Los partidos hacen aguas. Hasta hace poco parecía un problema de los partidos tradicionales. El ejemplo era Francia: Macron y la situación en la que su victoria dejó a los dos grandes protagonistas de la historia política francesa; ni socialistas ni republicanos sobrevivieron a una operación centrada en una sola persona. En España, ha sido suficiente la designación de los candidatos a las alcaldías y presidencias autonómicas de Madrid y Barcelona para que nos demos cuenta de que este naufragio alcanza también a los nuevos partidos.
Desde 2011 los electores se muestran volátiles, insatisfechos, indignados. Las elecciones de 2015 supusieron una conmoción en el sistema político. En diciembre pasado, una nueva formación arrebató, desde la marginalidad, otro buen porcentaje de espacio electoral a la derecha antes monolítica. Este ciclo no parece haber acabado; más bien, ya se anticipa otra fractura de la izquierda.
Alguien podría argumentar que los partidos resisten; fragmentados, pero aguantan. Una mirada detallada en su interior desanima. ¿Es Vox un partido político?; ¿qué queda de las estructuras ciudadanas de Podemos?; ¿qué tipo de garantías tienen los candidatos en las elecciones primarias de Ciudadanos (convocadas con una semana)?; ¿qué ha hecho el PSOE para regenerar su afiliación y consolidar sus organizaciones territoriales?; ¿cómo explicar que en el PP, para elegir a su nuevo presidente, sólo se registrase el mismo número de afiliados que de cargos públicos? Probablemente si en España, como en Francia, tuviéramos un sistema presidencial en lugar de un sistema parlamentario, todas estas siglas, incluidas las mas recientes, ya serían cosa del pasado.
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Nuestros partidos tienen su origen en dos tradiciones: en el parlamentarismo liberal de la burguesía urbana y en los sindicatos y cajas de resistencia de los movimientos obreros. Con el tiempo, la extensión del derecho de sufragio y las revoluciones tecnológicas como la televisión o Internet después, aquellos partidos de clase se convirtieron en maquinarias institucionalizadas para ganar elecciones.
Para sobrevivir a los cambios sociales, los partidos se vieron obligados a flexibilizar sus viejos anclajes ideológicos y abrazar coaliciones de electores tan amplias, diversas y contradictorias como complejas se hacían las sociedades. Reaccionaron al incremento de la complejidad electoral reduciendo su propia complejidad interna. Se centralizó el poder interno en el líder para hacer frente de espectacularización y personalización del debate publico a través de los medios de comunicación. Se redujo el debate interno, para ganar en flexibilidad ante las contradicciones de un electorado volátil y contradictorio. Pero al reducir la democracia y los controles internos también reducen su pluralidad, su capacidad de crear y actualizar agenda pública y, lo que es peor, los partidos renuncian a interpretar y explicar la complejidad de la política, incrementado la desafección y la irritación permanente de los ciudadanos sobre el funcionamiento de la democracia.
En nuestra cultura política, la organización interna de los partidos es todavía un "asunto privado". Los partidos tradicionales son anteriores y precursores del debate constitucional, así durante los primeros años de la democracia, su estructura y funcionamiento fue inmune a la voluntad del legislador. Esto explica que la ley de partidos española apenas regule su financiación y disolución pero no su funcionamiento democrático interno. En España, tienen menos obligaciones respecto a sus afiliados que una comunidad de vecinos sobre sus vecinos, una asociación sobre sus miembros o una empresa sobre sus socios.
Podemos pudo experimentar la construcción del primer partido nativo digital español, pero la falta de regulación legal facilitó la construcción de un sistema de elecciones primarias a cargos públicos pensado para consolidar al líder y anular cualquier discrepancia o debate. En el PSOE, su complejo entramado de contrapesos internos que permitía que políticos controlaran a políticos ha dejado paso a la elección de sus líderes mediante elecciones internas, provocado la supresión de la capacidad de control y reprobación política por parte de sus parlamentos internos, impidiendo en la práctica la rendición de cuentas y el debate. La situación en el PP y Ciudadanos es aún menos satisfactoria. La casuística sería interminable. La selección de los cuadros en todos los partidos se ha convertido en una cascada de cooptaciones.
Si queremos unos partidos que conecten con la sociedad, capaces de analizar y dar salida a los problemas del país, seguir ensayando reformas internas pensadas en la legitimación de sus aparatos, no es el camino. Necesitamos que la democracia interna de los partidos deje de ser un asunto privado en manos de sus dirigentes. Necesitamos normas que, como las leyes de Partidos y electoral alemanas, garanticen que aquéllos atiendan todas sus funciones constitucionales, agreguen preferencias individuales a través de la participación política efectiva de los ciudadanos en la vida política, seleccionen a sus candidatos a cargos públicos mediante elecciones entre sus afiliados y puedan exigirles cuentas.
La Gran Recesión encontró a los partidos tradicionales con la puerta cerrada y la sociedad optó por crear nuevas formaciones políticas. Si las puertas siguen cerradas tanto en los tradicionales como en los nuevos, ¿cómo evitar que esta crisis inacabada los mande a la irrelevancia? Quizás, que la democracia interna deje de ser asunto de los aparatos de los partidos sea lo mejor que podamos hacer por estas instituciones imprescindibles para la democracia.