La
Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la intervención voluntaria del embarazo, modificó la regulación penal del aborto consentido para establecer un sistema de plazos con asesoramiento previo.
La nueva norma fue recurrida en aquel momento ante el Tribunal Constitucional por más de cincuenta diputados del Partido Popular.
Después de nueve años, el Tribunal Constitucional aun no se ha pronunciado sobre esa impugnación, lo cual es particularmente inexplicable por dos motivos. Ante todo,
este recurso afecta intensamente a derechos fundamentales y libertades públicas de la máxima relevancia. Cuando en 2010 acordó rechazar la solicitud de suspensión cautelar de los preceptos impugnados, el propio Tribunal anunció que, por esa razón, «dar[ía] carácter prioritario a la tramitación y resolución» del recurso. No parece que haya sido así. Por otra parte,
los recursos contra la despenalización -parcial- del aborto plantean un puñado de problemas verdaderamente cruciales para la interpretación de la Constitución y para la evolución de nuestro sistema de derechos fundamentales que, por ese motivo, el Tribunal Constitucional debía haber estado particularmente interesado en afrontar. Sin ánimo de ser exhaustivo, algunas de esas cuestiones son las siguientes.
En primer lugar,
el Tribunal tiene que decidir si mantiene o si revisa su vieja doctrina conforme a la cual el legislador tiene el deber de proteger al 'nasciturus' mediante el Código Penal. En su sentencia de 1985, por la que resolvió el recurso presentado por Alianza Popular contra la despenalización parcial del aborto aprobada por el Partido Socialista Obrero Español, declaró que, pese a no ser titular del derecho constitucional a la vida proclamado por la Constitución, el
nasciturus es vida humana en formación y, por lo tanto, el Estado tiene el deber de protegerlo. En aquella ocasión el Tribunal Constitucional precisó además que esa protección debía tener lugar a través de la acción del legislador penal. De este modo, la intervención penal, en alguna de sus formas posibles, dejó de configurarse como una simple opción discrecional de política legislativa, para convertirse en el objeto de una verdadera exigencia constitucional. Sin embargo, las dos afirmaciones han sido intensamente cuestionadas: de un lado, los deberes estatales de protección presuponen un derecho fundamental del que alguien es titular y, de otro, el Código Penal no es ni mucho menos el único instrumento a través del cual el Estado puede darles cumplimiento.
La segunda cuestión que debe abordar el Tribunal consiste en aclarar si la libertad de la mujer embarazada es capaz de justificar por si sola la disminución de la protección penal de la vida humana en formación o si, por el contrario, sólo puede hacer tal cosa si junto a ella concurren exigencias derivadas de otros derechos y principios constitucionales. Esto último es lo característico del denominado sistema de indicaciones o supuestos, que era el modelo en vigor con carácter general hasta el año 2010, y que aún lo sigue siendo a partir de la semana catorce. La mujer puede aquí decidir interrumpir o continuar con su embarazo, pero no por los diversos motivos que ella pueda considerar relevantes, sino únicamente por los que haya seleccionado en cada caso el Código Penal como, por ejemplo, la protección de su salud o la indicación eugenésica. Sin embargo, tomarse en serio la libertad de las mujeres para decidir sobre la interrupción de su embarazo implica aceptar que las razones por las que tomen sus decisiones sean sus propias razones, no las que el legislador estime oportuno imponerle. Tal y como afirmó a este respecto T. Vives Antón, reducir la protección de la libertad a los casos en los que ésta se ejerce como es debido equivale, pura y simplemente, a negarla.
Es preciso, en tercer lugar, determinar cuáles son los límites de la decisión de otorgar a la vida humana en formación una protección penal de intensidad variable a medida que se desarrollan las diversas fases de la gestación. Y lo mismo ocurre con su reverso: la protección gradual de la libertad de la mujer embarazada para decidir acerca de la interrupción de su embarazo. El Tribunal declaró ya en 1985 que la protección de la vida humana en formación puede graduarse a lo largo de la gestación. También señaló que, en esa graduación, ninguno de los bienes en conflicto puede ser completamente sacrificado a favor del otro. Lo que dijera entonces es relevante en la actualidad porque el Tribunal tiende a presentar sus decisiones como el producto de la aplicación a casos nuevos de la doctrina que ha establecido previamente. Sobre todo en asuntos particularmente controvertidos -y éste ha de serlo dentro del Tribunal Constitucional tanto como lo es fuera- la autoridad de la tradición puede ser una baza ganadora.
Por eso
hay que deshacer el siguiente equívoco: es frecuente escuchar que, en una ley de plazos, durante las primeras semanas uno de los dos bienes es completamente sacrificado a favor del otro. Sin embargo, si atendemos a la regulación del proceso de gestación en su conjunto resulta evidente que no es esto lo que sucede en un modelo de regulación de la interrupción del embarazo como el vigente. La ley ha establecido condiciones y requisitos que determinan la prevalencia de uno u otro para las distintas fases de su desarrollo. La interrupción del embarazo está permitida o prohibida de acuerdo con criterios diferentes según que se practique antes de la semana 14ª, antes de la semana 22ª o más allá de ésta. Esta forma de graduación es constitucional porque responde a la denominada "ley de la ponderación", es decir, a la máxima en virtud de la cual cuanto mayor sea la restricción penal de la libertad de la mujer, tanto más intensas tienen que ser las exigencias que se derivan del mandato de protección de la vida humana en formación. A través de este modelo secuencial, el legislador ha ponderado, según vino a exigir el Tribunal Constitucional en 1985, «los principios constitucionales en conflicto tratando de armonizarlos si ello es posible, o, en caso contrario, precisando las condiciones y requisitos en que podría admitirse la prevalencia de uno de ellos». No apreciar que al modelo de plazos también subyace una ponderación de los principios constitucionales en conflicto, tal y como reclamó el Tribunal en aquella ocasión, supone incurrir, en definitiva, en un grave error metodológico.
La cuarta cuestión que se plantea es el régimen del asesoramiento previo. Y ello desde dos puntos de vista. Por un lado, ha de valorarse si es o no un instrumento de protección suficiente de la vida humana en formación. El Tribunal Constitucional alemán aceptó el juicio de pronóstico realizado por el legislador en virtud del cual durante la primera fase del embarazo pueden evitarse más abortos mediante un sistema de asesoramiento previo que a través de la amenaza de la represión penal. Cuestionar que así sea requiere una justificación muy sólida. Por otro lado, el Tribunal debe confirmar si el asesoramiento puede ser militante, es decir, comprometido con una de las posibles decisiones, tal y como ocurre en otros países, o si ello lesionaría los derechos de la mujer embarazada y, en particular, su libertad ideológica y de conciencia.
Con el paso del tiempo,
el Tribunal Constitucional parece haber renunciado a afrontar estas y otras cuestiones a pesar de la relevancia que tienen, no sólo en el plano del debate moral y político, sino también desde la perspectiva de la interpretación de la Constitución. Y ello es muy de lamentar, especialmente para quienes creemos que la autoridad del Tribunal Constitucional no sólo resulta de la posición que le otorgan las leyes, sino que es producto, sobre todo, de su voluntad de ser determinante en el cumplimiento de las tareas que la Constitución le encomienda.
Sólo habría una manera de empeorar todo esto: que el Tribunal se hubiera demorado tanto para terminar adoptando una decisión jurídicamente defectuosa, que no se tome en serio nuestra libertad y que nos devuelva una Constitución magullada.