El Gobierno que salga de las próximas elecciones generales va a encontrarse con una España que crece y cuyo desempeño y proyecciones son mejores que los de otras economías avanzadas en un contexto mundial de desaceleración. Pero se encontrará también con una España en la que persisten importantes desequilibrios y rupturas sociales y que está volviendo peligrosamente a patrones de conducta anteriores a la crisis ante la ausencia de reformas estructurales que hayan generado un auténtico cambio de modelo productivo. Y la única reforma estructural de los últimos años, la reforma laboral, necesita revisarse porque ya no tiene el impacto positivo sobre la competitividad mientras deja altas dosis de desigualdad.
El crecimiento económico de España se sostiene en una demanda interna basada en el consumo de los hogares, que vuelven a tirar del ahorro y del crédito, mientras el sector exterior empeora conforme desaparecen las ganancias de competitividad que se basaron en la devaluación interna y no en mejoras de productividad e innovación. Mientras, nuestras finanzas públicas sitúan el déficit por debajo del 3% del PIB, pero siguen manteniendo un déficit estructural abultado y creciente y un problema en el sistema de pensiones ante la ausencia de una reforma profunda en nuestros ingresos y gastos públicos.
Nuestra economía sigue basada en actividades de baja productividad y valor añadido y, aunque la construcción y la hostelería se intercambien como principal sector de actividad, sus trabajadores siguen siendo precarios y de baja cualificación. Con ello, y ante la falta de medidas en materia de innovación o Investigación y Desarrollo (I+D), la productividad total de los factores permanece estancada.
Es fundamental, por tanto, emprender reformas estructurales que conduzcan a un auténtico cambio de modelo productivo y que nos permitan contar con un sistema económico moderno, sostenible, equilibrado, competitivo, equitativo y eficiente. Hay mucho por hacer y el próximo Gobierno tiene mucha tarea por delante.
Introducción
España sortea los vientos de desaceleración que sacuden la economía global. En su tercera fase de recuperación, mantiene unas tasas de crecimiento fuertes, crece más que la media de la eurozona y sus perspectivas, aunque apuntan a una moderación del crecimiento, son positivas.
Todo ello en un contexto de ralentización del crecimiento mundial, donde las tensiones comerciales están contagiando a las exportaciones y a la inversión y donde crecen las incertidumbres ante diversos factores como la guerra arancelaria entre Estados Unidos y China o el Brexit. En 2018, el PIB mundial avanzó un 3,7%, menos que el ejercicio anterior y por debajo de las previsiones; y las proyecciones para este ejercicio apuntan a que continúe esta tendencia de desaceleración. El FMI señala que la economía mundial sigue perdiendo ímpetu en este primer trimestre de 2019, por lo que se rebajarán las perspectivas globales por debajo del 3,5% estimado, ya que se espera que "el 70% de la economía mundial experimente una desaceleración", según señaló recientemente la titular del organismo, Christine Lagarde.
Ante todo ello, la Reserva Federal de EE.UU. ha decidido mantener sin cambios los tipos de interés "a la luz de los desarrollos económicos y financieros a nivel global y las débiles presiones inflacionistas", mientras que en Europa el BCE continuará también con medidas de estímulo monetario, manteniendo los tipos en sus niveles actuales y con nuevas operaciones de re-financiación.
Y en este escenario de desaceleración e incertidumbre, España mantiene el dinamismo y las proyecciones son mucho más positivas que las de economías de su entorno. En 2018, su PIB creció un 2,6% y la eurozona, un 1,8%. Para este año, la revisión es del 1,1% para la zona euro, mientras que para España se proyecta un 2,2% (consenso Funcas). No obstante, esta tasa es la menor de los últimos cuatro años (fundamentalmente, por el empeoramiento del sector exterior) y se observa, por lo tanto, una moderación gradual: 2,2% en 2019, 1,9% en 2020 y 1,7% en 2021.
Pero, ¿por qué nuestra economía está resistiendo mejor que el resto de países de nuestro entorno? ¿Se han puesto en marcha reformas estructurales que han mejorado nuestra resiliencia? ¿Se ha producido un profundo cambio de modelo productivo tras la crisis económica? La respuesta es doblemente negativa: no se han emprendido las suficientes reformas estructurales y, por ende, no se ha generado un auténtico cambio de modelo productivo.
El Banco de España, en su último informe trimestral, alerta sobre esta situación: si bien la economía resiste bien a la ralentización y presenta unas proyecciones de crecimiento favorables, esto responde a "elementos idiosincrásicos" positivos en el "corto plazo". La famosa frase "del ladrillo a las cañas" resume a la perfección esta situación: crecemos, pero concentrando la actividad y el empleo en actividades que, aunque se intercambien entre sí, son de baja cualificación y escasa productividad.
Faltan las reformas estructurales necesarias
La economía española mantiene un buen dinamismo en términos de crecimiento, dicho crecimiento es compatible con un sector exterior aún en superávit, hemos salido del procedimiento de déficit excesivo, prosigue la creación de empleo y las remuneraciones tienden progresivamente al alza. Datos muy positivos que, por el contrario, no responden a reformas. Que en términos de crecimiento estemos haciendo las cosas bien no significa que estemos haciéndolas mejor, y con los cambios que nuestra economía necesita especialmente en un momento de cambio y revolución tecnológica como el actual.
En los últimos meses se han puesto en marcha importantes medidas desde el punto de vista social, fundamentales para dar respuesta a los elevados niveles de desigualdad y dificultades económicas de amplios sectores de la población. Sin embargo, se requieren reformas estructurales que nos transitar hacia un modelo económico sostenible, eficiente, equitativo, resiliente y equilibrado; que garanticen un crecimiento sostenible e inclusivo que acabe con la desigualdad y con el desempleo estructural; que aumente la competitividad y la productividad y que mejoren la calidad del empleo y el capital humano.
Pero la realidad es que seguimos en un modelo económico sostenido en la demanda interna y en sectores de baja productividad. La única reforma estructural, la reforma laboral, ya no funciona en estos momentos de recuperación. Sin entrar a valorar si fue positiva o negativa, justa o injusta, e incluso aceptando que sirviera para contener los despidos durante la crisis, en la recuperación no crea el suficiente empleo ni en cantidad ni con los estándares de calidad necesarios. Y, sin embargo, es fuente de mayor desigualdad.
Por su parte, la reducción del déficit público en los últimos años obedece más al incremento de los ingresos y a la caída del gasto; el consumo de los hogares vuelve a apoyarse en menores tasas de ahorro y crédito al consumo; y el sector exterior está volviendo progresivamente a su situación de normalidad ante la reducción del superávit de la balanza de pagos y las menores ganancias de competitividad conforme crecen las remuneraciones. Cambios que evidencian que no ha habido reformas estructurales y que hacen que nuestra economía siga la inercia propia de un ciclo de recuperación y crecimiento, sin dar una respuesta de cambio profundo a sus desequilibrios.
Así, el paquete de invierno del Semestre Europeo incluye a España como uno de los países que registran un "desequilibrio económico" ante la persistencia de vulnerabilidades que exigen un mayor esfuerzo. La ausencia de reformas es lo que hace que siga habiendo unos elevados niveles de desigualdad, pobreza y precariedad laboral, especialmente en forma de una excesiva temporalidad y rotación en el empleo; que siga sin abordarse una corrección de los déficits estructurales y sigamos teniendo unos ingresos y gastos públicos respecto al PIB por debajo de la media europea; o que el crecimiento no se acompañe de incrementos de la productividad total de los factores.
La demanda interna sostiene el crecimiento
En ausencia de reformas estructurales, el crecimiento se sirve de una combinación de distintos factores: incremento del gasto público y política expansiva en los últimos meses (en el último trimestre del año se calcula que casi un tercio del crecimiento correspondió al gasto público); creación de empleo y progresiva recuperación de los salarios; tirón de la construcción; incremento del consumo de los hogares a costa de menores tasas de ahorro y al incremento del crédito al consumo; bajos tipos de interés; o abaratamiento del petróleo.
Pero, fundamentalmente, el crecimiento de la economía española se sustenta en la fortaleza de la demanda interna ante el incremento del gasto público, de la inversión y del consumo de los hogares. Este último, apoyado en la mejora de la renta de las familias gracias a la política fiscal expansiva de los últimos meses (alzas de pensiones, subida de sueldo a los funcionarios o la subida del salario mínimo interprofesional), al paulatino repunte de las remuneraciones, al crecimiento del crédito al consumo, a la caída de la tasa de ahorro, a los bajos tipos de interés o a la disminución de la inflación.
Y es la demanda interna quien está permitiendo compensar el mal comportamiento del sector exterior que, tras aportar al crecimiento en los anteriores ejercicios, resta ya a la actividad, especialmente ante el frenazo de las exportaciones. En 2018, la demanda nacional aportó 2,9 puntos al crecimiento impulsada por el mayor consumo de los hogares (+2,3%) y de las administraciones públicas (+2,1%), así como de la inversión (+5,3%), siendo éste el componente con mayor crecimiento. De hecho, la inversión en sectores distintos de la construcción supera en la actualidad su nivel máximo anterior a la crisis (representando el 11,5% del PIB) y ha empezado a aumentar de nuevo el peso de la inversión en este sector que, aunque alcanza ya un 11 % del PIB, sigue lejos de su nivel previo a la crisis.
Respecto al consumo de los hogares, vuelve a estar apoyado en el crédito al consumo y en la utilización del ahorro. Aunque muchas familias han recuperado el empleo, los ingresos siguen siendo en muchos casos insuficientes dada la persistencia de bajos niveles salariales y de excesiva precariedad laboral. Así, las familias vuelven a recurrir gradualmente al crédito, que encadena ya nueve meses con tasas positivas de variación interanual y que, según datos del Banco de España, registra tasas de crecimiento superiores al 6%, mientras que el destinado a adquisición de vivienda continúa en tasas negativas.
Y, por quinto año consecutivo, el gasto en consumo final de los hogares (4%) ha crecido más que su renta bruta disponible (3,2%), lo que se traduce en una caída del ahorro del 9,2%. Esto, si eliminamos los efectos estacionales y de calendario, sitúa la tasa de ahorro de los hogares en el mínimo histórico del 4,8%, insuficiente para financiar la inversión y dejando a los hogares, por segundo año consecutivo, con una necesitad de financiación del -1,2% del PIB (frente al -0,4% de 2017).
Las empresas, por su parte, no consiguen beneficiarse ya tanto de la reforma laboral. Las ganancias de competitividad a costa de la devaluación interna desaparecen conforme se retiran los vientos de cola, se deteriora el sector exterior y las remuneraciones tienden al alza. De hecho, si bien el ahorro de las empresas sigue superando a la inversión, su capacidad de financiación se redujo en 2018 hasta el 2,6% del PIB.
El sector exterior se deteriora progresivamente
Atendiendo ahora a la demanda externa, la economía española está volviendo a su situación normal, con el sector exterior aportando en negativo al crecimiento (-0,3 puntos porcentuales en 2018); especialmente por la desaceleración de las exportaciones, que pasaron de crecer un 5,2% en 2017 al 2,3% en 2018. Y en una economía donde nuestras exportaciones muestran una elevada competitividad-precio por el mayor peso de productos con menor intensidad tecnológica, la tendencia al alza de las remuneraciones puede empeorar aún más esta situación. Porque las ganancias de competitividad frente al exterior se han sustentado en una devaluación interna y no en mejoras de productividad e innovación.
Sin duda, uno de los principales cambios de nuestra economía respecto al anterior ciclo de expansión ha sido el vuelco en la balanza de pagos. Por séptimo año consecutivo, España ha registrado un superávit con el exterior que todavía está siendo compatible con el crecimiento. No obstante, los datos de 2018 y de los últimos meses de 2019 señalan un cambio de dirección ante el empeoramiento del saldo exterior. Como se ha señalado, la subida de costes laborales no está acompañada de ganancias de productividad, y ello supone un talón de Aquiles para la competitividad.
En 2018, la economía española acumuló una capacidad de financiación frente al exterior de 17.705 millones de euros, lo que equivale al 1,5% del PIB. Este superávit está permitiendo reducir la deuda frente al exterior: la neta bajó el pasado año del 83% del PIB al 77%, pero sigue siendo excesivamente elevada si tenemos en cuenta, además, que la Comisión Europea considera un desequilibrio económico toda aquella deuda con el exterior que supere el 35% del PIB en términos netos. Además, la deuda bruta sigue aumentando y se sitúa aproximadamente en el 167% del PIB.
Ésta es una vulnerabilidad de nuestra economía frente a shocks externos, especialmente en un contexto de gran incertidumbre. Reducirla pasa por seguir manteniendo superávits en nuestra balanza de pagos, algo que parece estar volviéndose cada vez más complicado. Frente a los del 2,5% y 2,2% de 2016 y 2017, respectivamente, el pasado año fue del 1,5% del PIB, especialmente ante el deterioro del saldo de bienes y el menor superávit turístico.
Las rupturas sociales de España
Una de las tareas más relevantes para el próximo Gobierno será emprender reformas estructurales que permitan acabar con las rupturas sociales que han aumentado notablemente en la última década; no sólo fruto de la crisis económica, sino de muchas de las políticas que se pusieron en marcha. El resultado es una España con numerosas brechas sociales, especialmente por la aún elevada tasa de paro, los bajos salarios y los altos niveles de desigualdad y pobreza.
A pesar de sumar ya cinco años registrando crecimientos del PIB, la tasa de paro sigue en un elevado 14,45%, siendo la segunda tasa más alta de la Unión Europea. Y el desempleo afecta especialmente a determinados colectivos como los jóvenes, cuya tasa de paro asciende al 34% e incide con mayor fuerza en aquéllos con baja cualificación; mujeres, cuya tasa media de desempleo (17%) es casi 10 puntos superior al promedio europeo; o desempleados de larga duración, donde tres de cada 10 llevan más de dos años buscando empleo y son, mayoritariamente, mayores de 50 años.
Además, el crecimiento y la creación de empleo en la etapa de recuperación no ha ido de la mano del necesario aumento de los salarios y los efectos de la devaluación salarial en España persisten, con unos sueldos que no consiguen despegar. Aún hay 4,7 millones de asalariados que ganan menos de 1.230,9 euros y el sueldo del 70% de los trabajadores es inferior a 2.136,3 euros. Éstas son cifras son muy bajas en comparación con países de nuestro entorno: tomando cifras de Eurostat, el ingreso laboral medio mensual en España se sitúa en 1.829 euros, por debajo de los 2.387 euros de la eurozona. Y, a pesar de las últimas medidas de subida del Salario Mínimo Interprofesional y del sueldo de los funcionarios, subir sueldos sigue siendo una prioridad absoluta.
En definitiva, la ausencia de reformas estructurales no sólo no ha sido un mecanismo para mejorar o fortalecer nuestro modelo productivo sino que, además, ha dejado un gran poso de desigualdad y pobreza en nuestra sociedad: el 21,6% de los españoles están por debajo del umbral de la pobreza, el 13% de los trabajadores son pobres, casi tres de cada 10 niños están en riesgo de serlo y la diferencia entre el 20% que más gana y el 20% que menos es de seis veces y media (la media europea es de cinco veces).
Finanzas públicas: lejos de Europa
Por el lado de las finanzas públicas, el déficit español se sitúa por debajo del 3% del PIB, lo que sitúa a España fuera del procedimiento de déficit excesivo. Una noticia muy positiva, ya que actualmente la economía española era la única bajo este mecanismo de supervisión. Así, España cerró 2018 con un déficit público del 2,6% del PIB (31.805 millones de euros), cinco décimas por debajo del registrado el año anterior (3,1% del PIB). Mientras el gasto en consumo público marcó el mayor avance desde 2015, con una tasa del 3,2% y la inversión pública creció un 11,5%, los ingresos también crecieron notablemente: impuestos directos (+8,4%), indirectos (+5,4%) y cotizaciones sociales netas (+4,9%). Y el compromiso con Bruselas para este año es situarlo en el 1,8%. Pero no se conseguirá sin una reforma de los ingresos y gastos públicos.
La evolución de las finanzas públicas no obedece a una reforma estructural, sino a un incremento de los ingresos por la coyuntura económica y a los recortes en el gasto en los últimos años. Como señala el BBVA Research, la mejora (pasando de un déficit del 11,2% en 2009 al 2,6% en 2018) ha sido el resultado de reducir el gasto público del 2,5% en términos per cápita y a un incremento del 20,5% en los ingresos públicos.
Los riesgos para la sostenibilidad de las finanzas públicas siguen siendo significativos a medio y largo plazo y, como señala el BCE en su informe anual, su corrección obedece al ciclo económico, advirtiendo de que España mantiene "un déficit estructural abultado y creciente".
La deuda pública, por su parte, cae en términos relativos gracias al crecimiento económico, pero crece en valores absolutos. Se sitúa en el 97,2% del PIB (un punto porcentual menos que el pasado año), lo que equivale a 1,17 billones de euros (29.563 millones más que en 2017).
Ante todo ello, es necesario emprender una reforma estructural de nuestras finanzas públicas que sitúen nuestros ingresos y gastos públicos en línea con la media europea y que preste atención no sólo a la cantidad de recursos, sino a la eficiencia en el uso de los mismos. Los últimos datos de 2017 señalan que los ingresos públicos en España, representando el 37,9% del PIB, están 8,2 puntos porcentuales por debajo de la media europea mientras que los gastos, en el 41% del PIB, están seis puntos porcentuales por debajo.
Problemas de productividad
España presenta un problema de productividad que, como señala un reciente informe de la Fundación BBVA y el Ivie "dificulta alcanzar un mayor nivel de bienestar material". La productividad total de los factores (PTF) es un 10,5% inferior a la de 1995 y su evolución contrasta con el aumento del 4,5% experimentado por la Unión Europea. Resolverlo pasa por un mayor esfuerzo inversor (I+D, educación, capital público, etc.) y por crear buenas condiciones para el desarrollo de la actividad productiva (marco institucional y regulatorio). Como señala el informe, es en la productividad donde las reformas estructurales, que afectan al potencial de crecimiento de la economía, son especialmente relevantes para la productividad.
Si analizamos el crecimiento económico por sectores de actividad, se observa que la construcción está siendo el motor del crecimiento, registrando un avance del 7,6% en 2018, la mayor tasa de incremento en la última década y por encima de las de los años pre-crisis. Los servicios, por su parte, siguen arrojando también buenos datos (con crecimientos superiores al 2,5% interanual), mientras que el sector industrial se deterioró notablemente, pasando de crecer al 4,4% a registrar avances del 1,4%. Se observa, por tanto, un modelo económico basado en actividades de baja productividad y menor valor añadido.
El empleo, por su parte, mantiene un ritmo de crecimiento del 2,6% interanual, lo que equivale a 469.000 puestos de trabajo equivalentes a tiempo completo en un año. Esta tasa, igual que la del PIB, evidencia que no se están produciendo incrementos de productividad. Mientras el empleo desciende en sectores de mayor productividad como el industrial (-0,8% interanual), éste aumenta especialmente en sectores que concentran empleo de menor cualificación y productividad, como la construcción (11,3%) y los servicios (2,7%), destacando el boom del empleo en las actividades inmobiliarias (con tasas por encima del 6,5% interanual). El resultado, de nuevo, es una productividad estancada o decreciente.
Se observan también ligeros incrementos de remuneración de los asalariados (1,1%) y de los costes laborales unitarios (1,3%) que, ante una subida de precios del 0,8% permiten incrementar ligeramente el poder adquisitivo de los hogares. Ante esta tendencia, las ganancias de competitividad derivadas de la devaluación salarial corren peligro, como ya estamos viendo en el debilitamiento de la balanza con el exterior.
Además, persisten los bajos rendimientos en materia de innovación, con una inversión insuficiente en I+D pública y privada, así como en capital humano. Si bien la inversión este capítulo vuelve a ganar peso tras siete años, ésta se sitúa en el 1,2% del PIB, muy lejos de la media europea (2,07%), lo que significa que España invierte un 42% menos que la media comunitaria y sigue siendo, junto con Finlandia y Portugal, el único país que no ha recuperado los niveles previos a la crisis. Por otro lado, recientemente hemos conocido que España sigue siendo el segundo país europeo con la mayor tasa de abandono escolar entre los jóvenes de 18 y 24 años, con una tasa del 18,3%.
Conclusión
En resumen, la única reforma estructural de calado, la reforma laboral, ha endeudado a las familias y ya no tiene los efectos positivos que se necesitan ni sobre el empleo, que sigue siendo insuficiente y precario, ni sobre las empresas, como se observa en el deterioro del saldo exterior. El crecimiento se sostiene en una demanda interna basada en el consumo de los hogares (que vuelven a tirar del ahorro y del crédito), mientras la mejora de las finanzas públicas no obedece a auténticas reformas estructurales que sitúen nuestros ingresos y gastos públicos en línea con la media europea. Seguimos, además, en una economía basada en actividades de baja productividad y valor añadido y donde, aunque la construcción y la hostelería se intercambien como principal sector de actividad, nuestros trabajadores siguen siendo precarios y con baja cualificación.
Es fundamental emprender reformas estructurales que, desde distintos vectores, conduzcan a un auténtico cambio de modelo productivo de nuestra economía. Reformas en el mercado laboral que permitan acabar con el desempleo de larga duración y con la precariedad laboral e impulsar la creación de empleos de mayor productividad. Reformas que apuesten por la innovación, la inversión en I+D y el apoyo al crecimiento del tamaño de las empresas como palanca para las mejoras de la competitividad. Y reformas que impulsen el capital humano, la educación y unas finanzas públicas equilibradas y eficientes.
Todas estas reformas serán las que nos permitan contar con un modelo productivo moderno, sostenible, equilibrado, competitivo, equitativo y eficiente. Un sistema económico fuerte que no sólo resuelva los desequilibrios y problemas de la sociedad, sino que nos permitan estar preparados ante los cambios que estén por venir en un contexto de incertidumbres y revolución tecnológica.