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La dimisión de May constata la transformación del sistema político británico

Luis Bouza

24 de Mayo de 2019, 22:12

La renuncia de Theresa May sería fácil de acompañar del consabido sume al Reino Unido en el caos. Pero sería injusto y falso. Injusto porque la primera ministra ha demostrado una gran determinación para tratar de alcanzar un Brexit con acuerdo a pesar de las decenas de dimisiones entre sus filas que han buscado presionarla, ya fuera para conseguir un Brexit suave o, al contrario, una salida sin acuerdo. Y falso porque el Reino Unido vive instalado en el caos político desde que decidiera iniciar el proceso de salida de la UE sin un plan a nivel doméstico.

También sería sencillo decir que la historia se repite y que, como sucedió con Thatcher, el Partido Conservador le hace pagar sus diferencias sobre la integración europea a la segunda mujer que lo ha liderado. Pero esta vez es diferente. En primer lugar, las circunstancias son distintas. Thatcher dimitió legando una cooperación con Delors y Mitterrand de la que nacerían el Acta Única y el Tratado de Maastricht, mientras que la dimisión de May se produce a cuatro meses de que venza la segunda prórroga del Brexit sin que se vea ningún posible acuerdo en el horizonte.

En el plano doméstico, Thatcher dimitió dejando en su lugar a un Partido Conservador que se mantendría en el poder cuatro años más, mientras que May lo abandona después de haber sufrido lo que se anticipa como una monumental derrota a manos del nuevo partido del Brexit de Farage.

Uno se pregunta cómo serán los resultados del Partido Conservador en las elecciones europeas del jueves 23 de mayo para que la primera ministra haya dimitido antes de que se anuncien. Es la presión de sus diputados lo que la obliga a dimitir, especialmente después de haber abierto la puerta a un posible segundo referéndum en una estrategia encaminada a tratar de consensuar la estrategia de salida con los laboristas. Esto no significa que May se marche como resultado de una conspiración: ella misma le había puesto fecha de caducidad a su Gobierno, pues su capacidad de liderazgo entre los conservadores había sufrido una erosión constante con el rosario de dimisiones y se había hecho patente con el rechazo de su propio partido a su plan de salida.

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En la tradición parlamentaria británica, cualquier primer ministro habría dimitido después de la primera derrota al ser éste el asunto más importante de la legislatura. Cabe interpretar la permanencia de May tras el primer revés como un ejercicio de responsabilidad: agotados los plazos para las negociaciones del Brexit con la UE, la dimisión era virtualmente imposible sin abocar al país a una salida sin acuerdo. Pero también es una demostración de la profunda erosión que el Brexit impone a la soberanía del Reino Unido: mientras no se resuelva, un buen número de las prácticas y tradiciones constitucionales esenciales han quedado en suspenso.

Ante esta constatación, conviene hacer un resumen siquiera rápido de los efectos políticos del Brexit. En primer lugar, la dificultad de May para asumir responsabilidades políticas a tiempo demuestra la erosión de la principal norma política del país, la soberanía parlamentaria. Dicho principio se ha visto cuestionado constantemente por la interpretación del resultado del referéndum de 2016 como una decisión inmutable, hasta llegar a la caricatura de las votaciones circulares de este año en las que el Parlamento ha actuado como actor de veto, pero incapaz de cambiar la agenda.

En segundo lugar, junto con la soberanía parlamentaria cae también el principio de estabilidad política. El sistema político británico por la intermediación del sistema electoral, reducía la representatividad de la Cámara a cambio de crear mayorías estables. Hoy, sin embargo, cualquier negociación entre Bruselas y Londres se ve empañada por la incertidumbre sobre la posibilidad de que el Parlamento ratifique un acuerdo.

En tercer lugar, el sistema bipartidista está afectado en la medida que la posición sobre la UE atraviesa a ambos partidos creando fugas de diputados y votantes hacia nuevos partidos pro y anti Brexit.

Que la dimisión de May sea resultado de un cambio de estrategia que pasaba por intentar alcanzar un acuerdo con los laboristas –negociaciones de cuya dificultad da cuenta que Corbyn las diera por rotas esta misma semana– demuestra lo difícil que es compatibilizar el modelo de democracia mayoritaria británica con la necesidad de compromiso y negociación que requiere la política europea. La reacción del líder de la oposición pidiendo la convocatoria inmediata de elecciones da cuenta de la irrealidad en la que está instalado el Partido Laborista: cuesta ver cómo un cambio de Gobierno en julio podría crear las condiciones para que se aprobara el acuerdo de salida antes de octubre en la nueva Cámara.

Lo que ha mantenido relativamente unidos a los laboristas hasta ahora ha sido su rechazo al plan de May, pero una mayoría laborista en Westminster –una apuesta enormemente incierta, vista la fragmentación política en curso – se vería con toda seguridad dividida a su vez entre los partidarios de la salida acordada y los partidarios de la permanencia en la UE. ¿Tendrá algún efecto el cambio de primer ministro en las negociaciones del Brexit? Lo escrito más arriba sugiere que las dificultades son estructurales, y aunque quizá un pudiera manejar de forma distinta la situación en el Parlamento, parece que la división en el seno del Partido Conservador es duradera. Si el nuevo primer ministro representa a los halcones en relación con la negociación con Bruselas, es probable que el Consejo Europeo dé las negociaciones por imposibles y se produzca una salida sin acuerdo el 31 de octubre. Una solución contraria a la preferencia expresada por la mayoría de los Comunes hace apenas unas semanas, pero que le vendría impuesta. Take back control, decían.

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