1 de Marzo de 2019, 21:53
Del mismo modo que hizo falta una profunda crisis para que remover los obstáculos hacia la transparencia financiera mundial, ha hecho falta una revolución digital imparable para [empezar a] cambiar las bases del consenso tributario de hace 100 años.
En abril de 2009, un acuerdo improbable, laboriosamente trabajado, consiguió que las grandes plazas financieras opacas (Suiza, Luxemburgo, Singapur...) aceptaran compartir información financiera y bancaria con el resto del mundo. Se logró gracias a la presión del Secretariado de la OCDE y de un puñado de potencias ávidas de recursos fiscales por encontrarse ante la una de las mayores crisis de la historia. Fue el fin del secreto bancario. A partir de ahí, se desencadenó una ola de transparencia financiera y fiscal, y la cantidad y calidad de información sobre cada individuo y empresa de que disponen hoy casi todas las administraciones tributarias del mundo no tiene igual en la historia.
Algunos pensábamos que esto llevaría sin demora a un cambio de los paradigmas de la tributación, fundamentalmente porque permitiría incidir mucho más en la directa (el Impuesto sobre la Renta de personas y empresas); porque al conocerse casi al completo las fortunas situadas en bancos extranjeros, permitiría una re-evaluación de la carga tributaria, precisamente gravando la renta derivada de esas fortunas en detrimento de los salarios.
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Asimismo, permitiría modificar el sesgo regresivo de la mezcla (o tax mix, en la expresión inglesa) entre fiscalidad directa (IRPF) e indirecta (IVA), en favor de la primera. Pero lo cierto es que en este punto nos equivocamos: no ha habido, de momento, una modificación significativa de los paradigmas de la política tributaria doméstica; por diversas causas.
Por un lado, los intercambios de información de calidad se generalizaron sólo a finales de 2018, es decir, demasiado cerca en el tiempo. Por otro, tampoco ha habido aún un desarrollo del aparato conceptual o doctrinal que permita sustentar un cambio de tax mix o de políticas a gran escala, de modo que los avances, lógicamente, no se están produciendo.
Sí se atisba, sobre todo en el campo académico, una mayor sensibilidad hacia los problemas que genera la desigualdad de las sociedades desde muchos puntos de vista: por ejemplo, la amenaza para la convivencia pacífica en democracia, pero también, en el plano económico, el riesgo del efecto negativo de las desigualdades sobre la productividad y la estabilidad macroeconómica. De ahí a traducir la lucha contra la desigualdad en medidas concretas (y novedosas) de política tributaria no debiera haber mucha distancia, pero esta línea de investigación sólo ha permeado la política tímida y recientemente.
Por ejemplo, la candidata presidencial demócrata Elisabeth Warren se ha atrevido a proponer un Impuesto a la Riqueza (o Patrimonio) para los EE.UU. como parte de su programa.
Así pues, el avance más significativo no hay que buscarlo en las leyes nacionales, sino en fiscalidad internacional. Ya ha habido una serie de importantes transformaciones de política fiscal en el marco del ejercicio contra la erosión de las bases imponibles y la transferencia de beneficios a jurisdicciones de baja tributación por parte de las transnacionales (proyecto BEPS, por sus siglas en inglés, iniciativa conjunta de la OCDE y el G-20).
Pero las primeras medidas BEPS omitieron asuntos de calado. La mayor viga en el ojo de los fiscalistas internacionales (algunos ya lo habrán adivinado por el título de este análisis), era la del encaje tributario de la economía digital. Abordarlo era difícil por muchos motivos, algunos de los cuales se desarrollaron aquí.
Pero, sobre todo, detrás de este silencio había un aspecto que se consideraba tabú y que impedía un avance significativo y consensuado en la materia: para abordar con éxito una nueva forma de gravamen de la economía digital, era necesario el cambio del consenso internacional sobre las reglas del derecho a gravar las operaciones económicas transfronterizas. Este consenso se forjó en 1933 con el llamado informe Carroll, todavía en tiempos de la extinta Sociedad de Naciones y que, con retoques no menores, pero tampoco esenciales, ha pervivido hasta nuestros días.
En estas estábamos cuando la OCDE acaba de dar a conocer un documento que lleva por título 'Cómo abordar los desafíos fiscales de la economía digital-Documento para consulta pública'. Es breve, preliminar y poco preciso técnicamente, pero es absolutamente revolucionario desde el punto de vista de la historia de esta organización, de lo que ha venido defendiendo a capa y espada en las últimas décadas y, en definitiva, de lo que puede suponer el nuevo paradigma de fiscalidad internacional para los próximos 50 años, o incluso más.
El antecedente más cercano de este texto es la llamada Acción 1 de BEPS: 'Cómo abordar los desafíos fiscales de la economía digital'. Se trata de un extenso e interesante documento donde se exponen con bastante exhaustividad los problemas de la interacción entre la economía digital y los impuestos; pero también decepcionante porque, debido a una falta de consenso en los grupos de trabajo, no alcanzaba ningún acuerdo concreto de política tributaria. Algo nada sorprendente teniendo en cuenta la enorme influencia de EE.UU. en la OCDE y la ventaja de este país en la economía digital: no convenía revisar el modelo, pues sería en detrimento suyo.
Sin embargo, desde la publicación de la Acción 1 de BEPS (octubre de 2015), la economía digital no ha hecho sino crecer. Una muestra: en octubre del 2015, tan sólo Google formaba parte del top 10 de las empresas con mayor valor bursátil (era la segunda). A diciembre de 2018, son cinco las empresas digitales en este pelotón de cabeza: Amazon (3ª), Alphabet/Google (4ª), Facebook (6ª), Tencent (China) (7ª) y Alibaba (China) (8ª). Además, los modelos de negocio y, sobre todo, los hábitos de los consumidores han virado a un ritmo vertiginoso hacia la órbita digital y/o internet, y esta tendencia imparable ha presionado fuertemente sobre las instancias institucionales y políticas para que encuentren soluciones fiscales adaptadas a esta nueva realidad.
Esto ha llevado a la aparición de una pluralidad de soluciones, tanto unilaterales como la leva ecualizadora (equalization levy) en la India o el llamado impuesto a los beneficios desviados (diverted profits tax) del Reino Unido, como regionales (la propuesta de impuesto común sobre el volumen de ventas de determinados servicios digitales de la UE, aplicada en Francia y replicada por España, donde se ha quedado a las puertas de su tramitación parlamentaria).
Pero ni las soluciones eran coherentes entre sí ni garantizaban un trato equitativo a las empresas de la economía digital y, en general, a cualquier operación en línea (aunque fuera sólo complementaria o secundaria de la economía tradicional). Por tanto, fue creciendo la presión para alcanzar un acuerdo a nivel global.
De esta forma, por primera vez en su historia la OCDE se ha visto obligada a abandonar expresamente el paradigma de la presencia física como umbral del derecho a gravar operaciones transfronterizas y está también sugiriendo, si bien todavía tímida e implícitamente, la revisión de las reglas de fijación de precios dentro de los grupos multinacionales (conocidas como reglas de precios de transferencia).
Expliquemos esto de manera sencilla (y simplificada): hasta ahora, cuando una empresa multinacional opera en un país distinto al de su sede, este último sólo puede gravar sus beneficios si la empresa en cuestión tiene una presencia física en ese territorio: una tienda, una oficina, una fábrica. Parece evidente que este principio choca frontalmente con la forma de generar valor de las empresas digitales y, por tanto, muchos países encontraban dificultades (y proponían o aplicaban soluciones heterodoxas como las mencionadas) para someter a tributación los beneficios que de hecho, indudablemente, se generaban en parte en su territorio; y, por cierto, no sólo en forma de ventas, pues una de las peculiaridades de la economía digital es que las empresas agregan valor no exclusivamente mediante la venta de bienes y servicios, sino enriqueciéndose de la interacción con las personas y comunidades que operan en la red.
Por otro lado, hasta la fecha el reparto de los beneficios globales y de difícil delimitación por jurisdicciones de las multinacionales se viene haciendo sobre la base de la valoración, a supuestos precios de mercado, de cada operación que las empresas realizan dentro de un grupo, descartando los precios pactados entre ellas y buscando aquél que se hubiera dado si fueran plenamente independientes entre sí. Se trata, de nuevo, de un elemento de nuestra realidad tributaria internacional altamente artificial y generador de enormes y crecientes problemas técnicos de aplicación (pues a veces esos precios intra-grupo carecen de parangón comparable y son totalmente ficticios).
Pues bien, ante esta realidad, que constituye la esencia del paradigma de la fiscalidad internacional, el principio de acuerdo que la OCDE/G-20 está proponiendo en el documento citado consiste esencialmente en dos medidas:
1º.- Abandonar, por primera vez, la necesidad de la presencia física de las multinacionales para poder gravar sus beneficios en una jurisdicción determinada. Es un paso cualitativamente inmenso, no sólo por el salto histórico (tras 100 años), sino por las posibilidades de nuevas soluciones de tributación que se abren (todavía no del todo consensuadas), esencialmente:
Ambos enfoques conceptuales, en este punto preliminar, están plagados de desafíos técnicos y prácticos. Precisamente al abordarse uno de ellos, la necesidad de encontrar una fórmula de reparto del beneficio una vez identificado y cuantificado cuando el beneficio de estas multinacionales tiene una naturaleza intrínsecamente global o indivisible, abre una puerta al segundo gran cuestionamiento: el del paradigma de la valoración de las operaciones intra-grupo (o precios de transferencia).
2º.- Por tanto, la segunda medida consiste en establecer una fórmula de reparto global del beneficio de las multinacionales digitales sobre criterios pre-definidos (por ejemplo, en función del número de trabajadores o del nivel de ventas que la multinacional tiene en cada país). Este último elemento, aunque en el documento queda circunscrito a la economía digital, sienta un precedente de vital importancia por cuanto permite caminar hacia a la simplificación de la tributación de las operaciones de todas las multinacionales (no sólo las digitales), que hasta la fecha se habían negado con éxito a ser gravadas sobre sus bases mundiales y habían defendido que la valoración debería hacerse operación a operación, bajo el llamado principio de plena competencia (arms lenght).
¿Es el principio del fin de la fiscalidad internacional tal y como la conocemos hoy? Yo creo que sí, y que en un plazo breve en perspectiva histórica, no periodística alcanzaremos nuevos consensos y nuevos paradigmas.