sólo en España, con lo que se recaudaría con un impuesto digital se podrían pagar casi todas becas y ayudas al estudio contempladas en los últimos Presupuestos Generales del Estado.
Estamos ante un problema global que obliga a actualizar el diseño de los impuestos pensados para una economía tangible e industrial de la que ya queda poco. Sin duda, la mejor estrategia sería encontrar soluciones multilaterales e internacionales a la fiscalidad de la economía digital. Por eso debemos celebrar el acuerdo del G-7. No obstante, conviene ir tomando medidas nacionales alineadas lo más posible unas a otras hasta que el tempo de los acuerdos globales nos alcance. No podemos esperar más.