Colombia es un país en el que sus fuerzas militares ha tenido un protagonismo nuclear en la significación y el alcance del Estado, fruto de la violencia armada experimentada durante décadas. De hecho, en muchas ocasiones ha sido y es la única expresión de un Estado con más territorio que soberanía. Además, en ausencia de una legislación que separe seguridad y defensa, el Ejército ha asumido como propio el combate contra las guerrillas que durante tanto tiempo protagonizaron su conflicto armado interno. Un conflicto que continúa irresoluto con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y que, como producto de los incumplimientos en torno al Acuerdo de Paz suscrito a finales de 2016 con las FARC-EP, presenta una tesitura compleja, agravada por terceros grupos y estructuras criminales, igualmente involucrados en la violencia.
A mediados de los 90, con Ernesto Samper como presidente de la República (1994-1998), nos encontramos con los primeros esfuerzos por desarrollar protocolos de respeto y compromiso hacia los derechos humanos en las fuerzas militares. No obstante, su escasez de recursos y su deficitaria capacidad para combatir a la guerrilla llevó a una tesitura en la que, especialmente las FARC-EP, en pleno proceso de expansión territorial y acumulación de fuerzas, asestaron importantes golpes al Ejército; especialmente entre 1996 y 1997, dejando consigo sonrojantes derrotas que azuzaron los fantasmas de convertir a Colombia en el paradigma del Estado fallido en América Latina.
Ante esta situación, el presidente Andrés Pastrana (1998-2002) abrió un proceso de negociación, vulgarmente conocido como El Caguán que, si bien abría una ventana de interlocución para poner fin a un conflicto armado que enfrentaba a guerrilla y Estado desde los años 60, en el fondo suponía un ejercicio de acumulación de fuerzas para escalar el conflicto con vistas a una solución militar. Es decir, a la vez que ambos negociaban acumulaban capacidades de combate.
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Así, en el caso del Estado, se incrementó hasta un 50% el gasto en seguridad y defensa, se suscribió el Plan Colombia con Estados Unidos, se crearon nuevas figuras tributarias para justificar el fortalecimiento de la capacidad militar estatal y se modernizó muy sustancialmente su capacidad de combate. Del lado de las FARC-EP, se llegaría hasta los 80 frentes de guerra, los 18.000 efectivos y la presencia en una tercera parte de los municipios del país.
De hecho, a partir de la inevitable ruptura del diálogo entre las FARC-EP y el Gobierno de Pastrana, se inició un punto de inflexión en el papel de las fuerzas militares de Colombia respecto al conflicto interno. Mucho mejor preparadas y mucho más equipadas, se encontrarían, por primera vez en su historia, con la capacidad para combatir a las guerrillas e, incluso con aspiraciones hacia una eventual derrota militar, como creería el presidente Álvaro Uribe (2002-2010).
Durante los años de gobierno de éste, las fuerzas militares experimentaron un doble proceso. De un lado, continuaron incrementando equipamientos, capacidades y posibilidades de combate, además de inteligencia y mayor operatividad conjunta entre el Ejército y la Policía Nacional. De este modo, la presencia militar se expandió y su capacidad de confrontación permitió ir debilitando a las guerrillas y devolviendo buena parte del control territorial a la institucionalidad del Estado, gracias sobre todo a un incremento del 40% en el número de efectivos (cercano a los 480.000) y un gasto en seguridad y defensa cercano al 5% del PIB.
Sin embargo, de otro lado, especialmente hasta 2005, esto se hizo en muchas ocasiones en consonancia con un paramilitarismo que fue legal durante décadas y que llevó a cabo el trabajo sucio del Estado en buena parte del país (departamentos de Antioquia, Santander o la Región Caribe). Asimismo, el entonces ministro de Defensa, Camilo Ospina, puso en marcha una controvertida Directiva 029 de 2005 que, entre otras cuestiones, y aprovechando un proceso de militarización creciente del espacio público y mediático, alimentó el escándalo de los conocidos como 'falsos positivos'. Esto es, miles de civiles ajenos al conflicto que fueron presentados ante los ojos de la opinión pública como combatientes de la guerrilla caídos en combate y que, lo peor de todo, eran usados como méritos para la política de gratificación que espoleaba dicha medida.
A raíz de aquello, especialmente a partir de 2008, movimientos de víctimas, centros de pensamiento, universidades y otras expresiones de la sociedad civil, además de la misma Defensoría del Pueblo, sobre todo desde 2011, tomaron cartas en el asunto y lucharon por esclarecer las responsabilidades de una guerra sucia que, incluso, y sobre la base de las directrices por instrucción de mando, han llevado a que la Corte Penal Internacional tenga en su punto de mira a 23 generales y seis coroneles ya retirados, activos bajo la Presidencia de Álvaro Uribe. Veintinueve altos mandos del Ejército que, en cualquier caso, serán atendidos por la Jurisdicción Especial para la Paz que prevé el Acuerdo con las FARC-EP y que el actual presidente, Iván Duque (2018-2022), ha tratado de sabotear hasta el último momento con el propósito, entre otros, de evitar esclarecer este tipo de cuestiones.
Con base en lo anterior, las fuerzas militares, y en particular el Ejército, quedaron profundamente desacreditadas por la politización y el rédito personalista de un Gobierno obsesionado con una derrota militar de la guerrilla que, en el fondo, siempre devino inviable. Así, con Juan Manuel Santos (2010-2018) y el buen hacer de un elenco de altos mandos, entre los que destaca el general Javier Alberto Flórez, se recuperó la buena imagen del Ejército en Colombia y se les dio un papel clave en la negociación del Acuerdo de Paz y su implementación.
Además, se erigió como una institución que entendía que su papel debía ser, en un marco ideal de implementación de paz, más cercano a la defensa que a la seguridad (que debía ser para la Policía), y que además debía proyectarse hacia labores multi-misión, con vistas al exterior de Colombia. Durante ocho años, y más allá de las dificultades internas que un conflicto armado genera como amenaza para la institución y su rol, el alto mando de las fuerzas militares en general siempre estuvo preocupado por hacer permear en la estructura de la organización la comprensión de la importancia del Acuerdo de Paz con las FARC-EP y el nuevo escenario de resignificación que ello suponía.
Sin embargo, la situación nuevamente parece haberse complicado sobremanera. La deficitaria implementación de un Acuerdo de Paz, caído en desgracia con el Gobierno de Iván Duque, afecta muy negativamente al Ejército. El punto 3 de dicho Acuerdo establecía que, una vez producido el proceso desmovilizador de las FARC-EP, el territorio dejado por la guerrilla pasaría a ser controlado, especialmente, por el Ejército. Eso nunca sucedió, y los enclaves con mayor arraigo guerrillero, como el suroeste y el noreste colombianos, pasaron a ser objeto de disputa entre el ELN, el Ejército Popular de Liberación (EPL), grupos criminales, disidencias de las FARC-EP y estructuras post-paramilitares.
Esto, además, se ha traducido en un intrincado escenario de violencia(s) en el que hay una responsabilidad directa de un Estado que pareciera estar más preocupado de lo que sucede con Venezuela.
En definitiva, en un país donde en los últimos años las fuerzas militares se han erigido como la institución mejor valorada del Estado, la integridad del Ejército vuelve a estar en tela de juicio. Un artículo publicado hace unas semanas por 'The New York Times' alertaba de que en su interior habían vuelto a alentarse las alianzas con el paramilitarismo, la impronta de una contra-insurgencia centrada en el enemigo, orientada hacia la consecución de bajas y al sentido más reactivo que preventivo. La información, que causó un altísimo revuelo y una enérgica protesta del Ejecutivo de Iván Duque, por desgracia no sorprende.
Corren tiempos turbios en Colombia, y si bien no hay ninguna posibilidad de que tales cuestiones hagan parte nuclear de la doctrina del Ejército, sí es factible que algunas estructuras de departamentos particularmente complejos como Arauca, Norte de Santander, Nariño, Cauca o Caquetá las hayan acogido libremente.
Una experiencia cercana en el tiempo ya nos mostró una situación similar y el Gobierno de entonces (hoy en la sombra con Álvaro Uribe) si por algo se caracterizó fue por su comodidad en lidiar escenarios de orden y violencia reivindicando la necesidad (no real, sino inventada) de un Estado fuerte, que confiera primero seguridad y después libertad. De ser así, los ocho años entre 2010 y 2018 habrán quedado en bastante poco y estaremos, como siempre le gustó al 'uribismo', en una vuelta atrás, donde cualquier pasado fue mejor.