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A propósito del 'caso Maristas' y la libertad del condenado

Olga Fuentes Soriano

10 de Mayo de 2019, 09:06

La reciente decisión de la Audiencia Provincial de Barcelona de dejar en libertad a Joaquim Benitez, pederasta confeso y condenado a 21 años y nueve meses de prisión, reabre el debate social en torno a los límites del derecho a la libertad y la función de la prisión provisional.

Joaquim Benitez, profesor de Educación Física –cuando sucedieron los hechos- en el Colegio de Maristas de Sants-Les Corts en Barcelona, ha sido condenado por abusar sexualmente de cuatro alumnos menores aprovechándose de la superioridad que le brindaba su condición. Tras su condena, una vez probados (y confesados) los hechos, todas las acusaciones (tanto el Ministerio Fiscal como las acusaciones particulares y las populares personadas en la causa) han solicitado unánimemente su ingreso en prisión. La decisión del tribunal, sin embargo, ha sido mantenerlo en libertad provisional, sometiendo su presencia física a control a través de medidas cautelares menos lesivas que la prisión provisional, bajo el argumento de que la sentencia todavía no es firme (puede ser recurrida y, por tanto, modificada) y no se aprecia riesgo de fuga en la conducta del condenado ni, al parecer, de reiteración delictiva.

Siendo cierto que la libertad constituye el derecho más preciado y, por tanto, en mayor medida digno de salvaguarda, bajo determinadas circunstancias y condiciones se permite legalmente su limitación a través de diversas medidas que pueden ir desde la mera retirada del pasaporte, o la obligación de comparecer periódicamente en el juzgado a efectos de control, hasta decretar el ingreso del imputado o condenado en prisión (provisional). La adopción de unas u otras medidas debe quedar sometida a estrictos criterios de proporcionalidad que los jueces deben ponderar y justificar en cada caso concreto. Justificación, ponderación y proporcionalidad de la decisión judicial en el caso concreto son las claves que convierten en legítima esa limitación de libertad y que sólo estados de marcado carácter autoritario están dispuestos a sacrificar.

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En consonancia con ello, nuestro ordenamiento jurídico, garantista con el derecho a la libertad del investigado, considera que la prisión provisional está justificada en determinados casos. Y así, al margen de otros requisitos (que haya delito, que sea doloso…) se considera justificada la prisión provisional cuando con ella se persigue alguno de los siguientes fines: evitar la fuga del imputado (o condenado, como es el caso), que pueda manipular pruebas o la reiteración delictiva (artículo 503 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal –LECrim-).

En el caso que nos ocupa, junto a la posibilidad de reiteración delictiva todas las acusaciones esgrimieron el argumento de la más que plausible probabilidad de fuga del condenado. Y quizás sea en este punto donde más sorprende la falta de una justificación contundente por parte del tribunal que contrarrestara (y convenciera frente a) la rotundidad de los argumentos presentados.

Establece la propia Ley de Enjuiciamiento Criminal (art. 503) que para apreciar si concurre o no riesgo de fuga, habrá que atender a la naturaleza del hecho, la gravedad de la pena o la situación familiar, laboral y económica del acusado, entre otros criterios. Y es a su análisis y ponderación a lo que debiera haberse ceñido el tribunal. Porque en los delitos por los que ha resultado condenado Joaquim Benitez, sobre la naturaleza de esos deleznables hechos, huelga hacer mayores referencias a lo que es comúnmente conocido; sobre la gravedad de la pena (21 años y nueve meses de prisión), no sólo es que supere los cinco años que delimitan los delitos graves, sino que dicha pena ha sido ya impuesta por un tribunal una vez declarados probados los hechos en que se fundamenta; y este dato es, precisamente, el que torna en real la hipotética previsión de fuga del condenado ante la inminencia de una más que relevante pena de prisión por cumplir.

En este sentido, el tribunal argumenta que durante los tres años que duró la instrucción, el riesgo de fuga del imputado se ha conjurado con medidas cautelares menos gravosas que la prisión provisional, como la retirada del pasaporte y las comparecencias periódicas. Pero no otorga valor decisivo a la existencia de determinados hechos novedosos que introducen cambios notables en las actuales circunstancias del caso; y así, la certeza de la culpabilidad (confesada y probada), la inminencia del cumplimiento de una pena y su gravedad no pueden sino interpretarse como factores que abonan ese riesgo de fuga.

Y en cuanto a la situación familiar, laboral y económica del condenado, cabe valorar la escasa relevancia, por no decir nula, de sus ataduras. De hecho, su ausencia de vínculos laborales y familiares directos (no tiene pareja, no tiene hijos…) le han permitido cambiar de residencia (y de ciudad) recientemente. Como han argumentado las acusaciones, esa ausencia de arraigo y de cargas familiares evidencian un riesgo de fuga potenciado, además, por el hecho cierto de la condena.

En suma, este caso pone de manifiesto, una vez más, que la difícil tensión entre libertad y seguridad no puede salvarse si no es a partir de la argumentación y del razonamiento judicial en el caso concreto; razonamiento judicial que debe quedar explicitado en la sentencia para favorecer no sólo el posible control que sobre ella puedan ejercer los perjudicados a través de la interposición del correspondiente recurso, sino (igualmente importante) para favorecer el control social sobre la acertada aplicación de las normas.

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