3 de Junio de 2019, 21:46
El 25 de junio de 1986, El País publicaba la noticia de que un juez de Primera Instancia había desestimado la demanda presentada por el cantante Lluís Llach contra el entonces presidente Felipe González por incumplimiento de su promesa electoral de mantener a España fuera de la OTAN. El juez aparentemente mostró una cierta simpatía por las razones que llevaron al demandante a ejercer su acción ante los tribunales (motivo por el cual no le obligó a pagar las costas), pero al mismo tiempo señaló que "la ley, costumbre, principios generales del Derecho o jurisprudencia no permiten resolver el conflicto social planteado, lo que impone la desestimación de la demanda".
El político conservador británico Boris Johnson ha visto estos días cómo los tribunales de su país abrían la posibilidad de que sea juzgado como consecuencia de sus afirmaciones sobre las ventajas del Brexit, hechas en campaña electoral y mientras ejercía sus responsabilidades como alcalde de Londres y miembro del Parlamento. En concreto, Johnson había afirmado que el Reino Unido enviaba a la Unión Europea la cantidad semanal de 350 millones de libras la cual, en caso de prosperar el voto a favor de la salida, podría ser utilizada para financiar el sistema público de salud. Habiendo sido este argumento públicamente considerado como clara y deliberadamente falso, un empresario anti-Brexit ha conseguido llevar adelante una acusación criminal por conducta inadecuada en el ejercicio de un cargo público (misconduct in a public office), la cual está castigada con penas desde los seis meses de prisión hasta la misma cadena perpetua.
La acusación se basa en el hecho de que Johnson ostentaba, en el momento de hacer sus afirmaciones, cargos públicos de particular relevancia los cuales, a su vez, comportaban para su correcto ejercicio un amplio abanico de responsabilidades. Concretamente, los argumentos de la acusación (considerados por la juez suficientes para, al menos, abrir el proceso de referencia) se basan, de entrada, en el hecho de encontrarnos no ya ante una opinión, sino ante la realización de una afirmación cuya falsedad era absolutamente evidente a la vista de cualquier dato o fuente oficial que se pudiera manejar. Esto la convertiría en intencionada y orientada a distorsionar ilegítimamente la formación de la opinión pública, gracias precisamente a la influencia que conferían los cargos públicos ejercidos por el acusado. Asimismo, considera la parte acusadora que todo lo anterior lleva también a entender que se ha cometido un grave abuso de la confianza pública (public trust) inherente al ejercicio del cargo y, precisamente, definitorio de la conducta delictiva que se pretende imputar.
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La cuestión no es solamente interesante por el debate jurídico que plantea, sino también por el hecho de que, en caso de que Boris Johnson acabe siendo primer ministro, tendría que hacer frente al proceso en el que se dilucidará un delito de tanta gravedad. También alguien podría sospechar que la intención última de la acción ejercida es precisamente torpedear sus aspiraciones políticas.
Moviéndonos en todo caso en el plano estrictamente jurídico, lo cierto es que existen también sólidos argumentos que el controvertido político podrá usar en su defensa. El primero y principal es el hecho de que, más allá de cualquier otra consideración, Boris Johnson estaría ejerciendo su derecho a la libertad de expresión, en su vertiente más intensamente protegida: el denominado discurso político (political speech).
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (del que el Reino Unido no se desembarazará aunque salga de la Unión) tiene una jurisprudencia que ha defendido de forma contumaz el derecho de todos los ciudadanos (también los políticos, ya sean como miembros de partidos o en el ejercicio de cargos públicos) a expresar y difundir mensajes políticos de todo tipo y naturaleza, incluso de carácter ofensivo o perturbador. Las únicas líneas rojas claramente marcadas hasta la fecha por Estrasburgo han sido la incitación al odio y la discriminación, y las expresiones difamatorias (ninguno de los dos casos tiene que ver con las declaraciones de Johnson). Nunca se ha establecido, con relación a este tipo de discurso público, una exigencia o requisito de veracidad (el cual, en cambio, sí puede ser exigido a los periodistas y medios cuando llevan a cabo tareas informativas).
Y aquí entramos en el otro elemento fundamental de la discusión: aceptando que las expresiones de Johnson eran descaradamente falsas, ¿es el Poder Judicial (particularmente, el sistema de Justicia criminal) la instancia más adecuada para determinar la corrección o falsedad de cualquier cosa que pueda un político decir en campaña electoral? ¿No es ésta más bien la tarea de los periodistas y los medios de comunicación, así como de un debate político plural y diverso, propio de sociedades transparentes y democráticas? ¿Estamos dispuestos a convertir el Poder Judicial en un ministerio de la verdad o un órgano de fact-checking en el marco de las campañas electorales?
Una última cuestión emerge, asimismo, al hilo de estas últimas preguntas. Es cierto que las expresiones objeto del proceso fueron formuladas por quien ejercía importantes funciones públicas, pero cabe preguntarse también si no es posible distinguir entre las afirmaciones que se hacen en el ejercicio de las responsabilidades inherentes a un cargo público, y aquéllas, aun hechas por la misma persona, en ejercicio de su militancia política en el marco de los debates propios de una contienda electoral.
Al hilo de todo lo anterior, no está claro si el ahora político Lluís Llach encontraría justificado que alguno de sus votantes intentase demandarle (o a cualquiera de sus correligionarios) por no llevarlos a la Ítaca prometida. Pero ésa es ya otra discusión.